*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK 52093 ***

LAS ILUSIONES
{1} DEL DOCTOR FAUSTINO

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JUAN VALERA
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NOVELAS

Las Ilusiones
del Doctor Faustino

I

colofón

OBRAS COMPLETAS
TOMO V
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Es propiedad.     
Derechos reservados.
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AL ÍNDICE

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A MI QUERIDO AMIGO

DON RAMÓN RODRÍGUEZ CORREA

Te dedico esta novela como el matador dedica su obra antes de matar el toro. Ni él ni yo sabemos si saldrá bien ó mal lo que dedicamos. El público y tú habréis de juzgar y sentenciar, cuando la novela se imprima por completo, no bien se escriba. De todos modos, aunque la novela salga malísima, como es buena la voluntad con que te la dedico, tendrás siempre que agradecer, aunque no tengas que aplaudir. Verdad es que, como yo te debo tanta amistad desde hace años, apenas si empiezo á pagarte con esta muestra de cariño, y, bien miradas las cosas, tampoco tienes que agradecerme la dedicatoria.

Yo no diré al público, porque sería quitar atractivo á mi composición, que cuanto en ella he de contar será fingido. Villabermeja es una verdadera utopia: sus héroes jamás existieron. Con todo, no estará de sobra que tú divulgues esto por ahí, pues forjo mis creaciones fantásticas, como entiendo que hacen todos los novelistas, con elementos reales, tomando de acá y de acullá entre{6} mis recuerdos, y me pesaría de que saliese algún crítico zahorí afirmando que hago retratos.

Harto sé que el río del olvido se llevará pronto en su corriente esta novela, con multitud de composiciones insulsas, escritas á escape para llenar las columnas de los periódicos. No hay miedo, por consiguiente, de que dentro de un par de siglos salgan los eruditos averiguando quiénes fueron todos los de mi cuento, como imaginan que averiguan hoy quién fué Sancho, quién D. Quijote, quién el rucio, y cuál el lugar de D. Quijote, dando por seguro que fué Argamasilla de Alba; pero lo que no ha de suceder dentro de un par de siglos, pudiera suceder al momento, y contra esto te suplico que trabajes, afirmando, como es la verdad, que carecen de originales en el mundo los pobres partos de mi fantasía.

Acógelos tú en tus brazos cariñosos y defiéndelos de las injurias á que van á exponerse, si, como sospecho, nacen feos y endebles.{7}

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INTRODUCCIÓN

DONDE SE TRATA DE VILLABERMEJA, DE D. JUAN
FRESCO Y DE LAS ILUSIONES EN GENERAL.

Mi excelente y antiguo amigo D. Miguel de los Santos Álvarez, pensador optimista, sereno observador de las cosas y razonable filósofo, sostiene con agudeza que en la vejez se gana por un lado lo que se pierde por otro, que no hay motivo ni razón para afligirse, y que es díscolo quien se aflige. El vulgo, dice él por vía de ejemplo, imagina que, cuando alguien se queda calvo, es porque falta el jugo que alimenta las raíces de sus cabellos y éstos se caen; pero como sucede siempre que al que se queda calvo le nacen pelos y aun cerdas en las narices y en las orejas, y las cejas crecen y se robustecen de modo que suelen dar sombra á la cara, no puede atribuirse la calvicie á falta de jugos. En{8} las mujeres es más patente aún este fenómeno, apareciendo casi sin excepción en la que pierde el pelo de la cabeza un maravilloso y fecundo florecimiento de cerdas en la barba y labio superior, lo cual la hace digna rival de la condesa Trifaldi ó de Santa Librada, si bien á estas señoras les ocurrió milagrosamente lo de embarbarse, á una por duro castigo de un mal intencionado encantador, y á otra por especial favor del cielo, á fin de que salvase la joya de su castidad, puesta en grave peligro, mientras que por lo común es ordinaria operación de la caprichosa Naturaleza, sin que se vislumbre finalidad alguna, el embarbamiento de que aquí se trata.

Véase, pues, cómo no hay tal carencia de jugos en la vejez, sino cambio de dirección en ellos. Lo mismo sucede ó debe suceder con todo lo demás.

Traigo esto á propósito de que cuando joven era yo más severo en mis censuras que ahora que voy siendo viejo, lo cual se comprende, porque no había yo cometido tantos pecados, ni incurrido en tantos errores, ni dado en tantos extravíos como más tarde. Yo censuraba á los otros, no advirtiendo aún, con inocente petulancia, lo mucho que habría que censurar en mí. Hoy, que lo advierto, soy mil veces más benévolo é indulgente con todos, á fin de serlo conmigo.

Entre las infinitas cosas que yo censuraba, era{9} una la afición de ciertos poetas y escritores á encomiar la áurea medianía, el retiro, la vida campestre y el encanto del lugarcillo en que nacieron, así como la propensión que muestran á volver á dicho lugar, y á vivir y morir allí tranquilos, ni envidiados ni envidiosos, lejos del mundo y de sus pompas vanas.

Cuantos así hablaban ó escribían se me antojaba que eran hipócritas, que eran como el usurero Alfio ó poco menos. Aquello de Martínez de la Rosa, que dice:

Padre Dauro, manso río
De las arenas doradas,
Dígnate oir
Los votos del pecho mío,
Y en tus márgenes sagradas
Logre morir,

me excitaba la bilis de un modo superlativo. ¿Por qué, murmuraba yo, ha de atolondrarnos este señor con sus ayes y suspiros, estando, como está, tan en su mano dejar la embajada de París ó la presidencia del Consejo de Ministros, ó su brillante puesto en las Cortes, y retirarse á los cármenes umbríos y á los solitarios verjeles que están entre los cerros del Generalife y del Sacro Monte, por donde corre mansamente el Darro, y donde la Fuente del Avellano vierte sus cristalinos raudales?

Más tarde me he convencido de que Martínez{10} de la Rosa no suspiraba sin pasión por su Granada. He incurrido, en mi tanto, en el mismo defecto, si defecto es. Desde hace años, lo confieso, ando siempre diciendo que me voy á mi lugar, que deseo vivir allí, ut prisca gens mortalium, cuidando del pobre pedazo de tierra que me dejó mi padre en herencia, y casi, casi haciéndole arar yo mismo por mis bueyes, como Cincinato y otros personajes gloriosos de las antiguas edades. Esto lo decía yo y lo digo con sinceridad, hallando preferible á todo aquella descansada vida, deseando ser uno de los pocos sabios que en el mundo han sido, y no cumpliendo, sin embargo, mi deseo, cuando al parecer sólo de mí depende cumplirle y satisfacerle.

Ahora comprendo y noto las dificultades con que, hasta para cumplir tan modesto deseo, tropieza el más desembarazado y decidido, y perdono á los que hablan con amor y con saudades de la vida rústica desde el bullicio de las grandes poblaciones, y pido perdón para mí y que se considere que no es farsa esta ternura entrañable con que vuelvo los ojos y el ánimo al rincón tranquilo é ignorado donde están los majuelos que crió mi padre y el plantonar que, á fuerza de fatigas y de apuros, vió crecer y medrar hasta que, llenos de vigor y lozanía, empezaron á dar abundante fruto.

Mi lugar está en la misma provincia, y á corta distancia del lugar donde nacieron D. Luis de Vargas{11} y Pepita Jiménez, á quienes supongo que conocen mis lectores; pero no voy á hablar de mi lugar, sino de otro, también muy cercano, á donde suelo ir de temporada, porque tengo allí una capellanía y otros bienes, que me producen, calculando por un quinquenio, cerca de medio duro diario. Este lugar es más pequeño y pobre que el mío y que el de Pepita, y su campo es menos bonito y ameno; pero sus naturales entienden lo contrario, y no dudan de que aquello es lo mejor del mundo.

Situada la población, cuyo nombre se guarda para mayores cosas, á la falda de un árido peñascal ó pelado cerro y rodeada de montes por todas partes, abarca sólo el espectador, aunque se coloque en lo más alto del campanario, un horizonte harto mezquino. Apenas hay huertas en las cercanías, sino viñas, olivares y tierras de pan llevar. Sin embargo, en las cañadas, por donde serpentean sendos arroyuelos, se ven hermosas alamedas, y todo aquel suelo parece á sus hijos, que enamorados le cultivan, tan fértil y bendito, que no aciertan á explicarse naturalmente su fertilidad generosa, y sostienen que el trono de la Santísima Trinidad está colocado precisamente sobre sus cabezas y que deja sentir su benéfico influjo por todos aquellos contornos. Creen, además, que el Santo Patrón del pueblo es muy celoso y activo, y que siempre está{12} intercediendo con Dios para que todo lo prospere y mejore. Así, y no de otra suerte, logran, según ellos, mediante una especial providencia é intervención divina, la riqueza y hermosura del paraíso en que presumen que viven.

La imagen del Santo Patrón es de plata y no tendrá más de treinta centímetros de longitud; pero el valer no se mide por varas. Según tradición piadosa, en otro lugar inmediato ofrecieron una vez por este santo pequeñito quince carretadas de otros santos de todos linajes y dimensiones, y el cambio no fué aceptado. El santo pagó con usura el amor que sus ahijados le profesan. Los que ofrecieron las quince carretadas, viendo que no lograban por buenas la posesión del santo, es fama que le robaron una noche; pero el santo se escapó bonitamente del sitio en que le habían encerrado y volvió á aparecer en su nicho al otro día. Desde entonces está el nicho defendido por gruesas barras de hierro. Y no se crea que se toman estas precauciones por el miserable valor de la plata que pesa el santo, sino porque es el defensor del lugar y su refugio, remedio y amparo en todos los males, adversidades y peligros.

Confieso que el espíritu crítico de nuestra época descreída ha penetrado también en este lugar, amortiguando el entusiasmo por su Santo Patrono; pero aun recuerdo el frenesí, el profundo afecto de{13} gratitud con que le aclamaban, años ha, cuando le sacaban en procesión é iba la fervorosa muchedumbre gritando delante de él: «¡Viva nuestro Santo Patrono, que es tamaño como un pepino y hace más milagros que cinco mil demonios!», expresión sincera de la persuasión en que estaban de que su santo, si es lícito buscar ejemplos en lo profano para lo sagrado y en lo material para lo espiritual, así como tal máquina de vapor tiene fuerza mecánica de tantos miles de caballos, tenía fuerza taumatúrgica nada menos que de cinco mil demonios, á pesar de lo pequeño que era.

Lo que yo no he visto nunca, lo que no quiero creer, lo que me parece invención y habladuría de los pueblos cercanos para dar vaya á los de este pueblo, es el exceso de familiaridad con que trataban en ocasiones á su santo, llevándole, cuando no llovía, á una fuente que llaman el Pilar de Abajo, y zambulléndole allí para que lloviese, lo cual, se añade, no dejaba nunca de ocurrir en el acto ó pocas horas después. Sobre esto de la zambullida devota tengo yo mis dudas. Los lugareños de Andalucía son envidiosos y burladores, y pueden haberlo inventado sin fundamento.

No es, por desgracia, lo de la zambullida la única cantaleta que dan á los del lugar de que hablo. Como hay en él muchos rubios, y hubo hasta pocos años ha un rico convento de frailes dominicos,{14} los llaman, para exasperarlos, hijos del Padre Bermejo, lo cual ha ocasionado frecuentes pedreas entre muchachos de unos pueblos y otros, y mojicones, y á veces palos y hasta navajazos entre hombres, turbando la paz de que debe gozarse en ferias y romerías.

No es caso singular el que refiero. Apenas hay lugar en Andalucía contra el cual no se haya inventado algún chiste ofensivo en los lugares circunstantes. Del Viso, por ejemplo, se dice que es la tierra de las chimeneas, porque no las hay, y se pregunta si saben allí lo que son piñones, porque apenas si se produce algo más que piñones en todo su término. Sobre Valenzuela y Porcuna se difunden mil epigramas, porque no hay leña ni carbón en muchas leguas á la redonda, y se calientan y guisan con combustible poco oloroso. De Palma del Río aseguran que nadie almuerza allí más que naranjas, y que, no concibiéndose ni la mera posibilidad de que nadie almuerce otra cosa, hacen esta pregunta: donde no hay naranjas, ¿qué almorzarán? Á los de Tocina los embroman afirmando que la música de la misa mayor se acompaña con una guitarra, porque no hay órgano en la iglesia. Á los de Fuentes de Andalucía basta llamarlos de Fuentes de la Campana para que se enojen. De otro lugar donde hay una torre muy primorosa, se dice que á todo forastero que la ve y la admira, procuran los{15} naturales inculcarle en la mente que la dicha torre, está hecha allí.

Para no pecar de prolijo no pongo aquí mayor número de ejemplos. Basten los citados para comprender que no es desgracia única la del lugar á que voy aludiendo, y que está en las costumbres andaluzas el darse vaya y cantaleta con algo por el estilo.

Sea como se quiera, creo que debe y puede considerarse al Padre Bermejo como á un personaje patriarcal, raíz y tronco de toda una casta lugareña; y así, para distinguirla y nombrarla, sin proferir el verdadero nombre, que ya he dicho que debo callar por ciertos respetos, llamaré á aquellos lugareños los bermejinos, y llamaré Villabermeja al lugar en que viven.

Procedo en esto como los doctos historiadores de los tiempos heroicos, y noto en nuestros días, tratándose de lugares de corta población, lo mismo que sucedía en el albor de la historia, en los siglos dorados y poéticos en que los patriarcas vivieron. Perseo dió nombre á los persas, Heleno á los griegos ó helenos, Heber á los hebreos, Chus á los chusitas, Jafet á los jaféticos, y así discurriendo, hasta llegar á nuestro Padre Bermejo, de donde arranca la denominación de bermejinos.

No debe colegirse de lo dicho que el Padre Bermejo fuese un personaje real. Tal vez fué la prosopopeya{16} de todo un pueblo. Muchos sabios de ahora interpretan de esta suerte el nombre y la vida de algunos patriarcas citados en los primeros capítulos del Génesis. Tubalcain, pongo por caso, es para ellos, no un hombre que vive unos cuantos siglos, sino toda una raza humana: los turaníes, ó mejor diremos, un ramo ó varios ramos de los turaníes, llamados acadienses, protomedos, calibes y tibareños, los cuales fueron los primeros que trabajaron los metales y pasaron de la edad de piedra á la de bronce.

No faltan ejemplos tampoco de atribuir con malevolencia y en son de mofa un patriarca grotesco ó aborrecible á una nación ó casta. Los egipcios, v. gr., suponían que los hebreos nacieron en el desierto de un nefando consorcio de Tifón, dios del mal, cuando, caballero en una burra, iba huyendo de Horo, y no recuerdo bien si de su hermano Osiris, ya entonces resucitado. De este carácter malévolo se revisten, á no dudarlo, la fábula ó mito del Padre Bermejo y el apodo de bermejinos; pero no teniendo yo otro nombre mejor á la mano, repito que me he de permitir llamar Villabermeja al lugar que describo y bermejinos á sus habitantes, haciendo todas las salvedades posibles y jurando y perjurando que no trato de inferir la menor ofensa á mis semipaisanos.

Yo los quiero á todos muy bien; y además hay{17} entre ellos una persona cuyo carácter, entendimiento y afable trato me encantan, y á quien me honro en considerar como uno de mis mejores amigos.

Esta persona es conocida con el apodo de Don Juan Fresco, y así la llamaremos, seguros de que no lo tomará á mal. Don Juan Fresco es un verdadero filósofo.

Cuando chico le llamaban Juanillo. Se fué del lugar y volvió riquísimo, ya muy entrado en años y con un don como una casa. Atendidas la novedad y la frescura de este don, la gente dió en llamarle D. Juan Fresco, y no de otra suerte se le conoce y distingue.

Pasa con razón por un potentado; pero como no quiere mezclarse en política, ni en elecciones, ni en nada, no es el cacique como debiera serlo. Villabermeja, contra la costumbre y regla general de los lugares de Andalucía, está descacicada ó acéfala.

Al volver á su país natal, este varón excelente ha dado, en mi sentir, la mayor prueba de amor á la patria que puede imaginarse, ó cuando no, ha dado muestra de una portentosa despreocupación.

En cualquiera otra parte pasaría por un caballero; allí tiene por primos ó sobrinos al carnicero, al alguacil, á media docena de licenciados de presidio y á otra gente por el mismo orden. Pero de esto{18} no se le importa un ardite. ¿Merecería llamarse D. Juan Fresco si no tuviera tanta frescura?

Por el contrario, mi amigo D. Juan saca de lo desastrado de su familia ciertas deducciones lisonjeras. Asegura que no es casta la suya de ganapanes ó destripaterrones humildes, sino de gente del bronce, hidalga, de ánimo levantado, en quien prevalecen los bríos y el vivir heroico y el gran ser de los bermejinos de la Edad Media, que eran guerreros fronterizos de tierra de moros. Los Frescos, llamémoslos á todos así, no sirven para cavar: tienen que revestirse de la toga ó empuñar las armas, y por eso, no habiendo habido mejores medios de satisfacer tan nobles instintos, uno es carnicero, alguacil el otro, y no pocos se han echado al camino, en varias ocasiones, ya de contrabandistas, ya de desfacedores de agravios de la fortunilla ciega, enmendando, hasta donde les es dable, el mal repartimiento que de sus presentes y favores ella tiene hecho.

En tales razones funda D. Juan la apología de su familia; no sé aún si con toda seriedad ó de broma, porque es el mayor socarrón que he conocido en mi vida.

Tendrá ahora sus setenta años muy largos de talle; pero está más firme que un roble y más derecho que un huso: no le falta diente ni muela, y conserva todo su cabello, que, por ser rubio como{19} de legítimo bermejino, disimula ó encubre las canas. Monta á caballo como un centauro y dispara su escopeta con tanto tino como si poseyera las balas encantadas de Freischütz, ó fuera un Filoctetes á la moderna.

Don Juan vive con esplendidez nada común por aquellos lugares. Su casa está situada en la plaza, y como todas las de los ricos de por allí, se compone de dos: una destinada á la labranza, donde hay lagar, bodega, candiotera, molino de aceite, cochera, alambique y caballerizas; otra de comodidad y aparato, con patio enlosado, fuente y columnas de mármol, flores, muebles elegantes, y, ¡cosa extraña! una escogida y rica biblioteca. Esta biblioteca no es sólo de adorno. D. Juan lee mucho y sabe mucho también.

De su vida y del origen de su riqueza diré en resumen lo que él me ha contado, excitado por mí, porque es hombre que habla poco de sí mismo.

Nació casi con el siglo y no conoció á su padre. Su madre era viuda ó algo parecido á viuda. En estos pormenores no entra nunca D. Juan, á pesar de su filosofía.

A la edad de siete años ya se ingeniaba para contribuir con su óbolo al gasto de la casa. Ora cogía cardillos, espárragos ó alcauciles, que luego vendía; ora se encargaba de vender zorzales, anguilas ó zancas de ranas, que otros cazaban ó pescaban.{20} Más entrado en años, esto es, de diez á catorce ó quince, iba á escardar ó á coger aceitunas, y hasta llegó á cuidar de una piara de cerdos. En este último oficio le conoció su tío, el famoso cura Fernández, una de las mayores glorias del lugar.

La guerra de la Independencia había terminado; nuestro deseado Fernando VII reinaba ya, y el cura susodicho se reposaba sobre sus laureles y había depuesto las armas, después de haber sido, durante cinco ó seis años, en la serranía de Ronda, y por casi toda la extensión de las provincias de Córdoba y Málaga, caudillo animoso de una cuadrilla de patriotas, que los franceses apellidaban brigantes.

El cura Fernández había sido y era el clérigo más jaque, campechano y divertido de que puede jactarse Andalucía. Tocaba con primor la guitarra, cantaba como nadie la caña y el fandango, y tenía la corpulencia y los puños de un jayán. Nadie le había vencido jamás ni en tirar á la barra, ni en luchar á brazo partido, ni en pulsear, ni en poner los labios en el borde de una tinaja de 160 arrobas de vino, bien llena, y rebajarla medio dedo ó uno, sin que ni la cabeza ni el estómago padeciesen. Hablaba caló con primor, tenía una conversación muy amena, y contaba mil chascarrillos graciosos.{21}

No se crea, sin embargo, que era un cura inmoral é ignorante. Si era un Viriato de sotana, bajo las apariencias de bandolero había en él un fervoroso católico, un buen sacerdote y un humanista, teólogo y filósofo muy instruído. Hablaba latín con la misma facilidad que castellano, aunque todo con ceceo y acento andaluces. Era terrible en las controversias, argumentando en materia y en forma, como ninguno de su tiempo; y, aunque tomista y escolástico, conocía el movimiento filosófico de los últimos siglos, desde Descartes hasta Condillac, y los más recientes sensualistas y materialistas franceses, á quienes refutaba.

Acabada la guerra, el cura Fernández, que aun no era cura, aunque le llamaban así, se retiró á Archidona, donde daba lecciones de Latín y de Filosofía, auxiliando más bien que compitiendo con los escolapios. El Obispo de Málaga fué por allí á hacer su visita pastoral; y si bien había sido compañero de seminario de Fernández, fijó poco en él su atención. Fernández no se picó, conociendo que las preocupaciones y cuidados del Obispo tenían la culpa de todo; pero, como era chancero y alegre, quiso embromar á su antiguo condiscípulo, proporcionándose también ocasión de tener con él una larga entrevista. Cuando el Obispo salió en coche de Archidona para proseguir su visita, ya el cura Fernández había salido y le estaba{22} aguardando en la Peña de los Enamorados. Iba el cura con traje de campo muy majo; se había puesto unas patillas postizas de boca de hacha, y llevaba como acólito á un foragido, á quien con sus amonestaciones había traído á mejor vida, alcanzando su indulto. El foragido, ya con esta jubilación, se empleaba en hacer de ángel; esto es, en acompañar á viajeros tímidos ó inermes, á fin de salvarlos en cualquier mal encuentro que en el camino se les ofreciera.

Tanto el cura Fernández como su compañero iban en esta ocasión para poner miedo en los pechos más valerosos: ambos á caballo y con sendos trabucos.

Salieron, pues, de improviso al camino, cuando pasó el coche de su Señoría Ilustrísima; desarmaron con rapidez á los dos escopeteros que iban custodiándole, y el ángel dijo con buenos modos al Obispo que echara pie á tierra. Obedeció el santo varón y bajó con su secretario, aunque bastante atribulado. Extraordinaria fué su consolación y grande su contento cuando el cura Fernández se quitó las patillas postizas y procedió á la anagnórisis ó reconocimiento, mostrándose como condiscípulo afectuoso y lleno de respeto, que sólo deseaba echar un filete á la amistad y tener un rato de palique. Llevó el cura al Obispo á una especie de tienda de campaña que á un lado del camino tenía{23} preparada, y allí le regaló con rosoli y mistela, con bizcochos y mostachones, y con rosquillos de Loja, que son los más delicados que se comen.

Estuvo tan discreto el cura Fernández, lució tanto en la conversación y dijo tan buenas cosas, así de filosofía como de teología, que el Obispo salió encantado y halló agradable hasta el susto que había recibido.

Pronto, con la protección del Obispo, llegó el cura Fernández á ser cura en Málaga, en el barrio del Perchel, donde tenía feligreses muy á propósito para que él los catequizara, y ovejas levantiscas que bien requerían pastor de sus hígados y arrestos.

Siendo cura en Málaga, vino Fernández á Villabermeja á ver á los de su familia y á respirar los aires patrios. El sobrino porquerizo le pareció despejado y apto para cualquier cosa, y llevósele á Málaga consigo. No se engañó el cura. Su sobrino aprendió á escape cuanto él sabía y más, así de música como de gimnástica, esto es, así de ejercicios corporales como de ciencias y letras. El cura Fernández estaba embelesado de transmitir con tanta prontitud su saber y de ver qué sobrino de tanto mérito era el suyo, por lo cual quiso que se hiciera clérigo, seguro de que llegaría á obispo cuando menos; pero D. Juan no tenía vocación y declaró repetidas veces que no le llamaba Dios por dicho camino.{24}

Toda su pasión era ver mundo y buscar aventuras, recorriendo tierras y mares. Merced al influjo del tío, entró, pues, en el colegio de San Telmo, donde, á los cuatro años, salió consumado piloto.

Las navegaciones de D. Juan, durante largo tiempo, compiten con las de Simbad, y si, como sospecho, él las tiene escritas, serán libro de muy sabrosa lectura el día en que se publiquen. Por ahora sólo importa saber que, habiendo llegado D. Juan Fresco, en Lima, al apogeo de su reputación, fué nombrado capitán de un magnífico navío de la compañía de Filipinas, que debía hacer varias expediciones á Calcuta con ricos cargamentos. Había entonces piratas en los archipiélagos de la Oceanía. La tripulación del navío era harto heterogénea y nada de fiar; los marineros, malayos; chinos los cocineros y calafates; el contramaestre, francés; inglés el segundo, y sólo cuatro ó cinco españoles. Con esta torre de Babel ambulante y flotante, hizo D. Juan tres viajes felices á las orillas del Ganges, donde, mientras se despachaba el navío y se preparaba y cargaba para la vuelta, vivió como un nabab, yendo en palanquín suntuoso, servido por lindas muchachas, querido de las bayaderas, cazando el tigre sobre los lomos de un elefante corpulento, y siendo agasajado por los más poderosos comerciantes{25} de aquella plaza opulenta, emporio del extremo Oriente.

Como, á más de un sueldo crecido, tenía derecho á llevar una gran pacotilla, D. Juan acertó á hacer su negocio, y á la vuelta á Lima de su tercer viaje se encontró millonario.

La independencia del Perú le obligó á escapar de aquel país con otros muchos españoles; pero, en vez de volver á Europa, se quedó en Río Janeiro, donde abrió casa de comercio. Cansado, por último, de vivir en tierras lejanas, volvió D. Juan á Europa; y después de viajar por Alemania, Francia, Italia é Inglaterra, el amor del suelo nativo le trajo á Villabermeja, donde yo le he conocido y tratado.

Ha comprado cortijos y olivares y viñas, y está hecho un hábil labrador. Nadie descubrirá en él al antiguo y audaz marino. Apenas habla de sus viajes y aventuras.

Ha permanecido soltero toda su vida, y no es de temer que al cabo de ella haga la locura de casarse.

D. Juan Fresco es la providencia de toda su fresca y numerosa familia, si bien no parece hombre de mucha ternura de corazón. Jamás le oí, durante meses, recordar amores ni amistades, ni de América, ni de la India, ni de ninguna parte. A la única persona que recordaba á cada momento, con verdadera{26} efusión de gratitud y cariño, era al cura Fernández, que murió en Málaga querido de todos, pobre porque daba de limosna cuanto tenía, y digno de ser canonizado, si hubiera sabido guardar mejor las que, valiéndonos de un galicismo, se llaman hoy conveniencias; pero como contaba chascarrillos poco decentes á veces, y había hecho la guerra, y había dado bromas como la que dió al Obispo, y hasta más pesadas, era harto difícil la canonización.

A pesar de la idolatría que profesaba D. Juan á su tío, no me atrevo á afirmar que le imitase en punto á ser religioso y buen católico. D. Juan era positivista. Sólo daba crédito á lo que observaba por medio de los sentidos y á las verdades matemáticas. De todo lo demás nada sabía, nada quería saber; hasta negaba la posibilidad de que nada se supiese. Era, no obstante, muy aficionado á las especulaciones y sistemas metafísicos, y le interesaban como la poesía. Los comparaba á novelas llenas de ingenio, donde el espíritu, la materia, el yo, el no-yo, Dios, el mundo, lo finito y lo infinito, son las personas que la fantasía audaz y fecunda del filósofo baraja, revuelve y pone en acción á su antojo. D. Juan, no obstante, distaba mucho de ser escandaloso ni impío. Aunque para él no había ciencia de lo espiritual y sobrenatural, esto no se oponía á que hubiese creencia. Por un esfuerzo de{27} fe, entendía D. Juan que podía el hombre ponerse en posesión de lo que el discurso no alcanza, y elevarse á la esfera sublime donde por intuición milagrosa descubre el alma misterios eternamente velados para el raciocinio.

Cuando yo estaba en Villabermeja solía dar largos paseos por las tardes con D. Juan Fresco, viniendo luego á reposarnos los dos en un sitio llamado la Cruz de los Arrieros, á la entrada del lugar. Esta cruz de piedra tiene un pedestal, de piedra también, formado de gradas ó escalones. Allí, al pie de la cruz, nos sentábamos ambos.

A veces nos acompañaba Serafinito, joven de veintiocho á treinta años, soltero, huérfano de padre y madre, bastante rico para lo que es la riqueza de los lugares, y muy dulce de carácter, aunque melancólico y taciturno.

Desde la Cruz de los Arrieros, sostenía D. Juan Fresco que se disfrutaba de la vista más hermosa del mundo. Yo me sonreía y le miraba con atención para ver si se burlaba al afirmar aquello. En su rostro no se notaba la más ligera señal de que hablase irónicamente ó de burla. Era, sin duda, una alucinación patriótica.

Una tarde del mes de Septiembre, D. Juan, Serafinito y yo estábamos sentados al pie de la Cruz de los Arrieros. El sol se había ocultado ya detrás de los cerros que limitan la vista por la parte de{28} Poniente, y había dejado el cielo, por todo aquel lado, teñido de carmín y de oro. Sobre los cerros que están á espaldas del lugar, y aun sobre el campanario, mientras que yacía en sombras todo el valle, daban aún los rayos oblicuos del sol, reflejando esplendorosamente en la pulida superficie de las peñas que coronan la cima de dichos cerros. Pocas y blancas nubes turbaban el limpio azul de la bóveda celeste, vagando á merced de un viento manso y arreboladas y luminosas con los reflejos del sol. La luna mostraba ya su rostro pálido muy alto sobre el horizonte, y algunos luceros empezaban á columbrarse en la región más obscura del éter y más apartada del disco solar.

Por el lado por donde la vista, en este bajo suelo, podía espaciarse más, se espaciaba una legua. Los cerros terminan allí el horizonte. Paz suave reinaba por donde quiera.

Los olivares y las viñas cubren la mayor parte del terreno cultivable. Los peñascos áridos, que forman las cumbres, no tienen cultivo ni pueden tenerle. Las diversas heredades y haciendas están separadas entre sí, y de los caminos y veredas, por vallados de zarzamora y pitas. Tal vez, en los terrenos más fértiles y húmedos, se muestran en estos vallados la madreselva, el granado y las mosquetas. En los sitios más resguardados del frío invernal crece también y fructifica la higuera chumba.{29}

Las hazas del ruedo y demás tierras de pan llevar estaban ya segadas, y sobre la negrura de la tierra amarilleaban el rastrojo, los cardos y toda la yerba seca, que el polvo y los ardores de la canícula habían hecho como yesca. En algunos puntos habían sido incendiados los rastrojos, y la llama corría formando una línea tortuosa, dejando negro el suelo en pos de sí y levantando densa humareda.

La viña, que es el plantío que allí más abunda, verdeaba aún cubierta de pámpanos lozanos. Estaban ya vendimiando, y por varias sendas y caminos venían al lugar carros y reatas de mulos con el último acarreo de uva de aquel día, que había de quedar amontonado en los lagares para empezar á pisar en la madrugada siguiente. Volvían asimismo á descansar de sus trabajos los vendimiadores, y de vez en cuando se oía una canción alegre, cantada en coro, ó se escuchaba allá á lo lejos una copla de playeras con que distraía sus pesares un arriero que tornaba solo con su recua de alguna expedición, ó un gañán que volvía de arar con los bueyes ó las mulas uncidas aún al arado.

En las cañadas hay arroyos cuyas orillas están cubiertas de mimbrones, álamos blancos y negros, adelfas, juncos, mastranzos y otras yerbas de olor. Hay asimismo ocho ó nueve huertecillos, que no tiene el mayor una fanega de tierra; pero esta tierra{30} está bien aprovechada, y se alzan en ella nogales gigantescos, higueras pomposas, que dan los más dulces higos que se comen en el mundo, y otra multitud de frutales.

El arroyo más caudaloso de la cercanía está á un cuarto de legua de la población, y las mozas que iban allí á lavar, volvían también, terminada ya su faena, con el lío de ropa lavada puesto sobre la cabeza, y con la alegría de la juventud en el alma y el donaire y el brío campesino en todos los gallardos y libres movimientos del cuerpo, bien dibujadas sus formas robustas y elegantes bajo los pliegues de las breves y ceñidas enaguas de percal ó del más ceñido y corto refajo de amarilla bayeta antequerana.

D. Juan Fresco contemplaba toda esta escena como en éxtasis, y se ratificaba más y más en que Villabermeja y sus alrededores eran lo mejor del mundo. Creció su entusiasmo, recordando los mejores años de su vida, al ver cierta polvareda que se levantaba en el camino principal. Á poco se empezaron á oir mil regocijados gruñidos en todos los tonos, desde el más tiple al más bajo, y luego se distinguió una floreciente piara de cochinos de todas edades y de ambos sexos, guiada por un hábil zagalón de catorce á quince años. Cada vecino del lugar, cada bermejino, tenía alguna dulce prenda en aquella piara, tenía el futuro regalo suyo y de{31} toda su familia entre aquellos sabrosos mamíferos, que habían de convertirse en jamón, tocino, morcillas, longaniza, lomo en adobo, manteca y otros artículos, custodiados en la despensa y preparados para todo evento digno de celebrarse y para cualquier día en que acude un huésped á la casa ó repican recio é importa echar el bodegón por la ventana.

Bastaba el zagalón para ser capitán de aquella tropa, cuya disciplina era admirable. Ningún cerdo se descarriaba jamás. No bien llegaban todos á las primeras casas, tocaba el pito el zagalón, y la piara se dispersaba en seguida, trotando y galopando cada uno de los que la componía y cruzando calles y callejuelas hasta meterse en la casa de su amo, saltar por el zaguán y la cocina baja, sin cuidarse de no echar á rodar cualquier trasto que encontrase por medio, y parar sólo en el corral, donde nunca faltaba su pocilga ó lagareta.

Pasado un poco el éxtasis de D. Juan, no pude menos de decirle:

—Confieso con franqueza que cada día me maravillo más del sincero entusiasmo que tiene usted por Villabermeja. Se comprende que por ser el pueblo de V. le guste más que ningún otro, que viva V. en él contentísimo, que prefiera esta rustiquez á todos los esplendores y á todas las elegancias de Madrid ó de París. Lo que no se comprende es la{32} ceguedad con que un hombre que no es como muchos bermejinos, que jamás salieron de aquí, sino que ha visto las más bellas comarcas del globo, se empeñe en sostener que este paisaje es superior en hermosura á todo lo que ha visto.

—¿Qué quiere V., amigo mío?—contestó don Juan Fresco.—Yo no digo que esto sea mejor que todo, sino que tal me lo parece. Mis viajes y mis estudios, y el haber visto la bahía de Río-Janeiro y las costas fertilísimas que la circundan, y sus lagos interiores, y las cien islas de la bahía enorme llenas de perenne verdura, y sus sierras gigantescas, y sus florestas seculares, y sus bosques fragantes de naranjos y limoneros, y el haber vivido en las orillas feraces del Ganges y del Brahmaputra, con sus pagodas, palacios y jardines, y el haber visitado las márgenes del golfo de Nápoles, tan risueño y lleno de recuerdos clásicos, no destruyen en mí la arraigada condición del bermejino, quien jamás cree ni confiesa que haya nada más bello, ni más fértil, ni más rico que su lugar y los alrededores de su lugar. ¿Qué me importa á mí que el horizonte sea aquí mezquino? Mejor: más allá de ese horizonte pongo con la imaginación lo que se me antoja. Si quiero ver en realidad, no ya lo grande, sino lo infinito, ¿no me basta con alzar los ojos al cielo? ¿Desde qué punto penetra más la vista en las profundidades de sus abismos, que desde aquí, donde el{33} aire es diáfano y puro, y rara vez las nubes se interponen entre mis ojos y las más remotas estrellas? Además, aunque sea pequeña la extensión de tierra que abarco con los ojos, ¿no la agranda el conocerla toda punto por punto y el poblarla de memorias y de casos, mil veces más interesantes para mí que los de Rama, Crishna y Buda en la India, y los de Eneas, Ulises y las Sirenas en Nápoles? ¿Qué encanto no tiene el poder exclamar, como exclamo: Cuantos olivos se divisan por toda aquella ladera los he plantado yo mismo; todo aquel viñedo es también creación mía; aquella casería colorada es la de mi amigo Serafinito y sé cuántas tinajas de vino da cada año; más allá blanquean las tierras de la capellanía de V., que son algo calizas; aquel huerto le tuvo arrendado mi madre, y allí pasé algunos de los mejores años de mi niñez? ¿Ve V. aquel cañaveral que está en medio del huerto, á orillas del arroyo?—Y D. Juan Fresco señalaba con el dedo.

—Sí le veo,—contestaba yo.

—Pues allí tuve yo la primera revelación de la belleza artística, la inspiración primera, mi mayor triunfo y la satisfacción del amor propio más pura, más completa y más sin pecado que he tenido en la vida.

—¿Cómo fué eso?—preguntó Serafinito.

—El cañaveral—respondió D. Juan,—está ahora como á principios del siglo presente, cuando tenía{34} yo diez años ó menos. Yo era entonces tan ignorante, que más no podía ser: no sabía leer ni escribir, ni tenía idea cierta de nada. Me figuraba el cielo como una media naranja de cristal, donde estaban clavadas las estrellas á manera de clavos, y por donde resbalaban la luna, el sol y algunos luceros, movidos por ángeles ú otras inteligencias misteriosas. En el seno de la tierra suponía yo un espacio infinito; unas cavernas sin término, un abismo sin límites, lleno de diablos y condenados; y más allá de la bóveda celeste, otro infinito de luz y de gloria, poblado de santos, vírgenes y ángeles, y donde había perpetua música, con la que se deleitaban el Padre Eterno y toda su corte. Según la creencia general de los de mi pueblo, estaba yo persuadido de que precisamente encima de Villabermeja, que es donde más se eleva la bóveda azul, estaba el trono de la Santísima Trinidad. La música celestial era allí mejor que en ningún otro confín de los cielos; y yo me recogía en el silencio de las siestas, y me retiraba al cañaveral, y cerraba los ojos, y reconcentraba todos mis sentidos y potencias á ver si lograba oir algo de aquella música, que no imaginaba muy distante. Á tal extremo llegó mi entusiasmo, que pensé oirla algunas veces. Yo era aficionadísimo á la música, y si mi manía de ver mundo y mi vida agitada de marino y de comerciante lo hubieran consentido, quizás hubiera sido un excelente{35} artista. Lo cierto es que un día corté una caña del cañaveral; hice varios canutos, y á fuerza de pruebas y tentativas, ya horadando con mi navajilla los canutos de un modo, ya de otro, acerté á dar su justo valor á cada nota, y logré formar una acordada y sonora flauta, con la que tocaba cuantas canciones había oído, y muchas sonatas que se me figuraba que no había oído jamás en el mundo, porque las inventaba yo mismo ó eran como reminiscencias vagas de la música del cielo que había logrado oir en mis arrobos. Mi invención de la flauta y mi habilidad para tocarla fueron muy celebradas en todo el lugar, y me valieron un millón de besos de mi pobre madre. Consideren ustedes ahora si, teniendo éstos y otros recuerdos aquí, no me han de parecer Villabermeja y sus alrededores más hermosos que todas las zonas habitables del globo terráqueo.

Nada tenía que replicar á esto Serafinito, más convencido que el propio D. Juan de todas las excelencias de Villabermeja. Sólo yo replicaba; pero D. Juan Fresco me sellaba los labios con nuevos argumentos, en los que aparecía un carácter poético que jamás había yo sospechado en aquel hombre.

En vista de esto, dí otro giro á la conversación diciendo á D. Juan:

—No quiero disputar más con V., y doy por valederas{36} y firmes las razones que alega, á pesar de ser tan sofísticas. De lo que me permitirá V. que hable es de la extrañeza que me causa ver á usted lleno de un sentimentalismo tan subido de punto y de tantas ilusiones poéticas, impropias de un positivista.

—Paso por lo del sentimentalismo—replicó don Juan.—Jamás he presumido de tener el alma de alcornoque, si bien no me jacto tampoco de tierno de corazón. En lo que no convengo es en lo de las ilusiones. En mi vida tuve ilusiones, ni quise tenerlas, ni me he lamentado de esta falta, ni he llorado el haberlas perdido. Nada me repugna tanto como las ilusiones.

—¿Cómo que no tiene V. ilusiones? ¿Pues acaso no se apoya un poco en ilusiones su amor de V. á este lugar?

—No se apoya este amor en ilusiones, sino en realidades. Discutir sobre esto sería, con todo, volver al tema de la primera disputa, y no quiero volver. Quiero, sí, demostrar á V. que no tengo ilusiones y que me importa no tenerlas: que no hay mal mayor que tener ilusiones.

—Pues qué—dijo entonces Serafinito,—¿será un absurdo lo que dice el poeta:

Las ilusiones perdidas
Son las hojas desprendidas
Del árbol del corazón?

{37}

—El dicho del poeta no es absurdo—contestó D. Juan Fresco,—si se entiende de cierta manera; pero convengamos en que todo el género humano nos está aburriendo en el día con tanto lamentar la pérdida de sus ilusiones, las cuales bien pueden ser hojas del árbol del corazón, mas no son ni el fruto sazonado ni las flores fragantes y salutíferas.

—¿Qué entiende V. por ilusiones?—dije yo.

—Un concepto sugerido por la imaginación, sin realidad alguna—contestó D. Juan.—Ilusión equivale á error ó mentira. Perder las ilusiones es lo mismo que salir del error y alcanzar la verdad. Y la adquisición de la verdad, que es el mayor bien que apetece el entendimiento, no debe deplorarse.

—Me parece que V. se contradice. ¿No nos decía V., poco há, como sintiendo haber perdido aquella ignorancia, que su ignorancia de niño le hacía ver entonces el cielo y la tierra de cierto modo poético? Claro está que, con el saber de V. en el día, no verá ni la tierra ni el cielo del mismo modo.

—Sin duda que del mismo modo no los veo. Pero ¿de dónde infiere V. que los veo ahora de un modo menos poético que entonces? ¿En qué se opone á la poesía, no ya mi poco de ciencia, sino toda la ciencia que atesoran y resumen cuantas academias y universidades hay en el mundo?{38} Para saber yo que una ilusión es ilusión, y perderla ó desecharla, importa que la ciencia me demuestre su vanidad y su falsedad, y aún no me ha demostrado la ciencia la vanidad ni la falsedad de ninguna ilusión cuya pérdida merezca ser llorada. Otro poeta ha dicho: El árbol de la ciencia no es el árbol de la vida; pero yo sostengo lo contrario: el árbol de la vida es el árbol de la verdadera ciencia.

—No comprendo bien sus pensamientos de usted.

—Veamos si los comprende V. ahora. Dígame V.: el concepto de lo conocido por la experiencia en el día, ¿no es mayor, más bello y más sublime que el concepto de lo conocido y sabido por experiencia en cualquier época de la historia, anterior á ésta en que vivimos?

—Eso no se puede negar procediendo de buena fe. V. habla sólo de lo conocido por experiencia. Lo malo está en que, al conocer por experiencia, se pierde la facultad de imaginar y de creer, y de esto nos lamentamos.

—Veo, pues, que V. conviene, como no puede menos de convenir, en que lo conocido ahora por experiencia vale más que lo antes conocido. Debemos presumir, por lo tanto, que mientras más se conozca, más bello, más sublime, más noble será el concepto de las cosas todas, en cuanto conocidas.{39}

—¿Pero lo imaginado en ellas no desaparece?—repliqué yo.

—¿Por dónde ni cómo ha de desaparecer? Aunque yo vea ahora el cielo como un espacio inmenso y los astros separados unos de otros por distancias enormes, más allá de donde llegan los ojos y el telescopio, ¿no me queda campo en qué imaginar lo que guste y creer en lo que quiera?

—Al menos me concederá V. que tendrá que poner muy lejos, muy lejos, cuanto imagina ó cree.

—Pues se equivoca V. también en eso, porque no se lo concedo. ¿Qué es lo que yo veo y noto, qué es lo que yo averiguo por experiencia, sino algo de extrínseco y somero? De accidentes sé algo; pero la misteriosa esencia de los seres, ¿quién la ve y quién la conoce? ¿Son tan torpes y necias las ondinas y las sílfides, que se dejen aprisionar por el químico para que, al descomponer el agua y el aire, haga su análisis en retortas y alambiques? ¿Qué microscopio, por perfecto que sea, podrá descubrir el espíritu de vida que fecunda los estambres de las flores y pone en ellos el polen amoroso? El duende, el genio, el demonio que me inspira, que directamente se entiende conmigo, que toca sin intermedio en mi alma y se comunica con ella, ¿á qué ley de física ó de matemáticas obedece? ¿Dónde está la demostración que me{40} pruebe su no existencia? ¿Quién midió jamás y señaló los linderos de la percepción humana, hasta el punto de afirmar: nadie ve ó advierte más allá? No sólo con el sentido interior, sino con los exteriores, ¿ha demostrado alguien que no haya personas que vean y sientan y se comuniquen y traten con otras inteligencias ocultas? ¿Pues qué, no es inexplicable en el fondo el que V. y yo nos entendamos hablando, revistamos nuestro pensamiento de una forma sensible y nos le transmitamos, no en realidad, sino en un signo material y convencional que le representa, y que se llama palabra, y que es un mero son que agita el aire, y por medio de sus vibraciones llega á nuestros oídos? ¿Quién sabe cómo se entenderán y con quién se entenderán otras personas? Se habla de continuo de lo sobrenatural y de lo natural, como si se conociera perfectamente la distinción, ó se marcara el término ó la raya, que separa lo uno de lo otro, como si hubiésemos explorado en lo extenso y en lo intenso á la naturaleza. No, amigo mío: la frontera entre lo natural y lo sobrenatural ó no existe ó está borrada. Donde ponemos mugas y señales y hacemos apeo y demarcación es sólo entre lo sabido y lo ignorado, lo cual es muy diferente. Nada más infundado, por lo tanto, que llamar edades de la fe á las antiguas edades y edad de la razón á la nuestra, contraponiendo la razón á la fe, como si{41} el imperio de la fe, que es infinito, se menoscabase en lo más mínimo con las conquistas y anexiones que la razón va haciendo en su pequeño imperio. Ciertas ilusiones, que no lo son, no se pierden, pues, con la ciencia. Al contrario, la grande y efectiva ilusión está en creer que la ciencia mata lo que vemos con la fantasía ó con la fe, calificándolo de ilusiones. Esta es una ilusión de la vanidad científica. Tal vez sea la más perjudicial de todas las ilusiones, aunque no es la más bellaca.

—¿Cómo es eso?—dijo Serafinito.—¿Con que tener ilusiones es una bellaquería?

—Casi siempre—replicó D. Juan.

—V. habla así—dije yo,—porque llama ilusiones á las malas, y no á las buenas.

—Ya he dicho que no me ha probado nadie todavía, que esas que llama V. ilusiones buenas, nacidas de la fe, de un alto sentimiento religioso ó de una bien ordenada y discreta fantasía poética, sean tales ilusiones en lo esencial. Quedan, pues, ilusiones malas, ó dígase verdaderas ilusiones. Contra éstas combato, y afirmo que no las he tenido nunca, y que si las hubiese tenido alguna vez, no me quejaría de perderlas.

—Ponga V.—dijo Serafinito,—algunos ejemplos de esas ilusiones.

—Nada más fácil—contestó D. Juan.—Hay una señorita en Madrid, elegante, algo coqueta, no muy{42} rica, y que ha llegado á cumplir veinticinco años sin casarse. Las ilusiones de esta señorita consistían en coger un marido rico, titulado si fuese posible, sufrido de condición, poco gastador á fin de que ella lo pudiese gastar todo ó casi todo, etc., etc. Como estas ilusiones no se han realizado, la señorita exclama á cada momento que ya no hay amor en el mundo; que pasaron los tiempos de Isabel y Marsilla y de Julieta y Romeo; que vivimos en un siglo de prosa y que ha perdido las ilusiones. Hay una dama casada con un funcionario público, cariñoso, afable, buen papá, marido tierno y enamorado; pero da la maldita casualidad de que uno de sus compañeros, quizás con menos sueldo y quizás con más intermedios de cesantía, se arregla de suerte que tiene para butacas en los teatros, y para más moños y trajes, y tal vez hasta para el palco en la ópera ó para ir á Biarritz á veranear, mientras que él trabaja que trabaja siempre, y sin salir de apuros y ahogos. La dama, que en vista del ejemplo se había forjado sus ilusiones, conoce al cabo que es imposible hacer carrera con su marido, y las pierde. Desde entonces se lamenta á cada instante de que no ha realizado su ideal, de que los maridos son monstruos ó zotes, de que la poesía del hogar doméstico no es dable en esta edad infecta en que vivimos, y de que ya no volverán á la vida Baucis y Filemón. Entra á servir en cualquiera casa{43} una cocinera. El ama toma la cuenta todos los días, y procura, informándose de los precios, que la cocinera sise lo menos posible. La cocinera pierde entonces sus ilusiones; dice que la hidalguía, el desprendimiento, la magnanimidad de los señores bien nacidos pasaron para siempre, y que ahora vivimos en un siglo metalizado, ruín, plebeyo y cicatero. Va á Madrid un joven bien plantado, chistoso, ameno, que se viste con el mejor sastre y se pasea en la Castellana. No se enamoran de él las duquesas ni las marquesas; las ricas herederas le dan calabazas, y sólo se le muestra propicia, si acaso, la hija del ama de la casa de huéspedes donde vive. Este joven pierde también sus ilusiones, y decide que las mujeres del día no tienen más que vanidad y soberbia y carecen de corazón. Pierden, por último, las ilusiones, el coplero insufrible que presume de poeta y no haya quien lea sus versos; el periodista ambicioso que no llega á ministro; el autor dramático que es silbado; el médico que no tiene enfermos; el abogado que no tiene pleitos; el hipócrita á quien no creen sus embustes, y hasta el que juega á la lotería y no saca el premio gordo. Para todos éstos la corrupción de nuestro siglo es espantosa, la falta de ideal evidentísima, la carencia de religión horrible, y un destino ciego y perseguidor de la virtud gobierna y dispone los acontecimientos humanos.{44}

—Infiérese de cuanto V. alega, que sólo los tunantes, torpes ó desdichados, tienen ilusiones y las pierden.

—Son los que más ilusiones tienen y las pierden—prosiguió D. Juan contestando á mi interrupción.—No niego, sin embargo, que hay multitud de personas honradas que se forjan ilusiones y que se lamentan luego de haberlas perdido; pero si no implica falta de honradez el tener cierta clase de ilusiones y el lamentar su pérdida, implica al menos falta de juicio y poca entereza de carácter.

—Aclare V. eso también con ejemplos,—dijo Serafinito.

—Voy á aclararlo. Hay una señora pobre y muy virtuosa y honesta, que sabe resistir á toda seducción, y que sufre con su marido molestias y privaciones sin cuento; pero pasan los años, no la saludan con más respeto á causa de su honestidad, porque la fama no ha de ir publicándola á son de clarín, y nadie le da joyas, ni palco, ni coche, porque eclipse á Lucrecia; de manera que sigue tan desvalida y poco considerada como antes. Aquí encaja entonces el que la buena señora empiece á rabiar, á lamentarse de que ha perdido las ilusiones, y á decir que la sociedad es un lupanar inmundo, donde sólo las malas mujeres consiguen ir en landó y vestir sedas y encajes, y adornarse con diamantes y perlas. Las ilusiones de esta señora habían{45} consistido en creer que la virtud podría y debería traer satisfacciones de amor propio y ventajas y regalos materiales, como si la virtud, con tan vil precio, fuese verdadera virtud, y proporcionando su ejercicio lo que la señora quería, no viniese á ser prenda de los más bribones. Este segundo modo de ilusionarse es una terrible enfermedad que se apodera á veces de generosos y nobles espíritus, aunque falsos y extraviados. Consiste en rebajar las más nobles prendas y excelencias de nuestro ser buscándoles una finalidad vulgar, queriendo convertir en útil lo bello ó lo sublime. La virtud, el genio, la ciencia, la poesía, podrán ser útiles en ocasiones al individuo que los posee, pero no es su fin principal la utilidad. Es más: el que se propone sacarla de su virtud, de su ciencia ó de su poesía, deja al punto de ser sabio, virtuoso ó poeta. Para fines bajos importa emplear bajos medios: los medios elevados conducen sólo á fines que lo son también.

—Pero, ¿y el trabajo, la constancia, el valor y la economía, no son virtudes, y no son nobilísimas virtudes, y no son ellas las que procuran el bienestar material?

—Sin duda que á veces le procuran para el individuo, y siempre para la sociedad entera; pero yo hablo de otras virtudes más altas, más espirituales, y por lo mismo más fáciles de imaginar que{46} las tiene uno sin tenerlas. De modo que en este orden de ilusiones hay dos grados: primero, el de atribuirse las tales virtudes; y segundo, el de empeñarse en que han de tener un valor en el comercio y se han de cotizar en la Bolsa.

—Según V., por consiguiente—interrumpió Serafinito,—es verdadero el refrán que dice: Honra y provecho no caben en un saco.

—Lo que yo afirmo nada tiene que ver con el refrán. El refrán es falso. En mil honrados oficios puede cualquier hombre honrado sacar provechos y no pocos. Harto me aproveché yo de la fortuna, y disto mucho de creerme sin honra. Lo que yo afirmo es que hay prendas de entendimiento y de carácter, y obras humanas de tal excelsitud, que no miran al provecho, ni pueden ni deben pagarse; y condeno las ilusiones de los que poseen ó creen poseer esas prendas y obrar esas obras, y piden la paga y se desesperan porque no la reciben. Coincide con esto, en la mente de los así ilusionados, un concepto pueril del orden del mundo y de la Providencia divina, la cual ha de estar siempre premiando al bueno y castigando al malo, y disponiendo las cosas de suerte que lo pasemos muy bien. Los que así discurren están de continuo pleiteando con Dios y pidiéndole cuenta de todo. ¿Para qué me criaste? ¿Por qué he de morirme? ¿Por qué me he de poner viejo? Esta muela, ¿por{47} qué me duele? Este mosquito, ¿por qué pica y arma una música tan molesta? ¿Por qué las perdices no se vuelven todo pechuga? ¿Por qué ha de tener el jamón menos magras que tocino y hueso?

—Vamos—dije yo sonriéndome,—lo que deduzco de todo es que á mi amigo D. Juan le ha pasado algo desagradable con alguien que tenía ilusiones ó que se lamentaba de haberlas perdido, y por eso declama tanto contra el tener y perder ilusiones.

D. Juan Fresco puso una cara tan grave al oir mis palabras que me pareció otro; puso una cara hasta melancólica, y exclamó dando un suspiro:

—Es verdad: algo desagradable, y más que desagradable, me ha pasado. ¡Malditas sean las ilusiones! ¡Infeliz doctor Faustino!

No bien pronunció este nombre, Serafinito, que ya estaba muy cabizbajo y triste, se echó á llorar como un niño de siete años.

Aumentada con esto mi curiosidad, pregunté á D. Juan quién era el doctor Faustino, que tan dolorosos recuerdos suscitaba.

D. Juan entonces prometió contarme la historia del mencionado doctor, y cumplió su promesa, no estando presente Serafinito para que no llorase.

La narración de D. Juan Fresco, arreglada luego á mi modo, es la que voy á referir; pero entiéndase{48} que no pretendo probar, al referirla, ninguna tesis contraria á las ilusiones.

D. Juan Fresco sigue su opinión y yo la mía, que aquí no es del caso.

Yo, terminada esta introducción, me retiro de la escena donde me he entrometido como personaje secundario, y me limito á mero narrador de los sucesos.{49}

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I.

LA ILUSTRE CASA DE LOS LÓPEZ DE MENDOZA

Villabermeja, como ya queda indicado, ha sido por más de dos siglos lugar fronterizo de tierra de moros.

Aun está en pie el castillo ó fortaleza que tenía allí el duque, señor del lugar. Los negros y espesos muros de toscas piedras, las almenas encumbradas, los torreones cilíndricos, todo subsiste aún. Un arco, en cuyo seno hay un pasadizo, pone en comunicación el castillo con la iglesia. Esta es, con todo, mucho más moderna que el castillo, y bastante posterior á la época guerrera de los bermejinos. Cuando andaban batallando sin reposo contra los moros de Granada, se encomendarían á Dios en el castillo mismo ó en medio de los campos. Después de la conquista de Granada fué, sin duda, cuando se pensó en la iglesia, y vinieron{50} á edificarla los hijos del glorioso padre Santo Domingo.

La casta belicosa de los bermejinos fué desde entonces doblando poco á poco el cuello al yugo de la teocracia frailuna, y de aquí proviene, en mi sentir, el chiste de hacerlos descender del padre Bermejo.

Durante los siglos de la monarquía absoluta, aquel lugar de hidalgos peleadores se amansó, se emplebeyeció y se democratizó. El duque se fué á la corte, y nadie volvió á verle por el lugar. Ni amado ni odiado, nadie volvió á pensar en él. El administrador del duque era quien arrendaba ó daba á censo las tierras.

A principios de este siglo, salvo el ausente é invisible duque, apenas había en Villabermeja, ni siquiera en espíritu, tres ó cuatro familias hidalgas. Todo lo restante era plebe, olvidada ya de la gloria de sus ascendientes heroicos. Desde principios de este siglo hasta hace unos treinta años, época en que empieza nuestra historia, esas mismas familias hidalgas, ó se habían confundido con la plebe, agobiadas por la pobreza, ó habían emigrado, Dios sabe dónde, en busca de mejor fortuna. Sólo quedaban los López de Mendoza, alcaides perpetuos de la fortaleza, desde los tiempos de Alamar el Nazarita y del santo Rey D. Fernando.{51}

La hermosa casa solariega de estos López de Mendoza bermejinos se apoya en los propios muros del castillo. La sencilla y elegante fachada, obra del siglo XVI, es de piedra de sillería, y tanto la puerta como el balcón del medio del piso principal están adornados con airosas columnas de mármol blanco. Coronando el referido balcón, resplandece el limpio y complicado escudo de armas de la ilustre familia, primorosamente esculpido sobre mármol blanco también.

Aunque no tanto como la familia misma, la casa ha decaído y da muestras claras y tristes de la estrechez de los dueños. En muchos balcones faltan cristales; las antiguas puertas, prolijamente labradas y cubiertas de graciosos clavos de bronce, están descuidadísimas; y el amarillo jaramago publica la afrenta de aquella fábrica arquitectónica, brotando por entre las grietas que se han abierto al separarse varios sillares. Las grietas son tan anchas y profundas en algunos sitios, que ofrecen sobrada capacidad para que en su seno se aniden las lagartijas, las salamanquesas asquerosas y los feos y medrosos murciélagos, y para que nazcan, se arraiguen y crezcan allí no pocas higueras bravías y hierbas y maleza. Esta vegetación parásita se desenvuelve mucho en primavera y da á la fachada el aspecto de un jardín vertical. El alero del tejado es tan ancho, que deja un espacio{52} grande entre su extremidad y el muro donde las golondrinas fabrican con predilección sus rústicos nidos.

Sobre el piso principal de la casa hay otro piso de graneros y zaquizamíes; pero como, de mucho tiempo há, apenas hay granos que llevar á aquellos graneros, sólo los habitan algunos buhos y lechuzas melancólicos, y algunos ratones parcos y ascetas.

Todas las casas del lugar, aun las más pobres, se enjalbegan tres ó cuatro veces al año, y están más blancas que el ampo de la nieve. La casa de los Mendozas ofrece, pues, una gran contraposición, comparada con ellas, y tiene un aspecto sombrío, con sus piedras, si algo doradas por el sol, más ennegrecidas aún por las lluvias, el descuido de los amos, el transcurso del tiempo y la inclemencia de las alternadas estaciones.

La casa de los Mendozas está además en el sitio más esquivo y apartado, á la espalda del castillo, en un callejón sin salida, mientras que las blancas y alegres casas de los plebeyos más acomodados están en calles abiertas ó en la plaza, donde hay fuente con cuatro caños y algunos álamos, y por donde discurren hombres, mujeres y chicos, y se nota movimiento de carros, carretas y caballerías.

No hace muchos años, aun no se había construído, á tiro de escopeta del lugar, el nuevo cementerio,{53} y los muertos se enterraban todos al lado de la iglesia, en un corralón, frente á la casa de los Mendozas. Sólo se enterraban en la iglesia misma los frailes y los mencionados Mendozas, quienes tenían allí bóveda subterránea y una magnífica capilla con retablo lujosísimo de madera dorada, del tiempo y gusto de Churriguera, lleno de profusas é intrincadas labores de talla. En el camarín de esta capilla hay un Jesús Nazareno, con su cruz á cuestas, vestido con túnica de terciopelo, bordada de oro, de quien el mayorazgo de los Mendozas es hermano mayor. Después del santo de plata, patrono del pueblo, esta imagen de Jesús es la más querida y la que pasa en el lugar por más milagrosa. El artificio con que la imagen está fabricada no denuncia el mayor ingenio por parte del autor en punto á mecánica; pero ha sido de mucho efecto, y lo es todavía, al menos para las mujeres. Nuestro Padre Jesús, merced á una cuerda de que tira el sacristán, separa el brazo derecho de la cruz que tiene asida, y desde el balcón de las Casas Consistoriales, que da sobre la plaza, echa la bendición á la muchedumbre de los fieles, una ó dos veces cada año, cuando le sacan en procesión.

Pero volviendo á la casa solariega de los Mendozas, fácil es de comprender lo fúnebre que será con esta vecindad del antiguo cementerio y de la{54} iglesia, bastante ruinosa ya, y depósito asimismo de osamentas.

La familia de los Mendozas había ido decayendo y no era más alegre que su habitación.

El sino y el estado de esta familia, y sus relaciones con el resto de los bermejinos, tenían algo de extraño. Se diría que, desde que vinieron los frailes dominicos al lugar, y el lugar se fué enfrailando, ésta fué la única familia que luchó contra ellos y quiso conservar la secularización, por decirlo así. En lucha tan descomunal había acabado por sucumbir, y eso que había contado, hasta lo último, con varones de notoria aptitud y denuedo.

Nadie en el lugar quería mal á los Mendozas, porque no había memoria de que hubiesen hecho daño á la gente menuda. Nadie tampoco les tenía envidia, porque estaban pobres y empeñados. No obstante, contábanse cosas que podían ofender á la familia.

De un antiguo Mendoza, del tiempo de los moros, se referían ciertos amoríos escandalosos con una cautiva mora y hechicera. De otro Mendoza, no menos ilustre, que estuvo en las Indias, se afirmaba que se había casado con una judía ó con una coya ó princesa peruana, que sobre esto no se estaba muy de acuerdo, aunque, si bien se nota, no implica contradicción, pues para nuestros lugareños, judío ó moro es equivalente á todo lo que no{55} es cristiano, y así de un niño que no ha recibido el bautismo, se dice que está judío ó que está moro aún.

Lo evidente para los bermejinos era que la cautiva mora primero, y la coya ó judía más tarde, infundieron en la sangre de los Mendozas cierta levadura de impiedad. En cambio, la judía ó coya trajo en dote á su marido una gran cantidad de dinero, con la cual se edificó la casa solariega de que hemos hablado, y se compraron no pocas fincas, perdidas ó empeñadas después.

Como complemento ó añadidura se aseguraba que la judía ó la coya trajo de allende los mares, de aquellos bárbaros palacios en que moraba, multitud de perlas y diamantes, los cuales estaban escondidos y emparedados en un rincón de la casa que nadie llegó jamás á saber. En varias ocasiones, sin embargo, habiéndose enriquecido de repente algún vecino del lugar, sin saber á qué atribuir su riqueza, habíase supuesto que dicho vecino había encontrado parte del tesoro, burlando la vigilancia del espíritu de la princesa india, que le custodiaba, ó venciéndole ó dominándole por artes diabólicas.

Murmurábase también de la aparición casi diaria, en les desvanes de la casa, de un célebre comendador Mendoza, el cual había estado en Francia durante la gran revolución, y por su impiedad, por varios lances trágicos y misteriosos, y por la{56} manera con que vivió los últimos años de su vida mortal, andaba penando con el manto blanco de su encomienda y la roja cruz de Santiago en el pecho, aunque sin brazos la cruz, porque, no estando en gracia, no podía llevar cruz perfecta en la otra vida, no faltando quien afirmase que no era cruz sin brazos lo que en el manto llevaba, sino la figura de un sapo sangriento.

Suponían los liberales del lugar que todas éstas eran hablillas que habían difundido los frailes para desacreditar á los Mendozas, los cuales eran de su partido nada menos que desde los tiempos del emperador Carlos V, en que uno de ellos peleó entre los comuneros. D. Francisco López de Mendoza, muerto en 1830, había sido, en efecto, liberalísimo, siguiendo; según en el lugar se afirmaba, el ejemplo de sus antepasados. Desde el año 1823 hasta que murió, fué muy vejado y perseguido.

En cambio, algunas personas de las más licurgas del lugar y serviles, como por ejemplo, el Escribano, aseguraban que los López de Mendoza eran una casta de gente díscola, contraria al espíritu del tiempo en que vivieron, durante más de tres siglos, y que sólo por sus hazañas en las guerras y por su posición habían sido tolerados. Casi todos ellos habían ido á servir al Rey, habían corrido el mundo buscando aventuras y garbeando por estilo heroico cuando se presentaba, y habían vuelto al{57} cabo al lugar, á la casa de sus mayores, con aumento de su fortuna y con mujer legítima forastera. Aunque contrarios en el fondo del alma al pensamiento político de los españoles de entonces, le habían servido con brillantez por su amor á la vida inquieta; pero en la administración tranquila de sus bienes jamás se habían empleado con acierto, de suerte que, decaída España de su antigua pujanza, sin Flandes, Indias é Italia donde ir á rehacer ó á mejorar patrimonios, el de los Mendozas había caído por tierra del modo más lamentable.

Ya el D. Francisco de que hemos hablado contrajo infinitas deudas, empeñó muchas fincas y vendió algunas de las vinculadas, cuando quedaron libres, de 1820 á 1823.

Su heredero, el actual mayorazgo, llevaba trazas de consumir cuanto del caudal quedaba, exento ya de toda amortización y vínculo.

Aunque vagamente, bien entendían y daban á entender los críticos que el espíritu liberal de los Mendozas era el espíritu anárquico de la Edad Media, que coincidía algo con el de los tiempos modernos; que su despreocupación ó poca piedad tal vez, no había sido tan grande en épocas anteriores, y que por lo menos había aumentado mucho desde que el comendador Mendoza estuvo en Francia en tiempo de la gran revolución; y que lo{58} que más caracteriza los tiempos modernos, el orden en el manejo de los negocios, el afán legítimo y atinado de aumentar en paz los bienes de fortuna, lo que llaman algunos el industrialismo, era del todo contrario á aquella familia.

Los ricos nuevos del lugar se burlaban de esto sin compasión, pero el vulgo amaba á los Mendozas. El fondo democrático y algo socialista de la educación frailuna del vulgo no se volvía ya contra ellos, porque no tenían más que deudas, ni contra el señor del lugar, cuyos administradores habían sido siempre generosos con el pueblo y con ellos mismos á costa del magnánimo duque; el cual andaba en Madrid hecho un Mendoza de la corte; esto es, con más trampas que pelos en la cabeza. El furor de la porción menos sana de los bermejinos era contra los ricos de reciente fecha; contra los que se habían enriquecido dando dinero á premio ó con el tráfico de vinos, aceites y granos. Muchos de estos ricos nuevos habían hecho su fortuna aumentando el bienestar general, acrecentando el acerbo común del haber de la nación, creando riqueza; pero los resabios inveterados de los bermejinos más aviesos, mezclados con la envidia, si bien no de concierto todavía con predicaciones venidas más tarde de fuera de España, no les dejaban ver en los bienes adquiridos por otros un aumento del bien colectivo, sino una dislocación ó una{59} absorción de bienes que á todos pertenecían, verificada con infernal astucia. El antiguo refrán que reza: Los ricos en el cielo son borricos, los pobres en el cielo son señores, se oía con frecuencia en los labios de los bermejinos, como pronosticando, en son de amenaza, que la habilidad pecaminosa de los ricos no prevalecería en el cielo, donde al fin sería castigada, si antes algún hombre de corazón no adelantaba el castigo, echándose á la vida airada con armas y caballo.

Entiéndase bien que hablo de la gente peor bermejina. La mayoría es sufridísima y razonable, y lleva sin envidia y con paciencia el encumbramiento de los ricos nuevos, por más que no haya habido toda la limpieza que fuera de desear en el modo de enriquecerse de no pocos.

Había, sin embargo, una razón para que hasta los ricos nuevos mirasen con afecto á los Mendozas. Merced á la actividad fecunda que la moderna civilización imprime en todo, á pesar de nuestras inacabables discordias civiles, cierta cultura de costumbres se había difundido por todo el lugar; y no pocas familias de arrieros ó de gañanes, que habían hecho dinero y fundado casa principal, empezaban á tener humos aristocráticos, recordando con orgullo que descendían de valerosos adalides, y yendo á ver con satisfacción en los libros de la parroquia que llegaba su ascendencia por línea{60} recta de varón en varón, y por legítimo matrimonio, hasta uno de los compañeros ó hermanos de armas que vino con el primer López de Mendoza á custodiar aquella fortaleza y á molestar á los moros, entrando en algarada por sus tierras y talando sus panes. De aquí nacía un espíritu de igualdad y de dignidad en perfecto acuerdo con el cariño respetuoso á la casa de los Mendozas, gloria común de todos y monumento del antiguo caudillo.

Doña Ana, viuda de D. Francisco, aunque forastera y anciana ya de sesenta años, vivía en el lugar rodeada de finas atenciones. En medio de sus apuros sostenía esta dama respetable el lustre señoril de la casa. El caballo que montaba su marido permaneció regaladísimo en la caballeriza hasta que murió de viejo. Varios retratos al óleo de los López de Mendoza que más brillaron, unos con relucientes armaduras, otros con cuera de ante, bizarros todos, y con plumas, y alguno que otro con bengala, como insignia de mando militar, lucían en la cuadra ó salón cuadrado, autorizándole como era justo. Los antiguos criados no se despidieron. Y, por último, la jauría de perros de caza se conservó, hasta que pachones, podencos y galgos, fueron todos sucumbiendo al peso de la edad, siendo ejemplo muchos de longevidad perruna.

En esto de los perros, y sobre todo en los podencos, era donde más había resplandecido el afecto{61} de los bermejinos á los López de Mendoza. Los podencos son golosos y ladrones siempre, y más aún cuando están á media ración ó á menos de media ración. Los podencos de López de Mendoza se hicieron, por consiguiente, famosos en todo el lugar, por sus latrocinios é inesperados asaltos. No había morcilla ni longaniza segura, ni pedazo de jamón ó de carne con que se pudiera contar, ni lonja de tocino á buen recaudo. Las travesuras de los podencos, no obstante, más eran solemnizadas con risa que refrenadas con dureza. Sirva de prueba lo que ocurrió una vez con la madre del tendero, señora de cerca de setenta años, la cual yacía postrada en cama con un pertinaz dolor de estómago, donde le habían puesto como reparo lo que es muy frecuente en Andalucía entre los remedios caseros, media docena de bizcochos con canela y empapados en vino generoso. La fragancia atrajo á los podencos en ocasión que la tendera se hallaba sola en su alcoba. En balde ella, defendiéndose con las manos,

Clamores horrendos simul ad sidera tollit;

la descubrieron, á pesar de sus gritos; y sin que el pudor les pusiese el menor reparo, se comieron el otro, dulce y aromático, que en tan oculto sitio había. La gente de casa acudió tarde para evitar que{62} este reparo pasase al cuerpo de los podencos; mas no acudió tarde para contemplar á la excelente matrona en una inusitada y vergonzosa desnudez.

No puede negarse, á pesar de éstas y otras muestras de simpatía, que la tal simpatía se entibiaba con harta frecuencia por un defecto involuntario, casi fatal de la señora Doña Ana, cuya cortesía no tenía límites, pero cuyo entono, circunspección y retraimiento ponían á raya toda familiaridad y toda confianza. La señora Doña Ana, encastillada en el fondo de su caserón, apenas salía á la calle, recibía de tarde en tarde visitas con todo cumplimiento y ceremonia, y las pagaba con exquisita urbanidad. No había medio de quejarse de que fuese grosera, ni algo tiesa de cogote; pero no intimaba con nadie, y era arisca y poco comunicativa.

Las otras señoras del lugar se despicaban propalando que Doña Ana era bruja, aunque no con brujería plebeya de untarse y volar al aquelarre, sino con brujería aristocrática, recibiendo en su estrado á diablos y almas en pena de distinción y alto coturno, y entre ellos á varios individuos de la familia, como la mora cautiva, la coya y el comendador, con los cuales tenía sus tertulias.

Del mayorazgo Mendoza, del hijo de Doña Ana, que vivía también en la casa solariega, y que era sujeto menos tratable aún y más retirado de la convivencia de sus compatricios, á pesar de sus veintisiete{63} abriles, se decían cosas mucho más raras; pero tanto lo que de él se decía, como lo que era en realidad, merece capítulo aparte por su mucha importancia.

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II.

¿PARA QUÉ SIRVE?

No se asusten los lectores timoratos al leer el epígrafe que antecede, ni se den á sospechar que intento promover cuestiones impías. Harto se me alcanza que en toda la resplandeciente y complicada máquina del mundo no hay cosa alguna que no sirva para algo: todo tiene un fin; todo concurre al orden perfectísimo y á la total armonía. Para creerlo y afirmarlo, importa lo mismo decir que vemos porque tenemos ojos ó que corremos porque tenemos piernas, que decir lo contrario: esto es, que porque vemos tenemos ojos y porque corremos nos han nacido piernas y todo lo conveniente para correr. Casi, casi redunda en mayor alabanza de las leyes providenciales el contemplar y explicar las cosas de este último modo. Y si no, vaya de ejemplo: ¿quién sería mejor relojero, el que fuese fabricando{66} prolijamente todas las ruedecillas, cada una con su fin y propósito, y luego las ajustase y ordenase entre sí, y luego diese cuerda al reloj, y luego el reloj marcase y sonase las horas, ó el que pusiese en un poco de metal un movimiento y una idea y un propósito de dar las horas, que agitasen todas las partecillas de que el metal se compone, y las forzasen á no parar en sus giros, vibraciones, brincos y sacudimientos, ya agrupándose de un modo, ya de otro, hasta que juntas se concertasen en marcar el tiempo y en señalar las horas con un punterito y en hacerlas sonar en el momento debido, hasta con música ó por lo menos con cuco?

El prurito eficaz, triunfador é infalible, puesto en los átomos, de organizarse de suerte que se formen seres que corran y que vean, ó es aserto misterioso y confuso como el dogma más ininteligible de la más metafísica de las religiones, ó presupone en la idea primera, cuyo desenvolvimiento produce el universo, una voluntad y una inteligencia soberanas, no menos grandes que las del ser personal que nos hiciese ojos para ver y piernas para correr. Repito, pues, que casi afirma más esta inteligencia y esta voluntad increadas, no el pensar que se nos dieron ojos para que viésemos y piernas para que corriésemos y alas á los pájaros para que volasen, sino el pensar que desde el origen hay en la materia un afán de volar que produjo al{67} cabo las alas, y un afán de correr que produjo las piernas, y un afán de ver que produjo los ojos.

Por lo dicho, se me antoja con frecuencia que la tal doctrina de los materialistas novísimos pudiera purificarse de toda mancha de impiedad, y hasta convertirse en piadosísima doctrina, muy consoladora además y muy rica en pronóstico de progresos, mejoras y adelantamientos indefinidos. La antigua duda del padre Fuente la Peña, sobre si los monstruos lo son ellos ó lo somos nosotros, se resolvería en favor de los monstruos, que tal vez aparecerían como síntomas del prurito ó conato de crear nuevas especies; y, siempre que fuera este conato legítimo, y no capricho pecaminoso, caso en el cual el ser monstruo sería un castigo, ¿quién nos había de privar de la razonable esperanza de echar alas y volar, si nos empeñábamos, ó de tener cola ó trompa ó un ojo más, como Furier pretendía?

No se argumente en contra sosteniendo que la vida, el instinto, el brío de los átomos, de las impalpables é invisibles esferillas que llenan el aparente vacío con las ondas del éter, es un instinto ciego, coeterno con la substancia. ¿Cómo dimana del instinto ciego la inteligencia que después explica sus leyes indefectibles? Estas leyes, además, ó están en cada átomo, que las conoce y las impone, ó están fuera ó por cima de los átomos, ó están{68} á la vez en los átomos y fuera de ellos; por donde vendríamos á parar, después de calentarnos la cabeza más de lo justo, en aquello que nos enseñaba en la escuela el catecismo del padre Ripalda en que Dios está en todo lugar, animándolo y ordenándolo todo.

Por dicha, el ¿para qué sirve? de nuestro epígrafe, no requiere que ahondemos tanto. Este ¿para qué sirve? era la pregunta que Doña Ana se hacía á menudo con referencia á su único hijo el mayorazgo Mendoza. Y era también la pregunta que se hacía á sí mismo dicho mayorazgo, diciendo: ¿para qué sirvo? y no sabiendo qué contestar.

Nadie imagine, sin embargo, que era cojo, sordo, ciego, tullido ó tonto el mayorazgo Mendoza. Tenía sus sentidos y potencias más que cabales; era robusto; estaba sano y bueno, y como ya se ha dicho, ó si no se ha dicho se dice ahora, acababa de cumplir veintisiete abriles; pero nada de esto impedía que la señora Doña Ana y el mismo mayorazgo se preguntasen con ansiedad si él servía para algo, y no atinasen con la contestación.

Menester será, para que el lector comprenda bien estas cosas, que le ponga yo en algunos antecedentes.

Doña Ana era una dama, hija de un hidalgo de Ronda, de los más ilustres de aquella enriscada{69} ciudad. Baste decir que Doña Ana se apellidaba de Escalante. Entre sus gloriosos antepasados, contaba á uno de los fundadores de la Maestranza; y los timbres de la Maestranza y sus grandes servicios en la guerra de sucesión, en el sitio de Gibraltar, en la guerra del Rosellón y en la de la Independencia, fueron desde entonces los timbres y servicios de la familia de Doña Ana.

Aunque nacida y criada en lugar tan alpestre y retirado como es Ronda, Doña Ana fué educada hasta con refinamiento; y no sólo por el gusto castizo y exclusivamente español, sino de un modo que pudiéramos llamar cosmopolita. Un discreto sacerdote francés, de los muchos que durante la revolución emigraron, vino á parar á Ronda y fué el maestro de Doña Ana, enseñándole su idioma y bastante de historia, geografía y literatura, y haciendo de ella un prodigio de erudición para lo que entonces solían saber en España las mujeres.

Todo el saber de Doña Ana no le valió, sin embargo, para negocio alguno; y al fin, cuando ya tenía veintinueve años cumplidos, recelando quedarse para tía ó para vestir santos, y estimulada por su padre y hermanos, que ansiaban colocarla, ó dígase deshacerse de ella, se resignó á casarse con el Sr. D. Francisco López de Mendoza, no menos ilustre que los Escalantes, mayorazgo, alcaide perpetuo de la fortaleza y castillo de Villabermeja, Comendador{70} de Santiago y Maestrante también de Ronda, como el padre y los hermanos de ella lo eran. Quieren decir ciertos autores que ya los Mendozas y los Escalantes tenían algún parentesco, y que esto contribuyó á facilitar el matrimonio; pero como no importa la tal circunstancia á la esencia de nuestra historia, la paso por alto, sin entrar en detenidas investigaciones.

Doña Ana tomó su partido con valor. Aunque había visto á Sevilla y había pasado largas temporadas en Málaga y en Cádiz, se enterró en vida en Villabermeja, sin quejarse lo más mínimo, sin dejar sentir á nadie, ni una vez siquiera, el sacrificio que hacía. D. Francisco, aunque muy caballero, era rudo, ignorante y violentísimo. Doña Ana supo amansarle, pulirle y civilizarle un poco á fuerza de paciencia y dulzura. El amor de Doña Ana á Don Francisco, dicho sea entre nosotros, si por amor hemos de entender algo de poético, no existió jamás; pero Doña Ana tenía muy elevada idea de sus deberes, y se miraba en su honra con verdadero orgullo patricio. Fué, por consiguiente, una esposa modelo. Achican un tanto el encomio que por esto merece, dos notables consideraciones. La primera es que el orgullo de Doña Ana, aunque rebozado en cortesía, no le dejaba estimar, ni siquiera como á prójimos, al resto de los bermejinos. Es la segunda la ferocidad y vigilancia de D. Francisco,{71} el cual anduvo siempre ojo avizor y con la barba sobre el hombro, como quien no quiere la cosa; y si hubiera cogido en un renuncio á Doña Ana, ni el Tetrarca ni Otelo se le hubieran adelantado en vengar el agravio.

Lo que en manera alguna se achica por nada, en lo que no cabe escatimar el elogio, es, ya que no en el amor, en el afecto que engendra el trato, en la confianza que de la convivencia nace, y en la delicada amistad y constante devoción con que asistió siempre Doña Ana al lado de su marido, cuidándole cuando estaba enfermo, consolándole cuando triste, templando su furia cuando irritado, y compartiendo sus alegrías y haciéndolas mayores con su regocijada conversación cuando él estaba alegre. Doña Ana perdía la gravedad y el entono en el seno de la familia, y solía ser muy amena.

El fastidio, terrible y peligrosa enfermedad en las mujeres, no se apoderó nunca del alma de Doña Ana, pues sabía emplear su tiempo del modo más variado. A pesar de que había leído á Racine, á Corneille y á Boileau, le encantaban los poetas españoles más conceptuosos, sobre todo Góngora y Calderón, y hasta Montoro y Gerardo Lobo. La Historia de España, de Mariana, las obras del venerable Palafox, y el Teatro crítico y las Cartas eruditas de Feijóo, eran sus libros predilectos en prosa.{72}

Siempre estaba ocupada en algo. Cuando no leía, cosía ó bordaba; y cuando no, cuidaba de la casa, donde el orden y la limpieza luchaban con lo triste y aislado del sitio y con lo vetusto de los muebles.

Desde la muerte de D. Francisco tuvo Doña Ana ocupación más importante: la educación completa de su único hijo.

Mientras D. Francisco vivió, la tal educación se había ido haciendo con tres impulsos diversos. D. Francisco enseñó al niño á montar á caballo, á tirar con la escopeta, y otras habilidades pertenecientes á la gimnástica. Cuando D. Francisco murió, tenía su hijo doce años; pero en dichas cosas estaba bastante adelantado.

El aperador de la casa era un antiguo criado, á quien, por la majestad con que trataba de que todo lo perteneciente á sus amos se respetase, habían puesto el apodo de Respeta; pero el hijo de Respeta, á quien solo por ser su hijo llamaban Respetilla, era de lo menos respetador y de lo menos amigo de infundir respeto por las cosas de sus amos que puede imaginarse. Este Respetilla, que tendría seis ú ocho años más que el mayorazgo Mendoza, fué su confidente, escudero, lacayo, ayo y preceptor, todo en una pieza. Con él aprendió el mayorazgo á jugar á las chapas, al cané y al hoyuelo, á tocar la guitarra y cantar la soledad, el fandango{73} y otras canciones, y á referir una multitud de cuentecillos verdes. Por último, Doña Ana enseñaba al mayorazgo historia, y el mayorazgo se aficionó más que á ninguna otra á la de Grecia y Roma, soñando, siempre que no jugaba al cané ó á las chapas, con ser un Scipión, un Milciades, un Cayo Graco ó un Epaminondas, según él conocía á estos héroes por el libro de monsieur Rollin traducido al castellano.

Muerto D. Francisco, Doña Ana tomó la férula educadora y no quiso compartir con Respetilla la educación de su hijo. Era ya tarde, sin embargo, para apartar á Respetilla y para desarraigar del corazón y de la mente del ilustre mayorazgo todos los vicios y resabios de un señorito andaluz de lugar. Doña Ana hubo de contentarse con tratar de ingertar, digámoslo así, en el señorito andaluz y lugareño el saber y los sentimientos propios de un hombre culto y de un perfecto caballero.

Como D. Francisco había sido negro, esto es, muy liberal, á pesar de preciarse de tan linajudo, y había estado mal con Narizotas, como él llamaba á Fernando VII, siempre se había enfurecido ante el proyecto de que el niño fuese á servir al rey, entrando de cadete en un colegio. Doña Ana siguió con facilidad, en este punto, el humor de su dulce esposo, porque idolatraba á su hijo; no quería separarse de él; suponía aún que, teniendo que gozar{74} de su mayorazgo, no tendría que servir á nadie, y además pensaba en que ni Milciades, ni Epaminondas, ni Cayo Graco, ni ninguno de los Scipiones, fueron cadetes nunca, ni subieron paso á paso, ridicula y prosáicamente, hasta llegar á generales, sino que fueron oradores, hombres políticos, guerreros y magnates á la vez, y ya empuñaban la espada, ya tomaban la pluma, ya se revestían de la toga, ya se armaban con la loriga y con el casco. Así quería Doña Ana que fuese su hijo, y aunque no tenía más que uno, entendía que valía por dos, y se juzgaba otra Cornelia.

Doña Ana comprendió, á pesar de todo, la utilidad de que el niño siguiese una carrera; y después de meditarlo bien, eligió la de abogado, no para que ganase la vida haciendo pedimentos, sino para que aprendiese las leyes, y supiese reformarlas y darlas á su patria cuando llegase la ocasión.

El mayorazgo estudió, pues, latín con el dómine del lugar, y llegó á traducir casi de corrido algunas vidas de Cornelio Nepote. Fué luego al Seminario conciliar de la capital de su provincia, donde aprendió filosofía con el padre Guevara, y sacó siempre nota de sobresaliente. Y, por último, cursó el Derecho en la Universidad de Granada, donde, por arder entonces la guerra civil entre carlistas y cristianos, no había severidad en cuanto á la asistencia.{75}

Nuestro mayorazgo se pasaba, pues, en Villabermeja la mayor parte del tiempo que duraba el curso. Luego iba á examinarse; y, merced á la longanimidad de los examinadores, siempre obtenía buena nota.

En las excursiones á Granada acompañaba al mayorazgo el fiel servidor Respetilla. Allí se portaban ambos con cierto rumbo y elegancia. Hubo temporadas en que hasta la jaca castaña, en que cabalgaba y viajaba desde el lugar el señorito, se quedó en Granada, para que el señorito la montase y luciese. Bien es verdad que entonces todo estaba aún barato en Granada, mereciendo esta ciudad llamarse la tierra del ochavico. Con veinte reales diarios se hacía todo el gasto de vivienda, comida, camas y servicio de amo, criado y jaca.

Aun así era un lujo estupendo. Lo más que solía gastar entonces en el pupilaje un estudiante en Granada era la suma de siete reales diarios. Seis era el precio corriente de las mejores casas, donde las patronas más aseadas y bonitas daban almuerzo, comida y cena, cama, luz, agua y otra multitud de regalos.

En fin, el ilustre Mendoza terminó en Granada su carrera, y se graduó de licenciado y doctor in utroque. Doña Ana le bordó una primorosa muceta y le hizo una borla riquísima para el bonete.

El miniaturista más hábil que había entonces en{76} Granada pintó por seis duros, sobre cándido marfil, el retrato del mayorazgo Mendoza, con su muceta, su toga y su bonete emborlado, y el mayorazgo Mendoza, cuando volvió á los brazos de su madre, hecho un doctor, le trajo dicho retrato de presente, puesto en un marco de ébano con adornitos de bronce.

Ya desde aquella época, como el mayorazgo Mendoza se llamaba D. Faustino y era doctor, empezaron á llamarle el doctor Faustino, título y nombre con que se hizo famoso en lo futuro y con que en adelante le designaremos.

El doctor Faustino se doctoró en el año de 1840. Volvió á su casa lleno de ilusiones y deseoso de ir á Madrid á realizarlas. Por desgracia, su ciencia era vaga y sus ilusiones eran tan vagas como su ciencia.

El doctor sabía de todo y de nada sabía. De todo sabía más que de leyes, que era, al parecer, lo que había estudiado.

El título que le habían dado en la Universidad era un título huero.—¿Para qué sirve el título?—se preguntaban el Doctor y su madre.

El Sr. D. Faustino López de Mendoza y Escalante, alcaide perpetuo de la fortaleza y castillo de Villabermeja, Caballero del hábito de Santiago, Maestrante de Ronda, descendiente de una multitud de héroes, ¿estaría bien que fuese á Madrid{77} á ponerse de pasante con un abogado? Doña Ana y el Doctor reconocían que la profesión de abogado era honrosísima; sabían que Cicerón y Catón habían sido abogados en Roma, y nada razonable tenían que objetar contra la abogacía; pero una estética irresistible, un sentimiento superior á todo raciocinio les hablaba poderosamente al alma, clamando: «D. Faustino no puede ser abogado;» D. Faustino, además, si bien se creía capaz de inventar las mejores leyes, fundándolas en la filosofía, no se sentía con fuerzas para aprender las leyes inventadas por otros, al menos en sus pormenores y menudencias. Esto, parodiando la sentencia de Triboniano ó de no sé qué otro jurisconsulto, anterior á las Pandectas, sostenía D. Faustino que era carga más á propósito para muchos camellos que para un hombre sólo, y más siendo este hombre Alcaide perpetuo y Maestrante.

—¿Iré á Madrid á pretender un empleo?—se preguntaba D. Faustino. A esto no se oponía sólo lo ilustre de su nacimiento, el hábito de Santiago y la maestranza, sino el mismo título de Doctor, que D. Faustino y su madre tomaban por lo serio. ¡Qué vergüenza, qué degradación, pretender ó tomar un empleo de ocho ó diez mil reales, que era lo más que podían darle, é ir á confundirse y aun á quedar por bajo de tantos y tantos pelafustanes{78} plebeyos, que sin ser doctores, ni maestrantes, ni alcaides perpetuos de ninguna fortaleza, disfrutaban de mucho más sueldo y de mayor categoría en las oficinas del Estado!

¿Aspiraría D. Faustino á entrar en la carrera judicial? Pero, ¿qué puesto obtendría, contando con favor y humillándose á pretender del Ministro? Una promotoría fiscal. A lo sumo, un juzgado. Esto era inaceptable. D. Faustino se resignaría á ser oidor, pero no podía ser menos. Para vivir en un lugar, bien estaba en el suyo, donde vivía en su casa solariega, y cerca del castillo de que era alcaide perpetuo, donde su nombre se respetaba, donde se acataban sus blasones, y donde, si los destinos del mundo no hubieran cambiado tanto, podría ejercer mero y mixto imperio, y ser, por delegación del duque, cuando no por derecho propio, señor de horca y cuchillo, pendón y caldera.

¿Se dedicaría D. Faustino á la literatura? Mucha afición tenía á esto; pero, ¿cómo ganar dinero con la literatura en España? D. Faustino, además, seguía sobre el particular la opinión de Alfieri, literato casi tan noble como él. El poeta que reviste la belleza ideal de una forma sensible, y el sabio que enseña la verdad severa á los hombres, no deben pensar en remuneración alguna; no deben tener Mecenas ni entre los próceres ni en el vulgo. Si{79} buscan Mecenas, se exponen á caer en el servilismo, profanan el sacerdocio de las musas, degradan un magisterio sublime y convierten la misión de hierofantes en el bajo oficio de aduladores de los príncipes ó de las muchedumbres. Había que pensar también, si, aun allanándose á lisonjear el gusto de muchedumbres ó de príncipes, toparía el Doctor Faustino con algunas ó con algunos que quisieran leer y pagar lo que él escribiese. Esta duda la resolvía el Doctor prometiéndose escribir para un público eterno, sin atender á la corriente de la opinión, al gusto dominante en un momento dado, á la moda ó al capricho. Pero como el público eterno no paga, el Doctor decía, con Alfieri, que valía más ejercer un oficio mecánico para ganar pan, y escribir para alcanzar laureles inmortales, que no fundar en los escritos la menor esperanza de mejorar la situación económica.

Varias veces pensó el Doctor Faustino en meterse á periodista, tomándolo por aprendizaje y propedéutica de hombre de Estado y de literato á la vez; pero ¿cómo sujetarse á los antojos de un director, tal vez rudo, ignorante y necio? ¿Cómo un alcaide perpetuo, caballero del hábito de Santiago, con tantos ascendientes venerandos, con un árbol genealógico tan hermoso, y con mil otros títulos y distinciones, había de dejarse asalariar por cualquier zascandil que tuviese dinero para fundar un{80} periódico y se dignase darle veinte ó treinta duros al mes para que escribiera lo que al periódico conviniera, ya que no le obligase á pasar algún tiempo de novicio (el Doctor se estremecía y horripilaba sólo de pensarlo), traduciendo el folletín, tomando de acá y de acullá noticias para compaginar el correo extranjero, ó recortando, armado de unas viles tijeras, sueltos y gacetillas de otros periódicos, y pegando con obleas en cuartillas lo recortado, á costa de la propia saliva, para mayor ignominia? El Doctor Faustino no era posible que fuese periodista tampoco.

En suma, la madre y el hijo se pasaron muchos meses cavilando, discurriendo y discutiendo qué podría ser, á qué podría dedicarse, para qué podría servir el Doctor Faustino, y no hallaban la solución de tan arduo problema. Ambos entendían, no obstante, que el Doctor servía y valía para todo, dándole dinero con que llegar. Esta especie de viático para el primer encumbramiento, esta peana indispensable para alzarse entre las turbas y hacer que resplandeciese el verdadero mérito, era lo difícil de hallar, así para el Doctor como para su madre.

No había medio, ó al menos era muy aventurado, que el Doctor Faustino se lanzase á Madrid, á la buena de Dios, sin ánimo de buscar en la redacción de un periódico, en una oficina ó en el{81} estudio de un abogado alguna ayuda de costas mientras llegaba á personaje.

El caudal de los Mendozas hacía tiempo había menguado mucho. Don Francisco, con su desgobierno, le había disminuído más y le había empeñado.

Aunque D. Francisco había amado y respetado siempre á Doña Ana, sus pasiones de hidalgo, y su vanidad quizás, le habían arrastrado primero á tener relaciones con cierta ninfa á quien llamaban la Joya, y más tarde con otra ninfa á quien llamaban la Guitarrica. Ni la Guitarrica ni la Joya gastaron nunca brazaletes y collares de diamantes y de perlas, ni se vistieron con Worth, ni con la Honorina, ni con M. Augusto, ni anduvieron en coche; pero en cambio tuvieron ambas una dilatada parentela de padres, tíos, hermanos y primos, que ya sacaban aceite, ya vino, ya morcillas, ya lomo, ya trigo de la casa del ilustre mantenedor. La Joya, además, lo mismo que la Guitarrica, se vestían bastante bien para lo que en el lugar se usaba, y todo esto consumía la hacienda de D. Francisco.

Por último, habían costado caras y contribuido al atraso de la casa las mismas bizarrías de Don Faustino siendo estudiante en Granada, donde había tenido luneta en el teatro, y había jugado al monte y había perdido, y donde se había vestido en casa de Caracuel, haciéndose, no ya sólo fraques{82} y levitas, sino vestidos de majo, y dos uniformes, uno de maestrante y otro de oficial de lanceros de la Milicia Nacional. Este último uniforme, sobre todo, había costado un ojo de la cara, por lo complicado y pintoresco. No le faltaban perfiles ni requilorios.

Cuando la expedición de Gómez, se había movilizado en Granada la Milicia, y á D. Faustino le había hecho el capitán general su ayudante de campo; de suerte, que el uniforme hasta portapliegos tenía, el cual iba pendiente de unas correas muy lustrosas. El charol del portapliegos era exquisito, y se veía uno la cara en su bruñida superficie. La multitud de cordones y bordados de oro no era de menos precio y elegancia, y el chascá polaco, con un plumero blanquísimo, y el sable truculento y la lanza con banderola, habían importado asimismo buenos dineros.

D. Faustino no estaba muy seguro de que ni este uniforme, ni el de maestrante de Ronda, ni los dos vestidos de majo que tenía, con chupa llena de caireles y marsellé remendado de mil colores, y botines de becerro, bordados por los más primorosos y prolijos presidiarios de Málaga, y zahones, y calzones de punto ajustados con dobles botones de muletilla, de la más rica filigrana de oro que en Córdoba se fabrica, fuesen vestimentas y galas de grande uso y provechoso efecto en las{83} calles y reuniones de Madrid; pero de lo que sí estaba seguro es de que en estas cosas y con otras se había gastado la moneda, y ya había leído él en las obras de un profundo economista, y si no lo hubiera leído, lo hubiera adivinado, porque era hombre de muy agudo entendimiento, que la moneda es indispensable al hombre desde el momento en que el hombre vive en sociedad.

Esta necesidad de la moneda se aumentaba tratándose de ir á vivir en Madrid, donde todo cuesta un sentido, en comparación de lo que valen las cosas en los lugares, y donde D. Faustino López de Mendoza tendría que hacer su epifanía, como importaba al lustre de su apellido y á dos ó tres marquesas y condesas, amigas y parientas de su madre, que habían de recibirle como sobrino y presentarle en todos los salones aristocráticos.

Hubo ocasiones en que madre é hijo pensaron en que D. Faustino fuese á Madrid de incógnito, tomando un pseudónimo, hasta que hubiese más dinero, ó bien se viniese á descubrir quién él era por su mismo esplendor y por las bellas acciones ó escritos que hiciese ó compusiese; pero este arbitrio se abandonó por impracticable.

Ir á Madrid, sin ir de incógnito, era una temeridad, no yendo á pretender. El vino, principal riqueza de la casa de los Mendozas, estaba á peseta la arroba. ¿Qué menos podía gastar en Madrid{84} D. Faustino, asistiendo en la sociedad comm’il faut, y viviendo con extraordinaria economía, que ochenta duros al mes? Pues bien; ochenta duros al mes suponen cuatrocientas pesetas, ó sea cuatro tinajas de vino, que importan al año cuarenta y ocho tinajas; cerca de cinco mil arrobas; la mar de vino, la cosecha entera de los mejores años, no habiendo oidium ni honguillo. Y si el señorito se lo gastaba todo en Madrid, ¿con qué se pagaban las contribuciones? ¿Con qué se hacían las labores? ¿Con qué se satisfacían los intereses del dinero tomado á rédito (al 20 por 100) sobre buenas hipotecas? Hic opus, hic labor est, según el profano.

A pesar de todo, el Doctor Faustino no se resignaba á no ir á Madrid, donde, echando pecho al agua y arrostrando y venciendo mil dificultades, se lisonjeaba de conquistar, ni él mismo sabía por qué caminos, gloria, posición y fortuna. La idea de que muchos hombres, con menos medios que él, se habían encumbrado, le estimulaba perpetuamente. No había género de ambición que el Doctor no tuviese. Andaba como toro picado del tábano.

En punto á oratoria esperaba ser un Demóstenes, no á la pata la llana y sencillote como fué el de Atenas, sino con todos los floreos que privan en nuestra edad, más retórica. En efecto, nadie había salido tan apto como él para imitar el estilo de{85} su célebre maestro de práctica forense, que era el más poético orador de Granada. Mentira parece que acertase á adornar con tanta pompa y galanura la explicación de los procedimientos civiles y criminales. Sirva de muestra cuando decía: «Señores, el juicio civil ordinario es un cristalino arroyuelo que nace en la amena gruta del derecho de cualquiera persona, y se desliza con suavidad por apacible llanura, esmaltándola de flores y causando blando murmullo al quebrarse entre menudas guijas, hasta que llega á su término dichoso, fecundando con su riego el árbol de la justicia absoluta. Por el contrario, el juicio ejecutivo es un torrente impetuoso que, despeñándose de la escarpada cumbre, donde mora la inflexible obligación, todo lo arrastra en su rápido curso, hasta que baja á perderse en el hondo foso que circunda, ampara y hace inexpugnable el alcázar de la propiedad sagrada.» Cuando este señor hablaba en estrados era más elocuente todavía. Las exigencias del estilo didáctico no ataban entonces sus ímpetus ni abatían su vuelo, y se remontaba á las nubes, combinando diestramente lo metafórico con lo patético. En cierta ocasión, en que su cliente era un barbero, que antes había sido rico, atinó á expresarse así hablando de él: «Este desventurado, que en el naufragio de su fortuna tuvo que asirse á la dura tabla de su navaja;» con lo cual arrancó aplausos y{86} hasta lágrimas. El Doctor Faustino, aunque de suyo no era muy propenso á tantos tropos y lindezas, se sentía capaz de eclipsar á su maestro, si en ello se empeñaba.

De poesía aun se le alcanzaba más al Doctor Faustino. Era aquélla la época del romanticismo, y el Doctor se había hecho romántico de los más furiosos. Casi todos sus versos eran desesperados y sujetivos; esto es, el Doctor hablaba siempre de sí. No había compuesto aún ningún poema ni ningún drama; pero podía reunir ya un par de tomos abultados de Fantasías, Meditaciones, Plegarias, Orientales y Fragmentos. Afirmaba que no hacía caso de la forma, y que, como verdadero poeta, sólo atendía al pensamiento y á la pasión; pero es lo cierto que hacía mil combinaciones raras y nuevas de rimas y de metros, y que á veces en una misma composición ponía versos de una sílaba, y de dos y de tres y hasta de veinte, y luego descendía hasta versos otra vez de una sílaba, lo cual les daba extraña lindeza esquemática, pues la composición venía á figurar un lenguado. El Doctor Faustino, no obstante, tenía un espíritu crítico y descreído que aun contra él mismo se volvía. Cierto que se juzgaba capaz de ser un sobrehumano poeta, un genio, y está dicho todo; pero los versos, ya escritos y realizados, se sometían á su propia crítica, con más facilidad que las tenebrosas profundidades de su{87} alma; y, en honor de la verdad y del pobre Doctor, hemos de declarar aquí que dudaba mucho de que los versos fuesen buenos. A pesar de su romanticismo, había una sentencia de un clasicastro aborrecible, de Moratín hijo, que le estaba siempre zumbando en las orejas y acobardándole. La sentencia era: «¡Ay, amigo Pipí! ¡Cuánto más vale ser mozo de café que poeta ridículo!» El Doctor Faustino, por consiguiente, aunque parezca el caso inverosímil, no contaba para nada con sus versos; y los guardaba en cartera hasta que los hallase buenos con toda evidencia, ó hasta que tales los compusiese.

Sólo un verso, que él repetía á menudo entre dientes, tenía mérito singular, fuera de toda duda, porque reflejaba el estado de su cerebro.

¡Siento sobre mi frente arder el caos!

decía el verso espantable.

Había un caos de ideas y de pensamientos en aquella frente.

En ocasiones pensaba el Doctor que todo lo ignoraba; que no había estudiado, que había perdido su tiempo, y que era un mueble que no servía para nada, ni especulativo ni práctico. Pero con mayor frecuencia entendía al revés que no había cosa que él no supiese ó que no adivinase, y esto, en vez de alegrar su corazón, le afligía más aún.{88}

—¿Con que no hay nada que yo no sepa? ¿Con que nada nuevo pueden enseñarme los libros? ¿Con que todo lo que leo, ó es un hecho insignificante, que lo mismo da saber que ignorar, ó es eco ó fórmula ó mera enunciación de lo que estaba ya en mi conciencia? Cada escritor pondrá en el orden que guste ó arreglará, según el método que quiera, sus doctrinas; pero yo me las sabía ya antes de leerlas en sus libros. De lo que no sé y de lo que anhelo saber es de lo que nada hallo en los autores.

Siempre que los pensamientos y cavilaciones del Doctor tomaban este rumbo; siempre que se juzgaba harto, saturado, repleto de ciencia humana, no estimándola en un pito, le entraban vehementísimos deseos de comunicar con otros seres superiores, á ver si sabían más que los humanos, y con su favor y auxilio acertaba él á penetrar en los misterios del mundo visible y del invisible.

El Doctor Faustino se juzgaba tan principal y tan noble, que no se explicaba el desdén de los espíritus, y se consideraba agraviado de que no comunicasen con él ni atendiesen y cediesen á sus conjuros.

No se crea por eso que el Doctor estuviese loco. Tenía momentos de exaltación, pero no de locura.

Al descender de sus puras especulaciones y al tocar de nuevo la realidad, se olvidaba de la magia{89} porque no creía que hubiese ya un diablo tan estúpido que se dejase engañar como Mefistófeles se dejó engañar por Fausto, su semi-tocayo, proporcionándole gratis dinero, placeres, fama y buenos lances de amor y fortuna. Esto deseaba alcanzar, y para alcanzar todo esto no confiaba el Doctor ni en el diablo, ni en la magia, ni en la ciencia, ni en la poesía, sino en un arte vulgar que despreciaba, que miraba como indigno. No obstante, le daba rabia de dudar si le poseía ó no le poseía.

Para salir de esta duda, para hacer experiencia de sí mismo, queria el Doctor ir á Madrid. Villabermeja se le caía encima con todo su peso.

Hablaba entonces el Doctor con su madre y le comunicaba su propósito.

La prudente señora preguntaba siempre al Doctor:

—¿Qué plan llevas?

—Ninguno,—contestaba el Doctor.

—¿Quieres quizá dedicarte á la abogacía?

—Nunca.

—¿Ganarás dinero y posición como periodista ó como empleado?

—Tampoco.

—¿Ganan algo los poetas?

—Ignoro si soy poeta; pero no ignoro que los mejores poetas ganan poco ó nada.

—Para escribir, por otra parte—añadía Doña{90} Ana,—alguna obra en prosa ó en verso, que haga tu nombre inmortal, lo mismo puedes escribirla aquí que en la corte.

—En eso no cabe duda,—tenía que contestar el Doctor Faustino.

—Pues entonces, quédate en Villabermeja. No abandones á tu anciana y cariñosa madre.

El Doctor se dejaba convencer á fuerza de ruegos y caricias. Reconocía que, de irse, se exponía á consumir en cinco ó seis meses todo su miserable caudal, quedándose luego á pedir limosna. Bajaba la cabeza y sonreía melancólicamente.

Cuando estaba solo decía entre sí:

—Vamos,—¿para qué sirvo? ¡Voto al diablo, que no sirvo para nada!

La madre también decía entre sí cuando se quedaba sola:

—Este hijo mío (no me engaña el amor de madre) es hermoso de alma y de cuerpo, elegante, gallardo; parece capaz de todo; pero ¡es tan raro! ¡es tan soñador! ¿Para qué sirve? Mucho me temo que para nada ha de servir, como no sea para ser su propio tormento.{91}

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III.

PLAN DE DOÑA ANA

Un año hacía que el Doctor se había graduado. Un año hacía que pensaba en ir á Madrid, y no iba por falta de dinero. Y un año hacía que, casi de diario, con variaciones y ampliaciones, pero con la misma substancia, se repetían el diálogo y los monólogos que acabamos de apuntar en el capítulo anterior.

La muceta, el bonete, la borla y demás insignias y vestimentas doctorales; el vistoso uniforme de oficial de lanceros, y el no menos vistoso de maestrante, descansaban en un armario, muy en peligro de apolillarse. Con los fraques y las levitas de Caracuel sucedía lo propio. Ni siquiera de majo se vestía el Doctor Faustino. No veía á nadie; descuidaba mucho, no el aseo, pero sí el exterior adorno de su persona, y andaba siempre con el traje menos{92} doctoral y menos aristocrático que puede imaginarse: de chaquetón y de sombrero hongo, y en el invierno, envuelto en su capa.

Era el Doctor tan llano, tan amable, tan caritativo con los pobres, que le adoraba la gente menuda; pero los ricachos del lugar le aborrecían y procuraban burlarse de él. No los visitaba, no acudía jamás al Casino, y no había una entre todas las señoritas elegantes de Villabermeja que pudiera jactarse de haber oído un solo requiebro de sus labios.

Las hijas del escribano eran las que más le odiaban, porque eran las que presumían de más bellas y distinguidas. Eran las que gastaban más fantasía, valiéndonos de los términos mismo del lugar.

El escribano, llamado D. Juan Crisóstomo Gutiérrez, se había hecho muy rico con su profesión y dando dinero á premio. Rosita y Ramoncita, sus dos hijas, parecían dos princesas. Hacían venir vestidos de seda de Málaga y hasta de Madrid, y aparecían siempre en público con tanto entono y autoridad, que más tarde, cuando llegó á establecerse la Guardia civil, no hallando el pueblo nada más autorizado y venerable que un guardia de aquéllos, con su sombrero de tres picos de frente, dió á Rosita y Ramoncita el apodo colectivo de las Civiles, con el cual hasta ahora son designadas.

Las Civiles, pues, se desataban en sátiras contra{93} el desdichado Doctor. Le llamaban el ilustre Proletario y D. Pereciendo; y en vista de lo poco ó nada que le valía el haber estudiado ambos Derechos, le llamaban también el abogado Peperri.

El Doctor no parecía jamás en el paseo público, que estaba en la plaza, sino que daba largos paseos á pie por los andurriales y vericuetos más solitarios, mostrando singular predilección por subir al cerro de la Atalaya, donde se conservaban aún los restos ruinosos de un torreón, desde el cual se oteaban los campos y se descubría mucho horizonte. Era aquel cerro tan estéril y pedregoso, que sólo producía algunas matas ruines de amarga retama, tomillo, gayomba y romero, lirios silvestres que brotaban en las hendiduras de los peñascos, otras flores moradas y de un sólo pétalo, que llaman por allí candiles, y sobre todo, multitud de esparragueras. Las Civiles dieron, con este motivo, otro título al Doctor, llamándole el Conde de las Esparragueras de la Atalaya.

No faltaba quien informase al Doctor de todas estas burlas; pero el Doctor permanecía invulnerable, sin procurar ganarse la voluntad de las Civiles con una sonrisa, sin dignarse siquiera tomar represalias y decir alguna burla contra ellas.

El Doctor vivía absorbido en sus tristes meditaciones, que eran de dos géneros principales: las meramente especulativas, y las que tenían un fin práctico.{94}

En las meramente especulativas, prevalecía el pensamiento de que el Doctor lo sabía todo, ó sea de que la ciencia humana era vanidad, y de que, después de leer millares de libros, no estaría más avanzado que se hallaba entonces. Soñaba, pues, el Doctor con entrar en relación con los espíritus. Si él llegaba á conseguir esto, lo mismo le daba vivir en Villabermeja, que en París ó en Londres; desistía del empeño de ir á Madrid.

Mientras esto no se le lograba, y aún distaba mucho de logrársele, todos los apetitos, todos los estímulos, todos los deseos de un joven de veintitantos años, hablaban poderosamente al corazón del Doctor y le excitaban á ir á Madrid. Amor, ambición, sed de placeres, ansia de gloria y nombradía, duquesas bellísimas sonriéndole y amándole, salones espléndidos donde mostrarse, encantadores y misteriosos gabinetes donde penetrar para una cita por una puertecilla oculta debajo de un rico tapiz flamenco, aplausos de la multitud cuando él recitaba sus versos, que ya serían excelentes, ó cuando pronunciase un discurso, mejor que los de su maestro de Procedimientos; admiración de damas y galanes al verle muy gentil, haciendo trotar y hacer corvetas en el Prado á un caballo fogoso y magnífico: éstos y otros mil triunfos más se ofrecían con viveza á su imaginación y le sacaban de quicio. La maldita carencia de dinero derribaba tales castillos{95} en el aire. El Doctor se juzgaba más infeliz que el príncipe Segismundo. Era más humillante, y por lo tanto más cruel, que el verse encerrado como una fiera por un padre rey y tirano, el sentirse detenido y confinado en Villabermeja por la plebeya inopia. El Doctor, ya en la soledad de su estancia, ya en la cumbre de la Atalaya, entre las esparragueras, cuyo dominio le concedían las hijas del escribano, recitaba, glosaba y comentaba con amargura las décimas de

Apurar, cielos, pretendo...

—¡Qué lástima—pensaba Doña Ana,—que este hijo mío no logre vencer sus sueños de ambición y no se resigne á vivir á mi lado! ¿Dónde hallará quien le quiera más que yo? ¿Dónde será más respetado y estimado que entre estos fieles y antiguos servidores de su casa, y aun entre todos los humildes y honrados jornaleros de Villabermeja? ¿Dónde le dirán con mayor efusión de cariñoso respeto, siempre que le vean pasar: «Vaya su merced con Dios, nostramo.»—«Dios bendiga á su merced, señorito?»—Un dulce y afable «A la paz de Dios, caballeros,» pronunciado aquí por mi hijo, le gana más voluntades que cuantas tal vez pueden ganarle todos los discursos, todas las poesías y todas las prosas que acierte á componer en Madrid.{96}

—Además, ¿qué le falta aquí á mi hijo?—seguía cavilando Doña Ana.

Y en verdad que, en cierto modo, le sobraba razón.

La casa solariega, si bien en lo exterior parecía ruinosa y sombría, era por dentro espaciosa y cómoda.

Doña Ana moraba en las habitaciones altas. El Doctor, con toda independencia, en el piso bajo.

Allí había una sala con sillones hermosos y antiguos, de nogal, cubiertos de cuero labrado ó guadamaciles, y exornados con tachuelas de bronce; cuatro enormes cornucopias doradas; varios retratos al óleo de Mendozas ilustres; un árbol genealógico, pintado también al óleo; un brasero de reluciente azófar en el centro, y una mesa con búcaros y vasos de China.

Más en lo interior había otra sala sin más muebles que un tablado para tirar al sable y al florete y un trapecio para hacer ejercicios gimnásticos. En un rincón se veían sables de palo forrados de vendo, floretes, caretas de alambre, petos de estezado y guantes ó manoplas, y en otro rincón, unos zancos y dos balas de cañón, con asideros, para levantarlas á pulso.

La biblioteca y el gabinete de estudio del Doctor ocupaban otra tercera sala. Libros de distinta procedencia y carácter llenaban varios armarios{97} de pino pintado. Los que trajo de Francia el endiablado Comendador Mendoza, que andaba penando en el desván, eran casi todos impíos: Voltaire, los enciclopedistas, etc. Los que sirvieron para la educación de Doña Ana, ó adquirió ella del clérigo francés, eran como el contraveneno de los libros del Comendador Mendoza. Allí estaban las refutaciones de Bergier y de otros contra los impíos de su época, y las obras de Fenelon, Massillon y Bossuet. Ni faltaban El hombre feliz, el Eusebio y El Evangelio en triunfo. Había en otro lado algunos libros de la carrera del Doctor, y grande abundancia de libros antiguos, castizos, españoles, desde las Epístolas familiares del Obispo de Mondoñedo, hasta los primores poéticos del cura de Fruime. Y completaban la biblioteca todas las obras de Medicina, Química y otras ciencias naturales, que el Doctor Faustino había comprado á la viuda de un médico muy estudioso, el cual había muerto del cólera en el lugar, el año de 1834.

En la alcoba donde dormía el Doctor había otro estante, que contenía á los poetas predilectos, desde Homero hasta Zorrilla, Espronceda y Arolas.

Pero aun había otro cuarto en que el Doctor permanecía más, sobre todo en invierno. Se llamaba este otro cuarto la cocina baja de los señores; no porque allí se guisase nada, sino por una gran cocina ó chimenea de campana, en cuyo fogón podía{98} arder, y ardía con frecuencia, medio olivo, mucha pasta de orujo, y gavillas enteras de secos sarmientos.

La ancha losa, sobre la cual se quemaba tanto combustible, salía del muro más de una vara, y daba lugar, á un lado y otro, á dos rincones cómodos, donde había sillones de brazos, en uno de los cuales se pasaba el Doctor horas y horas escribiendo, leyendo ó meditando. En la pared había una alacena, cuya puerta caía como una mesa sobre dos gruesos palitroques, que también salían, ó más bien se apartaban de la pared, de modo que el Doctor se encontraba en el rincón de la chimenea como sentado en su bufete. No tenía más que sacar de la alacena y poner sobre la mesa los papeles, el tintero y los libros.

En el sillón de enfrente solía venir á sentarse Doña Ana para conversar con su hijo. Y los viejos podencos, galgos y pachones acababan á veces de cerrar el círculo y completar la tertulia, sentados sobre los cuartos traseros en torno del hogar.

No carecía esta cocina de cierto encanto entre rústico y señoril. El escudo de los Mendozas estaba esculpido en piedra sobre la campana de la chimenea. En un lienzo de pared descansaban sobre repisas cinco jaulas con perdices cantoras. En otro lienzo se veían muy bien colocadas escopetas y otras armas, como pistolas y cuchillos de montería.{99} En varias partes, por último, había cabezas de venados, zorros, lobos y garduñas, que por lo mismo que estaban mal disecadas, parecían y eran verdaderos trofeos de caza, y no vano ornato comprado en alguna tienda.

Poseyendo y disfrutando todo esto, ¿por qué se obstinaba el Doctor en ir á Madrid? ¿En qué pícara casa de huéspedes viviría con más decoro y anchura?

En cuanto al regalo del pico, poco ó nada tenía que envidiar tampoco, á pesar de su pobreza. Sin ir al mercado, había en casa de todo, merced á la crianza y labranza: buen vino añejo en la bodega; exquisitos jamones, morcillas, chorizos y salchichas, lomo en adobo, pajarillas y otros mil artículos de matanza, condimentado todo por Doña Ana; un palomar de palomas de pueblo en la torre de la casa solariega, y otro palomar de zuritos en la casería; doce colmenas en la misma casería, que rendían tributo de miel olorosa; frutas á manta, y un corral lleno de conejos, gallinas, pavos y patos que se alimentaban con las echaduras del trigo y otras semillas.

Todo esto, á pesar de las dudas y miserias de la casa, podía sostenerse aún, gracias al arreglo, orden, vigilancia y severa economía de Doña Ana, que no había cosa de que no cuidase.

Allí no había mueble antiguo que se hubiese{100} arrumbado, ni colcha de damasco que se hubiese roto, ni sábana, mantel ó toalla que no se zurciese y durase con notable aseo.

Doña Ana cuidaba mucho de la ropa blanca y la tenía muy en orden, sahumada con alhucema.

El Doctor Faustino, sin embargo, quería irse á buscar aventuras.

Todo un invierno estuvo meditando Doña Ana. Luego escribió varias cartas y sostuvo una correspondencia, sin decir nada á su hijo. Al cabo, una noche, cuando ya había llegado la primavera, estando madre é hijo á solas en el salón de los sillones antiguos, de los retratos y del árbol genealógico, Doña Ana se explicó de esta suerte:

—Estáme atento, hijo mío, pues voy á hablarte de un asunto de suma importancia.

El Doctor prestó la atención más respetuosa; y sentados ambos en un ángulo de la gran sala, prosiguió hablando la madre:

—Harto advierto y deploro que eres infeliz con esa vida que llevas. Aquí hay tranquilidad y algún bienestar; pero te faltan objetos que satisfagan tu ambición, tu sed de gloria y hasta tu amor. No me quejo de tí porque quieras abandonarme é irte á Madrid. Nada más natural. Pero tú mismo convienes en que sería demencia irte á Madrid sin un real, como se va cualquier aventurero. Dicen en este lugar la pobreza no es deshonra, pero es un{101} ramo de picardía, con lo cual enseñan que la dura necesidad obliga á veces, hasta á los hidalgos y bien nacidos, á hacer bajezas en que yo no quisiera que incurrieses nunca. Por eso he buscado un medio de que vayas á Madrid, sin exponerte á vivir allí como un perdido, ó sin acabar de arruinarte.

—¿Y cuál es ese medio?—preguntó el Doctor Faustino, todo alborozado.

—Voy á decírtelo—contestó la madre.—Ya sabes que en la ciudad de..., distante de aquí catorce leguas, vive mi prima queridísima, Doña Araceli de Bobadilla. Aunque tiene más de sesenta años, la siguen llamando la niña Bobadilla, porque nunca ha querido casarse, no habiendo hallado sujeto de su condición en quien emplear su voluntad y á quien dar su mano. Tu tía Araceli vive con bastante desahogo en una hermosa casa. En su pueblo va á haber bailes, toros y otras diversiones, con motivo de la feria, que será dentro de una semana, y Araceli te convida á que vayas á su casa á ver la feria y á pasar el tiempo que quieras.

—¿Y qué voy ganando yo con ver la feria y estar de huésped en casa de la niña Bobadilla?

—A eso voy. Ten calma que todo se andará. La niña Bobadilla tiene un hermano llamado D. Alonso, poseedor de un riquísimo mayorazgo, y más rico aún que por el mayorazgo, por su buen tino y mejor suerte como labrador de varios cortijos y{102} criador de ganado lanar y vacuno. Vive D. Alonso en la misma ciudad que Araceli; está viudo quince años há, y tiene una hija de diez y ocho, cuyo nombre es Costanza, de cuya hermosura y discreción no hay encarecimiento que no se oiga, y en elogio de cuya virtud, recato y buena crianza se hacen lenguas los más descontentadizos.

—Vamos, ¿y qué?—interrumpió el Doctor.

—¿Para qué andar con rodeos? Yo he tratado de tu casamiento con esta señorita. Su padre la adora y tiene millones.

—Madre, ¿quiere V. hacer de mí un Coburgo?

—¿Y por qué no, hijo de mis entrañas? Tú tomarás dinero como quien toma alas para volar; pero volarás luego, y encumbrarás tan alto á tu mujer, que no le pesará de haberte dado las alas. Ella te conoce ya por el retrato en miniatura, en que estás tan guapo, con la muceta y el bonete de Doctor; y mi prima Araceli, que le ha enseñado el retrato, me dice en sus cartas que has gustado mucho á Costancita.

—Me alegro, mamá, me alegro; pero yo no sé aún si ella me gustará ó me disgustará.

—Para eso han de ser las vistas, hijo mío. Nadie te pone un puñal al pecho. Nada hay concertado aún. Posible es que D. Alonso sepa algo del proyectillo; pero ha de aparecer como que no sabe nada. Ni tú ni Costancita os habéis comprometido.{103} Os veréis, os trataréis, y si no os agradáis, en paz; no hay nada perdido.

—El tiempo y la fatiga y los gastos de viaje...—dijo el Doctor.—Mejor será desistir y que yo no vaya.

—Yo he prometido ya que irás, y no me dejarás fea.

—No, mamá; si V. lo ha prometido, no habrá más que ir.

—Sí, Faustinito. Mira, me da el corazón que te vas á enamorar como un bobo de mi señora Doña Costanza. De ella no digo nada, porque, según Araceli, está ya hecha un volcán desde que contempló tu retrato. Pronostico que habrán de hacerse las bodas.

—Si Costancita me parece bien y es tan rica, nos resignaremos.

Dada la venia por el Doctor Faustino, Doña Ana desplegó, durante cuatro días, toda su actividad en los preparativos del viaje. Echó é hizo echar cuellos y puños nuevos á algunas camisas del Doctor que estaban algo estropeadas; examinó las levitas y fraques de Caracuel, y halló que, por fortuna, no habían sido injuriados por la polilla, y en el mejor de los dos vestidos de majo hizo varias reformas indispensables.

La víspera de la partida tuvo Doña Ana una larga y acalorada discusión con su hijo, empeñada{104} ella en que llevase los dos uniformes de maestrante y oficial de lanceros y D. Faustino en que no los había de llevar.

Al fin triunfó el parecer de Doña Ana. El uniforme de maestrante luciría mucho en un baile de gran etiqueta que se anunciaba. Y en cuanto al otro uniforme, ¿qué duda tiene que parecería bien y rebién, llevándole D. Faustino á la feria y corriendo al estribo del birlocho de Doña Costanza de Bobadilla, caballero en la jaca castaña, con su portapliegos lustroso, sus plumas blancas y su chasca polaco? Lo único que consintió Doña Ana que no fuese á la expedición fué la lanza, porque al cabo no iba á haber formación ni cargas de caballería, y parecería ya demasiado belicoso el llevarla. Doña Ana, no obstante, sintió que Costancita no viese á su hijo hacer el molinete, como enredando en sus raudos círculos las balas y la metralla. Doña Ana decía que entonces se asemejaba su hijo á Diego León.

Como en la ciudad á donde iba el Doctor Faustino no había Universidad ni salón de grados ó paraninfo, hubo de desperdiciarse también otro medio de seducción, y no se embaularon la muceta, el bonete, la borla y demás insignias doctorales.

Por último, llegó el día de la partida. Madre é hijo se abrazaron cariñosamente. El Doctor Faustino,{105} con traje de campo, zahones, faja y marsellé, montó en su jaca castaña, enjaezada con aparejo redondo, lleno de flecos de seda, y dos retacos. Respetilla, como escudero, le seguía en un mulo tordo, y con vestidura parecida, aunque más pobre. Después cerraba la marcha otro criado, nada menos que con tres mulos de reata, donde iban el equipaje del señorito y no pocos presentes que había dispuesto Doña Ana para obsequiar á Doña Araceli y á la misma Doña Costanza. Allí les enviaba piñonate, alfajores, hojaldres, gajorros, arrope de varias clases en canjilones tapados con corcho y yeso, gachas de mosto, empanadas de boquerones, carne de membrillo y otros mil regalos de repostería, por donde es celebrada en todas partes la gente de Villabermeja.

La expedición salió muy de mañana del lugar; pero no tanto que las Civiles, que eran tan ventaneras como madrugadoras, no estuviesen ya atisbando detrás de la celosía. El Doctor Faustino y todo su séquito tuvieron que pasar forzosamente por delante de la casa del escribano.

Oye, Rosita—dijo Ramona, al ver pasar al Doctor,—¿á dónde irá el Conde de las Esparragueras?

—A conquistar algunas tierras más fértiles y que produzcan más ochavos,—contestó Rosita.

El Doctor oyó el chiste de aquellas desvergonzadas{106} y se puso rojo como una amapola. Pensó que sabían que iba á hacer el papel de Coburgo y que por eso se mofaban; pero las Civiles no sabían á dónde iba el Doctor Faustino.{107}

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IV.

DOÑA COSTANZA DE BOBADILLA

Las catorce leguas que separaban al Doctor Faustino de la casa de su tía Doña Araceli fueron quedando atrás, sin que ocurriese nada memorable.

La caravana ó pompa novial paró aquella noche en una venta que distaba nueve leguas de Villabermeja. Allí cenaron pollos con arroz y pimientos, que parecieron exquisitos después de jornada tan fatigosa, y sardinas fresquísimas, que les vendió un arriero que venía de Málaga y que se albergó por dicha bajo el mismo techo. Las sardinas, asadas sobre las brasas, estaban saladas de veras, y fueron un gran incentivo y despertador de la sed. El Doctor, su escudero Respetilla, el mozo de los mulos y hasta el arriero vendedor de las sardinas, á quien convidaron á cenar, comieron patriarcalmente en la misma mesa y empinaron bien el codo, dando un millón de besos á la bota del Doctor. Luego{108} durmieron como bienaventurados, sobre unas haldas que rellenaron de paja, sirviendo de almohadas los aparejos de las bestias.

Antes de que clarease, ya estaban de punta el señorito y sus dos criados. Éstos, á pesar de las libaciones de la noche anterior, mataron el gusanillo con aguardiente de anís doble, y el señorito tomó una jícara de chocolate.

Vaciadas las haldas en el pajar, pagada la cuenta y aparejadas las caballerías, se pusieron de nuevo en camino, cuando ya las estrellas se habían desvanecido y perdido todas en la blanca é incierta luz del alba, brillando sólo en la celeste bóveda el lucero miguero.

Era una hermosa mañana de primavera. Golondrinas, jilgueros y ruiseñores cantaban. El ambiente diáfano, el vientecillo lleno de frescura y la rosada luz que iba asomando por el Oriente, alegraban el corazón.

El Doctor se sentía menos melancólico que de costumbre.

Como gente que va á caballo y picando mucho porque tiene mucho que andar, la caravana se salía del camino más trillado ó iba buscando las trochas, ya cortando por unos olivares, ya tomando veredas y atajos por medio de cortijos y dehesas, ya siguiendo por la orilla de algún arroyo ó trepando por algún cerro.{109}

Respetilla era admirable para guiar en un camino y se puso delante. El Doctor Faustino le seguía. Detrás arreaba el mozo, con el equipaje y los presentes en los tres mulos de reata.

Tan embelesado y distraído iba el Doctor, que ni se daba cuenta de lo que pensaba.

El sol salió. Anduvieron más de un par de leguas. Eran las nueve del día.

Sólo entonces recordó el Doctor, ó dígase volvió en sí, y bajó de los espacios etéreos para pedir de almorzar.

—Un poco más allá hay una fuentecilla que tiene un agua muy buena y sombra; allí almorzaremos, si quiere su merced,—dijo Respetilla.

En efecto, no tardaron en llegar á la fuente. Se apearon, se sentaron sobre la yerba, bajo una corpulenta encina y almorzaron de un buen repuesto de carnero fiambre, huevos duros y jamón en dulce, que en las alforjas traían. La bota, aunque colosal, harto enflaquecida ya con el jaleo de la noche anterior, acabó de quedar enjuta, pegadas una con otra las dos caras interiores de la corambre.

Cierto que para decir que el Doctor y su séquito caminaron, durmieron, cenaron y almorzaron, tal vez censure el lector que yo me detenga, y tal vez afirme, además, que lo mejor sería que diese ya el viaje por terminado, trasladándome con mi héroe á casa de Doña Araceli; pero yo diré al lector,{110} para disculparme, que el Doctor Faustino, después de haber almorzado, y prosiguiendo su viaje en la misma forma, y acercándose ya á la ciudad, donde tal vez iba á contraer un compromiso que influyese en gran manera en su suerte y vida, tuvo una meditación ó soliloquio tan esencial y transcendental, que no puedo menos de ponerle aquí en compendio y resumen. Para ello, como para todo, me valdré de las noticias circunstanciadísimas y hasta prolijas, que me suministró D. Juan Fresco, las cuales fueron tantas, que yo, lejos de ampliar la historia con invenciones mías, lo que hago es encerrar cuanto en ella se contiene en las menos frases que puedo, pues no me agrada ser difuso.

Importa, no obstante, decir cuatro palabras sobre un punto que aun no hemos tocado. Algo entrevé ya el lector de las cualidades morales é intelectuales del Doctor Faustino, pero nada sabe aún de su aspecto y fisonomía.

El doctor era alto, delgado, aunque robusto, y rubio, no ya tirando á rojo su cabello, como suele por lo común el de los bermejinos, sino más bien de un rubio pálido. A pesar de ser aquella época la del más frenético romanticismo, no se había dejado crecer la melena, si bien no estaba tan corto su pelo que no se pudiesen ver y admirar los rizos naturales en que se ensortijaba, siendo á la vez{111} suave como la seda. Lucía, pues, en el Doctor, en grado elevadísimo, una de las cualidades con que distinguen más los etnógrafos á la raza aria: era euplocamo por excelencia. La patilla, rubia también como el oro, era bastante poblada, y el bigote, que sin duda no se había afeitado nunca, tan delicado como el bozo. El Doctor tenía la frente despejada y serena, las mejillas sonrosadas, la nariz un poquito aguileña y la boca chica y con buena dentadura. Su tez era blanca y transparente como la de una dama, y los ojos grandes, azules y llenos de dulzura melancólica. En suma, nuestro héroe merecía en cualquiera parte la calificación de guapo mozo, si bien un tanto desgarbado. A caballo estaba bien, pero más que señorito de la tierra, parecía un inglés que se había disfrazado, vistiéndose á la moda de Andalucía. Esta última calidad había de favorecerle, porque parecer andaluz entre andaluces no hace sobresalir á nadie, mientras que toda la traza del Doctor tenía algo de extraño y peregrino, que es lo que más atrae y encanta á las mujeres.

Meditando, pues, el Doctor, mientras caminaba, iba diciendo entre sí de esta manera:

—Por complacer á mi madre he acometido una empresa que por mi propio consejo é iniciativa no hubiera yo acometido jamás. ¿Qué voy á ofrecer á Doña Costanza de Bobadilla, si gusto de ella, si{112} ella gusta de mí, y llega el caso de pedirla en matrimonio? Mi casa solariega del lugar y unas cuantas fincas, cuyos productos se consumen en pagar los intereses del capital en que están empeñadas. Todo esto es ridículo. Valiera más no tener nada que tener esto. Lo ilustre de mi nombre no importa para ella, que es tan ilustre como yo. Además, en España apenas hay nadie que no sea ilustre. En cuanto alguien tiene dinero y da valor á estas vanidades, prueba que desciende del Rey Wamba si se le antoja. Si yo tuviese un título, aunque fuera el de Conde de las Esparragueras, que me han dado las hijas del escribano, ya sería otra cosa; ya habría algo que ofrecer. Siempre tiene vivo aliciente para una muchacha el pensar que la van á llamar condesa y que en las tarjetas va á poder escribir La Condesa de Tal. Es cierto que yo tengo el título de doctor y el de alcaide perpetuo; pero no se estila que el esposo transmita estos títulos á la esposa por legítima que sea. Doña Costanza de Bobadilla, si llegase á ser mi mujer, no podría escribir en las tarjetas: La doctora y alcaidesa perpetua de la fortaleza y castillo de Villabermeja. Vamos... está visto; yo no tengo que ofrecer sino esperanzas. Pero si Costancita las acepta por buenas, y me da en cambio su corazón, su mano y cinco ó seis mil duros de renta, que dicen que puede y quiere darle su padre, ¿por qué no aceptarlo todo? Además{113} de tener por marido á un joven de mis prendas, el dinero que dé á Costancita su padre será como dado á usura, ó más bien como puesto en una aparcería, en que pongo yo el saber, el ingenio y el trabajo.

Aquí se encumbraba la meditación, pero con tal rapidez, que no es fácil seguirla y menos encerrarla dentro de un lenguaje hablado ó escrito. El Doctor, ora se veía coronado en el Liceo de Madrid, después de haber leído una fantasía ó un poema oriental; ora salía á la escena en el teatro del Príncipe, donde acababa de representarse un portentoso drama suyo; ora estaba despachando ó dando audiencia en la silla ministerial; ora venían á pedirle albricias sus numerosos amigos porque la Reina tenía á bien concederle el título de duque, libre de lanzas y medias annatas, en pago de sus relevantes servicios; ora llegaba á París de embajador, y el rey Luis Felipe y toda su corte se quedaban encantados de su mucha discreción y finura, y ora inventaba un nuevo sistema de filosofía para que informase todas las demás ciencias secundarias, creando así la ciencia primera, una y toda, con general asombro y contentamiento de los nacidos.

Estos triunfos y otros mil, que pasaban refulgentes, arrebatadores, estruendosos, ricos en color, llenos de armonía y de belleza por la mente entusiasta, se tocaban con la mano, tomaban cuerpo, se iban{114} á realizar, una vez dueño el Doctor Faustino de los cinco ó seis mil duros de renta de Doña Costanza de Bobadilla.

—Pero no—proseguía el Doctor,—no me casaré con Doña Costanza si no me enamora, ó al menos si no tiene talento y hermosura, por donde la gente llegue á presumir que pude enamorarme de ella aunque no sea tal el caso. No me casaré, aunque pierda y desbarate todos mis ensueños.

El Doctor se decía esto, porque los hombres nos complacemos en engañarnos á nosotros mismos, poniéndonos en trances apurados, que no existen, y saliendo de ellos de un modo heroico. ¿Quién no se ha fingido alguna vez que le acometen seis ó siete enemigos y que él les hace cara y les vence y aterra? Y con todo, si los seis ó siete, ó tal vez uno solo le acomete de verdad, es probable que ponga pies en polvorosa. ¿Cuántas costurerillas y cuántas fregatrices no dan por seguro en el fondo del alma que ni el propio Fúcar las seduciría, aunque les ofreciese el oro y el moro? Y, sin embargo, sabe Dios con cuán ligero empuje suele luego el interés derribar su entereza.

El Doctor no ignoraba que Doña Costanza era bonita, y, por consiguiente, no había para qué hacer del heroico y desprendido, diciendo que no se casaría con ella si no fuese bonita. Pero esto, que llaman ahora darse charol, no es sólo para deslumbrar{115} á los otros, sino para deslumbrarnos y deleitarnos en nuestras propias perfecciones.

Verdad es que el soliloquio del Doctor era más candoroso, era profundamente sincero y notable, cuando continuaba:

—¿Y si Costancita no me quiere? ¿Y si me halla poco ameno, encogido y sin chiste? ¿Y si no comprende el valor de mi alma? ¿Y si no cree en mi porvenir, como yo creo? ¿Y si, á pesar de su falta de fe en mí y de sus desdenes, soy yo quien me enamoro de ella? Entonces será menester matarla. Pero, ¿qué culpa adquiere, si no le caigo en gracia? ¿Por qué, no digo matar, pero ni tan sólo odiar á una mujer que nos desdeña? En este último caso desesperado, ya sé lo que debo hacer. Desoiré los consejos de mi madre; me iré á Madrid sin recursos, á la ventura; lucharé; no reposaré hasta ganar dinero, posición y nombradía, hasta probar á Doña Costanza que soy digno y más que digno de ella; que no necesito de su dinero para elevarme; que mis ensueños de ambición no son vanos. Casi estoy por irme ya á Madrid derechito, y entrar por la Puerta de Toledo con todo ese aparato y estruendo de mulos, y con las alforjas, el piñonate y demás presentes, que no faltará allí quien se los coma.

El Doctor, no obstante, seguía caminando en pos de Respetilla, hacia el pueblo y casa de su tía{116} Doña Araceli, sin poner la proa hacia Madrid sino por un instante y con la imaginación sólo.

—Eso sí—añadía:—si Doña Costanza no me ama y yo la amo, me siento capaz de algo más grande y poético que lo que hizo Marsilla por Isabel. Aquél fué por esos mundos, para ganar la mano de su amada. Yo iré por esos mundos, á dar razón de quién soy, á llenarlos de mi gloria y á ganar al cabo el desdeñoso corazón de Costancita. Si ahora no me amase, obscuro y desconocido, ¿cómo no había de amarme y aun de idolatrarme cuando me viese descollar entre la multitud, con la frente ceñida en oro y lauro, y grabado mi nombre, con indelebles y gruesas letras, en las páginas de la Historia?

Tomando este giro la meditación, el Doctor se representaba tan á lo vivo que amaba ya á Costancita y que no era amado de ella, que empezó á suspirar con furia, como si se hubiese puesto enfermo. Respetilla iba muy adelante y no le oyó; que si no, se hubiera asustado.

En esto llegaron todos á un visillo, y desde allí descubrieron la ciudad á donde iban á parar. Blancas eran las casas por el mucho enjalbiego, y con grandes patios, desde cuyo centro se alzaban las verdes copas de naranjos, acacias, adelfas, azofaifos y cipreses. Un riachuelo, que corre por delante de la ciudad, regaba no pocas huertas en una fértil{117} llanura que se extendía á los pies de los viajeros.

A la bajada del cerrillo tomaron éstos la carretera, saliendo de la vereda ó camino de herradura.

Diez minutos más tarde se divisó una nubecilla blanca sobre la carretera. Después un bulto que se movía.

Respetilla, con vista de águila, lo advirtió y reconoció todo, y volviendo riendas, vino hacia su amo gritando:

—Señorito, señorito, ahí vienen á recibir á su merced. Ese es el birlocho del Sr. D. Alonso.

No se había engañado Respetilla. Ya se estaba oyendo el sonar de los cascabeles y campanillas de plata que adornaban los pretales y colleras de los lindos caballos negros que tiraban del birlocho.

El Doctor se gallardeó sobre el aparejo redondo, se limpió el polvo con el pañuelo, se ladeó el sombrero con donaire, y puso espuelas á la jaca, que llegó pronto cerca del coche, haciendo mil escarceos.

El birlocho se paró entonces, y el Doctor pudo ver á dos damas que en él venían.

La una era vieja y seca como una pasa, pero con ojos muy vivos y semblante bondadoso y alegre. Vestía de negro y traía en la cabeza una papalina con moños morados.

La otra era menudita, pero graciosa. Negro el cabello como la endrina y más negros los ojos.{118} Los labios como el carmín; sonriendo siempre y dejando ver unos dientes blanquísimos é iguales. La nariz caprichosamente respingada, lo cual daba á su rostro cierto aire atrevido, burlón y de malicia infantil. La tez, fresca, limpia y brotando salud y juventud. El color, trigueño. El talle, flexible, no como una palma, sino como una culebra. Y por último, todo lo que de las formas podía revelarse, presumirse ó conjeturarse, artística y sólidamente modelado, sin exceso ni superabundancia en cosa alguna, sino en su punto, con número y medida, guardando las justas proporciones, según las reglas del arte, y en consonancia con la edad de diez y ocho años y la condición de señorita principal y cuidadosa de su persona, y no de descuidada aldeana.

Vestía la dama gentil un traje de seda de color de lila, y en la cabeza no llevaba más tocado que sus negros cabellos, ni más adorno que seis ó siete rosas, alternando con la clara púrpura de sus pétalos la alegre verdura de varias hojas de tallo.

Ambas señoras conocían al Doctor por el retrato, y no había miedo de equivocarse. Así es que Doña Araceli, pues no era otra la viejecita que venía en el birlocho, exclamó apenas se acercó al Doctor:

—Buenos días, sobrino; bien venido seas.

—Bien venido, señor primo—dijo Doña Costanza.{119}

El Doctor saludó con la mayor cordialidad. Bajó del caballo y dió un abrazo muy cariñoso á su tía, y á la primita un apretón de manos, advirtiendo, á pesar del guante, que la mano de la primita era pequeña, y los dedos largos, afilados y aristocráticos, y no aporretadillos y plebeyos.

—Mira, sobrino—dijo Doña Araceli,—yo he querido salir á recibirte, y he pedido prestado el birlocho á Costanza, que ha tenido la bondad de acompañarme. Tu tío Alonso no ha podido venir, porque anda afanadísimo apartando el ganado que quiere presentar en la feria; pero no te puedes quejar cuando viene en cambio su hija.

El Doctor se deshizo en cumplimientos, y hasta formuló algunas frases bonitas, á pesar de que estaba cortado y de que naturalmente era algo tímido.

Costancita llamó lisonjero á su primo, y se puso colorada.

—Oye, sobrino—dijo Doña Araceli,—¿quieres creer que Costancita tenía miedo de verte y hablarte, figurándose que estabas siempre de doctor, tan serio como en el retrato, y temerosa de cometer alguna falta de prosodia ó de soltar una patochada? Ahora, que te ve de majo, me parece que ya no se asusta.

—Siempre me asusto, tía... ¡Y qué cosas dice usted! ¡Válgame Dios! ¿Cómo había yo de creer{120} que mi primo viniese á caballo, vestido de doctor, con su muceta, borla y bonete? ¡Vamos, no me haga V. tan simple! Lo que yo creía es que mi primo es muy entendido é instruido, esté ó no con el traje doctoral, y que quizás me tuviese en menos cuando notase lo ignorante que soy. No... y lo que es este miedo, no se me ha quitado todavía.

El Doctor volvió á deshacerse en cumplidos, alambicando mucho y devanándose los sesos para demostrar, en lenguaje corriente, sin aparato ni términos científicos, que la mujer todo lo sabe y penetra por intuición, aunque nada estudie, y que en la cara y en los ojos de su prima se columbraba y traslucía más ciencia que en Aristóteles, en Platón y en Santo Tomás de Aquino.

Ya había demostrado el Doctor dicha tesis por dos métodos distintos, é iba á demostrarla por el tercero, cuando le interrumpió Doña Araceli, diciéndole que sin duda vendría cansado, y que cabalgase de nuevo, á fin de llegar pronto á su casa, donde podría reposarse.

El Doctor montó otra vez á caballo; y trotando al estribo del birlocho, del lado en que iba su prima unas veces, y otras, por cortesía, del lado de la vieja, llegó con ellas á la ciudad y á la casa de Doña Araceli.

En los veinte minutos que duró este dulce complemento{121} del viaje, el Doctor lanzó veinte mil miradas incendiarias á su prima: á millar de miradas por minuto.

Costancita recibió el bombardeo de un modo delicioso, aunque difícil de explicar. Ya parecía que penetraba toda la intensidad y significación de aquellas miradas, y bajaba la suya con un pudor lleno de agüeros dichosos; ya que en su inocencia no consideraba aquellas miradas sino como muestras de cariño propio de parientes, y las pagaba con otras miradas de afecto puro y sin pasión de amor; ya se reía con risa sonora y franca, como si la provocase á reír el súbito y volcánico enamoramiento del primo; ya, por último, lanzaba ella también de vez en cuando alguna mirada tan semejante á la del Doctor, que no parecía sino que era la misma, que volvía á él de rechazo, haciéndose mil y mil veces más bella al reflejar en los negros ojos de Costancita.

El Doctor llegó algo mareado á la puerta de la casa de Doña Araceli. Todo se le volvía cavilar si Doña Costanza era un angelito ó un diablito; pero angelito ó diablito siempre le hechizaba.

Se apeó el Doctor de su caballo, que tomó de la brida un criado para llevarle á la caballeriza, y dió la mano á Doña Araceli, para bajar del birlocho. Apenas bajó Doña Araceli, acudió el Doctor á dar la mano á Costancita para que bajase también.{122}

—No, primito. Yo no bajo; me voy á casa. Adiós, primito. Adiós, tía.

Y diciendo—¡á casa!—al cochero, se fué Doña Costanza, dejando al Doctor tan embobado, siguiéndola con los ojos hasta que la perdió de vista. Ella volvió la cara dos ó tres veces antes de desaparecer, y al ir á pasar la esquina disparó la última mirada, que por la distancia no pudo ya el Doctor distinguir de qué clase era.{123}

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V.

PRIMERA IMPRESIÓN

Doña Araceli instaló al Doctor en un cuarto muy alegre y bonito, con un balcón á un patio interior, cuyos muros estaban tapizados con las siempre verdes y frondosas ramas de varios naranjos y limoneros, y en cuyo centro se alzaba un surtidor de agua cristalina, derramándose en una taza de mármol con peces colorados. Todo alrededor se veían arriates con flores. Su aroma y el apacible murmullo de la fuente lisonjeaban á la vez olfato y oído.

En el cuarto había cama, sillas, tocador, sofá y mesa de escribir: todo limpio y bueno.

Allí dijo al Doctor el ama de la casa que podría descansar un rato, hasta las tres de la tarde, hora de la comida.

Luego le dejó entregado á sus propias reflexiones.

Faltaba poco tiempo para las tres, y el Doctor{124} no tenía gana de descanso. Púsose, pues, á pasear y á hacer examen de conciencia.

Hombres hay que la tienen clara, y otros que la tienen confusa. La del Doctor era de la última clase. No quiere decir esto que viese menos y peor que otros en el fondo de su alma. Tal vez nace la confusión de la conciencia de ver demasiado. Los que no ven más que aquello que les conviene, agrada ó adula, lo ven ó creen verlo con gran claridad. Los que ven también lo que los contraría, vacilan y se enredan. El pro y el contra de sus propias acciones, y un tropel tumultuoso de encontrados pensamientos y propósitos, pelean sin tregua allá dentro.

Con la misma obscuridad y contradicción que se veía el Doctor á sí propio, veía los demás objetos que venían á pintarse en su interior sentido.

La primera duda que se proponía el Doctor era la siguiente:

—¿En qué concepto tendré á mi prima?

Ya estaba cierto de que era bonita, elegante y discreta; pero no sabía si era buena ó mala.

Lo que no quería creer es que fuese medio mala ó medio buena. O había de ser Costancita un breve cielo, ó un resumen y amasijo de todos los diablos. Propenso el Doctor á exagerar las cosas, apasionado y romántico, decía de Costancita:

—¡Ella será mi salvación ó mi perdición, mi infierno ó mi gloria, mi Tabor ó mi Calvario!{125}

Claro está que Costancita no le era indiferente, que casi estaba ya enamorado de ella. Después se preguntaba:

¿Y ella... pagará mi amor? ¿Será capáz de pagarle? ¿Será capáz de comprenderle siquiera?

Procedamos con método.

Este mismo amor, elevado, difícil de comprender, cuya magnificencia tal vez no cabe en el angosto cerebro del vulgo de las mujeres, ¿le sentía ya ó no le sentía el Doctor por Doña Costanza?

El Doctor no sabía qué responder á esto, como no sabía qué responder á casi nada, á fuerza de saberlo todo.

Amaba ó no amaba á Costancita, según lo que por amor se entendiese. Y como él se daba una multitud de definiciones del amor, resultaba que unas veces la amaba y otras veces no la amaba.

Si la quería con el fervor de la mocedad, viéndola linda, fresca, aseada, elegante, algo coqueta, consideraba que podría amar sucesiva ó simultáneamente á otras muchachas como se presentasen á sus ojos adornadas de los mismos requisitos.

—El amor—añadía—, es exclusivo: luego no amo á mi prima con verdadero amor.

¿Amaba á su prima porque en su rostro, en sus ojos, en su sonrisa, había creído descifrar y traslucir un espíritu simpático con el suyo, lleno de inteligencia, de pasión y de vida? El Doctor recelaba{126} que iba ya amándola así, y entonces concedía, no que la amaba como se ama á la mujer en general, sino con el exclusivismo propio del verdadero amor; con predilección al menos. A poco que hiciera la primita, el Doctor se consideraba preso en sus redes.

Pero en este amor repentino, ¿no podría intervenir por mucho el interés? ¿No podría parecerse su amor al del profeta Elías hacia el cuervo? El Doctor despojaba entonces mentalmente á su prima de la renta que debía darle su padre y de las esperanzas de una pingüe herencia. Con este despojo, algo se sutilizaba y se esfumaba el amor; pero no se evaporaba ni desvanecía. Aún quedaba en el alma su figura, si bien menos determinados los contornos. Sentía el Doctor que, prescindiendo de la conveniencia, importaba poner otras condiciones más poéticas que los acabasen de decidir; era menester que el dibujo de su amor se concluyese y determinase con líneas más puras, pero al cabo con otras líneas.

El amor propio, la vanidad, ¿no podría ser, en este caso, estímulo y fundamento del amor? El Doctor se confesaba que sí. Pero ¿qué amor, nacido en corazón humano é inspirado por un objeto, humano también, finito y perecedero, hace su primera aparición limpio de toda mezcla de otros sentimientos más vulgares? El oro del amor rara vez{127} sale de sus ocultos mineros sin estar en liga con metales de más baja ley. Sólo el fuego vivísimo que en sí lleva le purifica después en el crisol del alma, donde, si el alma tiene la firmeza y el temple que necesita para resistir dicho fuego, acaba por resplandecer el amor puro, como oro exento de toda escoria y de superiores quilates.

Con esta comparación metalúrgica se tranquilizaba bastante el Doctor, porque se estimaba en tanto y empezaba á estimar en tanto á su prima, que se afligía de que en sus relaciones con ella pudiera haber nada que no fuese poético y moralmente bello.

—¿Qué habrá pensado de mí la primita?...—era otra de sus preguntas.

Entonces sentía un noble deseo de agradar, y un delicado y modesto temor de no agradar. Pero ¿esto probaba la existencia de un amor tan sublime como el Doctor lo fantaseaba? En manera alguna.

El Doctor era de aquéllos que desean agradar á todo el linaje humano, aunque no le amen, y ser apreciado aun de las personas á quienes menos aprecian.

Notaba él, sin embargo, que deseaba ya con más ansia agradar á la prima que agradar á cualquiera otro individuo. Sólo quedaba por cima de este deseo de agradarla el deseo de agradar á muchos á la vez, el deseo de gloria. ¿Qué era preferible, enamorar{128} á la muchedumbre ó enamorar á la prima? ¿Llegaría á amarla de modo que hasta á la gloria la prefiriese? El Doctor se quedaba perplejo en este punto. La cuestión estaba en hallar en lo profundo del alma de su prima los tesoros poéticos que él por momentos le atribuía con la imaginación generosa. Si hallaba estos tesoros, preferiría á su prima hasta á la gloria. Era indispensable que fuese tan mala ó tan buena como él soñaba, ya que hasta por mala comprendía él que podría amarla de amor no vulgar.

¿Y si la primita no era ni buena ni mala, ni tonta ni discreta, sino un ser mediano? Aquí el Doctor creía que no llegaría á amarla, salvo en un caso. Su prima podía tener en el metal de la voz, en la luz fulmínea de la mirada, en la armonía de las facciones, en el movimiento del cuerpo, en el aire, en el ambiente magnético de su ser, un atractivo misterioso, cuya fuerza, sin que ella la comprendiese, sedujera y encadenara á un hombre como él. Así tal vez hay demonios ó genios que acuden sumisos á un conjuro, pronunciado por alguien que sabe la fórmula de memoria, si bien ignora su valor y el secreto y la razón de su eficacia. Así tal vez un músico, cantando ó tocando, despierta en un alma superior, como el Doctor juzgaba la suya, sentimientos y pensamientos que él ignora, que él no atina ni á concebir en su mente.{129}

Todo esto y mil cosas más discurrió el Doctor con rapidez y en forma de maraña, sin poner orden ni concierto en sus vagas imaginaciones.

Descendiendo luego á negocios más triviales, pensó en que le convenía que su prima gustase de él, para lo cual era de suma importancia no ponerse en ridículo á sus ojos, pues él entreveía ya que su prima era algo burlona.

El miedo de hacerse blanco de sus burlas crecía con el afecto. Mientras más imaginaba amarla, más miedo tenía de hacerla reír á su costa. Importa declarar aquí, á pesar de todo, y aun exponiéndonos á que nuestro héroe pierda muchas simpatías entre nuestras lectoras, si llegamos á tenerlas, que el Doctor no formaba muy favorable opinión del juicio de las mujeres en general. A la más recta y acertada en sus juicios no solía darle un criterio superior al de un niño de diez años. Temblaba, no obstante, de aparecer digno de risa á los ojos de su prima.

Aunque era inocentón y casi siempre estaba en Babia, se dió á cavilar y presumir que el retrato enviado por Doña Ana á Doña Araceli, con muceta, bonete y borla, había hecho reír á Doña Costanza. Entonces se percataba de que el retrato estaba mal pintado, como pintado por seis duros, y de que además estaba él muy serio en el retrato.

—Vamos—decía,—mi prima imaginó que yo{130} era un extraño pendantón de lugar; un bicho raro. Mejor... ya se habrá desengañado; ya me ha visto; ya habrá formado de mí mejor idea. De todos modos, bien pronosticaba yo que el uniforme de lancero y el de maestrante no habían de cautivar á este diablo de chica. No quise disgustar á mi madre. Por eso los he traído; pero los dejaré en el fondo de los baúles y me guardaré de decir que los tengo aquí.

Tomada con brío esta resolución de no emplear los uniformes para conquistar el corazón de Doña Costanza, surgía otra dificultad de mayor tamaño, si cabe.

—Y el piñonate, los gajorros y demás comestibles, que vienen de presente, ¿me estará bien entregarlos?

Aquí el Doctor se acordó de aquellos versos de La Gatomaquia, cuando habla el poeta del presente que Micifuf enviaba á Zapaquilda:

¿Qué gala, qué invención, qué nuevo traje?
En fin, vió que traía
un pedazo de queso
de razonable peso,
una pata de ganso y dos ostiones.

Su presente le pareció gatuno. Lamentó su miseria. Deploró no haber traído algún brazalete de oro y diamantes, algún collar de perlas ó algún rico{131} medallón de esmeraldas y rubíes, en vez de traer empanadas de boquerones; pero, en fin, en Villabermeja no había otras joyas mientras no se descubriesen las emparedadas por su tatarabuela, la princesa india. Nemo dat quod in se non habet.

Además, todo el busilis estaba en dar el arrope, las gachas de mosto y las empanadas de un modo sencillo y humilde. La mirra, el oro y el incienso de los reyes de Oriente, no fueron más gratos á la divinidad humanada que las pobres y rústicas ofrendas de los pastores.

No se serenaba el ánimo del Doctor con este recuerdo evangélico. La sangre se le agolpaba á las mejillas sólo de pensar en el instante de la entrega de las empanadas y del arrope.

¿Entregaría el presente á Doña Araceli de parte de su madre, salvando toda su responsabilidad? En esto podría haber falta de piedad filial y sobra de cobardía. ¿Haría que Respetilla lo diese todo buenamente á alguna criada para que ésta lo entregase á la señora? Tal arbitrio ó recurso no parecía mal al pronto; pero apenas recapacitaba el Doctor, cuando le encontraba relleno de inconvenientes y preñado de peligros. Acaso las criadas, que en Andalucía suelen ser aficionadas á golosinas, se atracasen de todo ó se llevasen gran parte á sus casas, ó agasajasen á sus novios con lo más apetitoso y delicado, menoscabando así la grandeza y dignidad{132} del presente, antes de que le viese Doña Araceli y fuese á encerrarle en la despensa.

Ello es que la entrega del presente dió mucho en qué pensar á D. Faustino. ¡Cuánto se arrepentía de haberle traído!

—Estuve sobrado condescendiente con mi madre,—se decía, sin recordar que él mismo, dentro de Villabermeja, respirando aquellos aires, sujeto á aquellos influjos campesinos, y distante aún de la prima burlona y seductora, no había considerado con desdén ó desvío el presente suculento. Ahora, por el contrario, quizás ponderaba más de lo justo su ridiculez, murmurando entre dientes:

—Costancita se va á burlar de mí. De seguro que ha visto los tres mulos de reata que venían en pos de nosotros. Sin duda que estará diciendo: ¿Qué traerán aquellos mulos? ¿Qué ocultarán aquellos serones y cofines? Tal vez repetirá, en prosa, el verso de La Gatomaquia:

¿Qué gala, qué invención, qué nuevo traje?

Cruelísima carcajada va á soltar cuando su tía Araceli le envíe de mi parte gachas de mosto y arrope y empanadas de boquerones. ¡No falta más sino que yo haga la advertencia que me encargó mi madre que hiciera! Mi madre me encargó que hiciera la advertencia de que estas empanadas no se toman con chocolate... Pero, señor, ¿y por qué no{133} han de tomarse con chocolate? Pues lo que es á mí me gustan. No pocas veces, á pesar de su picadillo de cebollas y tomates, me he sacado con ellas, á pulso, un par de jícaras bien hondas. Con todo, mejor hubiera sido no traer las empanadas. ¿Me callaré que he traído los comestibles, y se los cederé á Respetilla para que los devore? Tampoco. ¡No, y mil veces no! Respetilla es interesado, y podría poner con ellos tienda en la feria, y hasta suponer que era por cuenta mía, y que el alcaide perpetuo de la fortaleza y castillo de Villabermeja se había metido á bodegonero.

Así cavilaba y se contradecía el Doctor, cuando entró Respetilla, cargado con los baúles.

—¿Dónde vienen los uniformes?—preguntó el Doctor en voz baja, no hiciese el diablo que le oyeran.

—En este baúl—dijo Respetilla señalando el mayor.—¿Saco el de lancero para que su merced vaya de lancero á ver á su prima?

—No, maldito de Dios. No saques ni el de lancero ni el de maestrante. No digas siquiera que has traído tales uniformes.

—Pues qué, ¿no le gusta á la señorita la gente de tropa?

—No, no le gusta. Guárdate bien de decir que he traído los uniformes.

—Válgame Dios—añadió Respetilla,—pues si á{134} la señorita no le gusta la vestimenta militar, ¿por qué no trajo su merced aquellos arreos de doctor?

—Porque tampoco le gustan aquellos arreos.

—Entonces, ¿qué arreos le gustan?

—Yo no sé. Ningunos.

—Pues todo aquello de doctor es muy vistoso. ¡A fe que lo celebraron poco el cura y el médico, el día en que su merced se lo puso para que le viesen en casa!

—No digas simplicidades. Cuenta con charlar aquí. Que no sepan que yo me vestí de doctor en Villabermeja para que me viesen el médico y el cura.

—Toma... ¡y qué mal hay en eso! Y el ama Vicenta también quiso ver á su merced, y su merced se volvió á poner otro día el bonete y el ropón negro y la esclavina colorada. Por señas que el ama dijo á su merced: ¡Ay hijo mío, qué hermoso estás así: te voy á comer á besos! ¿Quién me había de haber dicho que se criaría á mis pechos un doctor tan resalado?

—Bien, bien; pero aquí no está el ama que me crió; y como en cada tierra hay sus usos, y como esto se parece más á Granada que á nuestro lugar, conviene obrar con circunspección. Lo que en Villabermeja fué una condescendencia inocente, lícita y hasta indispensable, aquí podría pasar por una{135} tontería. No hables á nadie tampoco del traje de doctor.

—¿Pues de qué hablo?

—De nada. De tí mismo. ¿Qué necesidad tienes de hablar de mí? Cállate.

Respetilla se calló, y su amo se lavó y vistió con pantalones, levita y chaleco.

Cuando le llamaron al comedor, y durante la comida le dijo Doña Araceli que Respetilla le había entregado el presente de su madre, al Doctor se le quitó un peso de encima.

Doña Araceli, sin la menor ironía, elogió el arrope y las gachas y todo lo demás, incluso las empanadas, y dijo que había enviado gran parte á su sobrina, á quien gustaban mucho aquellas cosas.

El Doctor se avergonzó entonces por un motivo contrario. Creyó que había tenido una mala vergüenza del lugar en que había nacido, del presente, y hasta de su madre que le enviaba. Lo cierto es que la esencia de esto que llaman ahora cursi está en el exagerado temor de parecerlo.

Mientras que el Doctor había estado pensando y haciendo cuanto queda dicho, su prima Doña Costanza tenía con su padre, que acababa de llegar del campo, el siguiente coloquio:

—¡Dios te guarde, muchacha!—dijo D. Alonso, entrando en el cuarto de su hija, sin haberse aún{136} descalzado las espuelas.—¿Llegó por fin Faustinito, como anunciaba mi prima Ana?

—Sí; papá: llegó Faustinito.

—¿Saliste á recibirle con tu tía? ¿Le viste y le hablaste?

—Sí, papá.

D. Alonso miró atentamente á su hija, como si quisiese descubrir en la mirada el efecto que había hecho el primo.

Importa advertir aquí que D. Alonso era el padre más amoroso que puede imaginarse. Su hija le dominaba y hacía de él lo que quería. Nada amaba D. Alonso tanto en el mundo, si se exceptuaba su dinero. Su dinero y su hija eran sus dos amores, y los dos fundamentos de su desmedido orgullo. Lo mismo que se dejaba dominar por la codicia, se dejaba dominar por el amor paternal. No había sacrificio que no hiciese por ganar dinero. No había capricho de su hija á que no se prestase, como no hubiese que sacrificar el dinero que había ganado.

D. Alonso era brusco, censurador, enemigo de todo compromiso y de toda ligereza; pero, refunfuñando y rabiando, pasaba por todo como se empeñase su hija.

—Siento que haya venido ese chico—dijo al cabo de un rato D. Alonso.—Te he aconsejado mil veces que no le hicieses venir; pero tú no haces caso de mis consejos. Eres loca de atar.{137}

—¿Y qué locura hay en haberle hecho venir? ¡Vaya, papá bonito, no estés tan desabrido conmigo!

—¿Cómo que no hay locura? Mi sobrino es mi sobrino, y no es ningún mono para que tú te diviertas.

—Mira, papá, ¿de dónde infieres tú que yo gusto de monos para divertirme, ni que lo sea Faustinito, ni que yo quiera divertirme con él, en mal sentido se entiende? Porque, lo que es en buen sentido, él es mono, y quizás, quizás acabe por divertirme yo con él más de lo que crees. ¿Por qué no he de enamorarme de él y darle mi blanca mano?

—Aunque dice el refrán que quien habla mal de la pera es quien se la lleva, no puedo creer que hables con formalidad. Pues qué, ¿será tal el Faustino vivo que logre inspirarte amor, después de haberte dado tanto que reir en efigie? Aquí, donde nadie nos oye, confiesa que le has hecho venir por curiosidad y por gana de burlas y risas.

—Bien, ¿y qué? Lo confieso. ¿Dónde está el pecado? Figúrate que Faustinito ha venido para mi recreo durante la feria. ¿Qué hueso se le rompe? ¿Qué tormento se le da? ¿De qué soga se le ahorca? ¿A qué palabra se le falta?

—Pero, hija mía, ¿no es un pecado burlarse así de un pobre muchacho? Tu tía Araceli, á quien debes{138} heredar y que ha tomado el negocio de buena fe y por lo serio, ¿no se picará si llega á entender tu malicia?

—No, papá, porque estos pecadillos míos no se los digo á nadie más que á tí, porque para tí no tengo secretos. Por otra parte, lo repito con seriedad, me he llevado chasco. No te diré que me voy á enamorar del primo; pero, al verle, no le he hallado ridículo como en el retrato. ¿Quieres creer que es guapo mozo? Y no parece tonto ni ordinario. En fin, ya le veremos con más detención esta noche. La tía le traerá á casa de tertulia. ¡Ah! se me olvidaba. El infeliz nos ha enviado una infinidad de chucherías de su lugar, que ya he mandado poner en la despensa. Y monta bien á caballo. Y la jaca castaña que trae no es ningún jamelgo.

—¿Y qué tal se explica?—preguntó D. Alonso.

—Muy bien se explica,—respondió Doña Costanza.

—¡Eres muy original, hija mía; eres muy original!

—¿Y por qué soy original? ¿Qué das á entender con eso?

—Doy á entender que me haces pasar de Herodes á Pilatos. Yo no quería que nos burlásemos de Faustino, y que nos indispusiésemos con la familia, y que hiciésemos una afrenta á nuestra propia sangre y casta; pero, la verdad, tampoco quisiera{139} que acabases por enamorarte de un hombre más perdido que las ratas, y que tal vez no sirva para cosa alguna, sino para comerse lo que yo te dé. Pues no creas que es mucho. La fama es mentirosa y ponderativa. En dinero y calidad, la mitad de la mitad. ¿Qué piensas tú que podré yo darte? Harto sabes lo malas que han sido en estos últimos años las cosechas de trigo y de aceituna. El Gobierno nos saca el redaño á fuerza de contribuciones. Todo se lo tragan en Madrid. Aquello es un sumidero de caudales. Vamos, ¿qué piensas tú que podré yo darte?

—¿Y qué sé yo, papá? Tú me darás cuanto yo te pida. ¿Pues qué me negarás, queriéndome tanto?

—No es que yo te niegue nada, sino que no tengo mucho. No te figures que tu papá es un Creso. Lo más que podré darte son tres mil duritos de renta. Para vivir aquí hay de sobra; pero si quieres ir á Madrid ó á Sevilla, esto es poquísimo, y no hay que contar con más en mucho tiempo. Yo estoy robusto y pienso vivir veinte años lo menos todavía.

—Ojalá me vivas mientras yo viva. Pues qué, ¿no te quiero yo con todo mi corazón?

—Sí, me quieres. Ya lo creo que me quieres; pero no eres dócil, haces cuanto disparate te pasa por la cabeza: estás demasiado mimada. En fin, no vayas á enamorarte ahora de ese descamisado de Doctor Faustino.{140}

—Entonces me burlaré de él, y afrentaré á mi familia, á mi sangre y á mi casta, y se picará la tía Araceli, á quien debo heredar.

—Pues no te burles de él tampoco.

—Mira, papá: esto, he leído yo en no sé qué librote que se llama un dilema. Tiene dos términos: ó burlarme ó casarme. ¿Qué prefieres?

—Niega tal dilema. Conviértele en trilema ó en cuatrilema. Añádele el término de no coquetear ni marear al primo y de que se vuelva sosegado y contento á su casa cuando pase la feria, ó añádele el término de desengañarle suavemente, si se empeña en enamorarte, y no te burles ni te cases.

—No me vengas con sofisterías, papá; aquí no hay más que dilema y archi-dilema; ó boda ó burla. ¿Sería poca burla pagar sus chucherías al pobre primo dándole calabazas enconfitadas?

Apurados todos los recursos de su dialéctica, D. Alonso se calló, reconociendo tácitamente la existencia del dilema y dando un beso en la frente á Doña Costanza.

Ella, en cambio, hizo á su padre el lazo de la corbata, le dió cuatro ó seis palmaditas en el carrillo y le acarició, por último, la calva con una fuga de besos sonoros, mientras que le tenía asida la cabeza entre sus manos blancas y suaves.

D. Alonso, en aquel instante, se sintió tan feliz y tan amado por su hija, que le hubiera dado, en vez{141} de los tres mil, hasta cuatro mil duros de renta. Lo que no le hacía gracia era que Costancita pensase, ni de broma, en casarse con el Doctor Faustino; pero se consolaba con creer que el tal proyecto no podía pasar de ser una broma, y sólo temía que fuese algo pesada.

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VI.

CARTA DEL DOCTOR Á SU MADRE

Dos días después de la llegada del Doctor á casa de Doña Araceli, pareció necesario que el mozo, que había venido con los mulos, volviese con ellos á Villabermeja, así para evitar gastos é incomodidades á la espléndida anfitriona, como porque los mulos no eran del Doctor; sino prestados. La ilustre casa de los López de Mendoza no podía sustentar ya sino la jaca del Doctor, el mulo de Respetilla, y dos borricos que casi siempre estaban estudiando. En Villabermeja se entiende por estudiar dejar sueltas en el campo las caballerías para que ellas se busquen la vida, alimentándose de la escasa hierba que pueden hallar, sobre todo cuando no llueve. Como el Doctor pensaba quedarse con su tía una larga temporada, el mozo de los mulos volvió con ellos de vacío al lugar. D. Faustino envió por este medio una extensa carta á su madre, que trasladaremos íntegra en este sitio, por{144} ser un importante y fidedigno documento de nuestra historia.

La carta decía:

»Querida madre: No sé si alegrarme ó entristecerme de haber venido por aquí y de haber acometido esta empresa. La tía Araceli es la misma bondad, la quiere á V. mucho y me ha recibido y tratado con el mayor afecto. Aunque la tía tiene talento, es tan candorosa, que no descubre en nada la malicia. Así es que los elogios que Costancita hizo de mí, al ver el retrato doctoral, créame V., fueron irónicos, y la tía los tomó por moneda corriente. Costancita me ha hecho venir por curiosidad y porque es muy caprichosa y porque está muy mimada por su padre y hace cuanto se le ocurre; mas no porque se enamorase al verme en efigie con el bonete y la muceta. Por fortuna, me lisonjeo de haber infundido en el ánimo de Costancita mejor idea vivo que retratado.

»He hablado con el tío Alonso, que, gracias á Dios, tiene buena índole, pues sería insufrible si no la tuviera. Está tan vano y engreído con sus riquezas, que se figura que es el hombre más discreto, hábil y entendido entre cuantos mortales conoce. Atribuye á ciencia suya, y no á feliz casualidad, el haber hecho tanto dinero, y entiende que poseyendo él en alto grado dicha ciencia, que{145} es la principal, puede y debe decidir sobre todas las otras sin apelación. Habla, pues, de política, de literatura, de artes, de todo, en suma, con autoridad imperiosa; y como aquí apenas hay persona de la sociedad que no le deba dinero ó favores, todos acatan su opinión como la voz de un oráculo, y no hay quien le contradiga.

»La amabilidad del tío es extraordinaria, no sólo conmigo, sino con cuantos vienen á verle. Quiere pasar por un señor muy llano, lo cual no impide que sea majestuoso y entonado á la vez. Se dirige á todos con cierto aire de protección y de superioridad, que no ofende por la natural buena fe de que nace.

»El tío presume también de chistoso y goza mucho de que le rían las gracias. Cuantos asisten de noche á su tertulia se juzgan en la obligación de reírselas, y por lo común, se las ríen sin esfuerzo ni violencia, porque el dinero está dotado de tal encanto, que agracia la palabra y los pensamientos de quien le tiene.

»Nada ha dicho el tío por donde se pueda colegir que sabe nuestros planes.

»Sólo se ha jactado conmigo, y creo vana la jactancia, de que, si quisiese, podría disponer de todos los votos de este distrito y hacer un diputado á su gusto.

Dos ó tres veces me ha interrogado como para{146} examinar mi capacidad, medir mis fuerzas y calcular qué se puede esperar de mí. Ignoro si el resultado de estos exámenes me ha sido favorable ó adverso. Bajo las apariencias de franqueza lugareña y de inocencia rústica y campechana, tiene el tío, á mi ver, mucha recámara y disimulo.

»No hablo á V. de la tertulia diaria de casa del tío, pues es como todas. Los viejos juegan al tresillo; los jóvenes arman duos amorosos ó se divierten contando chismes. Costancita parece una emperatriz. Dos ó tres amigas están junto á ella, como si fueran sus damas de honor ó su servidumbre, y luego se forma en torno un ancho círculo de admiradores.

»Al punto se advierte que todos la adoran, sin que la deidad adorada haga el menor favor, salvo el de agradecer los rendimientos y adoraciones con alguna mirada piadosa ó con alguna dulce sonrisa. Á Costancita se le graba y ahonda, cuando sonríe, un precioso hoyuelo en la mejilla izquierda, y enseña, además, unos dientes blanquísimos.

»No se ha proporcionado ocasión, en dos días, de que yo hable con ella á solas. Casi me alegro. Costancita me ha inspirado cierto respeto y consideración, tal vez porque es mi prima, y no quisiera profanar el amor, hablándole de amor, antes de estar cierto de que la amo.

»Cuando yo no sé aún si la amo, ¿cómo he de{147} saber si me ama ella? Me echa miradas muy cariñosas; pero no acierto á calcular todo el valor y significado de estas miradas. Creo que á ninguno de los admiradores se las dirige tan significativas; pero como el amor propio puede engañarme, siempre estoy espiándola á ver si mira á algún otro del mismo modo que á mí.

»Ella no cae en la cuenta de que yo la espío. Hay en ella mucho candor infantil. Reina en su conversación singular hechizo. ¡Qué melindres los suyos! ¡Qué inocentadas! Parece una criatura de siete años.

»Y no obstante, ¡si viera V. con qué discreción habla en ocasiones, qué cosas tan sutiles dice, cómo remeda á éste ó se burla de aquél, y con qué travesura y desenfado lo hace todo! El tío Alonso se queda embobado oyendo y viendo las que él llama maldades de su diablillo. Yo no extraño esto, porque la chica es tan viva y tan graciosa, que aun sin que sea á su padre puede embobar á cualquiera.

»Al principio (ya V. sabe lo receloso que yo soy) empecé á temer que Costanza fuese una niña muy consentida, mala de carácter y fría de corazón; pero ya creo que no: ya creo que es buena.

»¡Si oyera V. con qué voz tan argentina y con qué acento tan blando me llama primito!

»En la tertulia, en medio de sus admiradores, me distingue y considera mucho, y me saca conversación{148} á propósito para que yo pueda lucirme, y me anima y me aprueba cuando digo algo que le parece bien.

»Me ha hecho varios cumplimientos muy naturales y sentidos, que me han lisonjeado. Me ha dicho que monto muy bien á caballo, y que sé contar cosas muy entretenidas y amenas.

»Hasta llega á asegurar que las empanadas de boquerones que hacen en Villabermeja le saben á gloria, y que de las que yo he traído, se regala tomando una diaria con el chocolate del desayuno.

»Me ha preguntado por las curiosidades de ese lugar, y unas veces ha celebrado con risa mis contestaciones, cuando eran para reir; otras veces las ha oído con mucho interés, cuando eran serias. Ha querido saber, por ejemplo, si era muy grande el castillo; si el Comendador Mendoza seguía penando en los desvanes de casa; si en Villabermeja roncan al hablar como en Jaén ó gastan otro linaje de ronquidos; y, por último, si nuestro Santo Patrono sigue haciendo milagros ó vive ocioso en el cielo. Acerca de este punto le contesté dando involuntariamente á mis palabras cierto tinte vago de libre pensador, y afirmando que el Santo Patrono no trabaja ahora; pero pronto me contuve, notando la severidad y el disgusto con que me oyó Costancita, de quien he sabido además, por tía Araceli, que es fervorosa creyente. En efecto, en aquella frente{149} serena, en aquellos ojos que destellan luz inmortal, y en todo aquel ser delicado, elegante, etéreo y armónico, se está revelando que vive un espíritu lleno del más puro idealismo.

»Ni con la tía Araceli he querido hablar de proyecto de boda. Tampoco la tía me ha hablado. Es menester antes que yo me enamore de Costancita y que Costancita se enamore de mí. Entonces todo será natural y decoroso. Una gran pasión todo lo justifica. Pero así, sin pasión, ¿cómo he de tratar yo de matrimonio? ¿Qué puedo ofrecer á mi prima? Un caudal de esperanzas y de ilusiones.

»Siempre que siento la tentación de hablar de boda, siquiera con la tía, recuerdo cierto cuentecillo, y la tentación se me pasa. Recuerdo á aquel novio que dijo que si su futura llevaba para comer, él llevaría para cenar; pero, cuando se casaron y comieron ricamente, llegada la hora de la cena, el novio salió con que no era ningún buitre, y con que, si comía bien, jamás cenaba. Así tendría yo que hacer con Costancita, como no le ofreciese para cena mis ilusiones, ó como no la obligase á vivir á Villabermeja, en un perpetuo idilio, donde, con los zuritos de la casería, con los conejos, pavos, gallinas y pollos de nuestro corral, con la caza, con la miel de nuestras colmenas, con las uvas de nuestras viñas, con nuestro vino y aceite, y con cuanto V. prepara y guarda en la despensa, basta y sobra{150} para un rústico banquete diario, digno de García del Castañar y de su fiel, enamorada y linda esposa.

»Mas para esto son inútiles todas las riquezas de Costancita... ¿Qué digo son inútiles? Son perjudiciales. Rica heredera, lisonjeada de hermosa, con la conciencia de su natural distinción, de su poder, de su gallardía y de su elegancia, Costancita querrá ir á las grandes ciudades y brillar en ellas, y tendrá tambien sus esperanzas y sus ilusiones, que nunca desechará como no se prende de mí y llegue á adorarme. Y si se prenda de mí y llega á adorarme, ¿qué razón hay para quedarnos en Villabermeja, teniendo Costancita dinero con que vivir en Madrid, donde justificaré yo su amor y el gran concepto que ella forme de mí, encumbrándome por todos estilos? Resulta, pues, que ora me quiera, ora no me quiera Costancita, es imposible realizar con ella un idilio bermejino. Para este idilio importaba encontrar una Costancita tan pobre como yo ó más pobre.

»Y aquí me pregunto: ¿tengo vocación para hacer este idilio? Si Costancita fuese pobre, más pobre que yo, y me amara, ¿la amaría mi alma y olvidaría por ella todo otro anhelo, y hundiría y ahogaría en el piélago de luz beatífica de una mirada suya los mil ensueños de ambición y de gloria?{151}

»Desde que ví á Costancita me estoy preguntando esto, y no atino con la respuesta. Advierto luego con vergüenza que mi pregunta equivale á esta otra, despojada ya de todo artificio retórico, en su terrible y brutal desnudez: ¿Quiero engañarme á mi mismo fingiéndome que amo ya á Costancita, cuando en realidad no amo sino su dinero? ¿Qué hipocresía absurda pretendo emplear hasta conmigo? ¿Por qué vine aquí? ¿Me atrajo la fama de las virtudes y de la hermosura de mi prima, ó acudí al olor del dote? Si soy un Coburgo lugareño ¿para qué presumir de fino enamorado y de romántico adorador de la señora de mis pensamientos?

»Para que responda á estas preguntas, para que confiese su crimen, hace dos días, desde que ví á Costancita doy á mi alma todo género de tormentos. Soy un feroz inquisidor de mi alma, y el alma no contesta claro. ¡Es singular! En Villabermeja, y durante el viaje de Villabermeja á esta ciudad, acepté é hice sin repugnancia el papel de Coburgo, y ahora me repugna el papel y quiero cohonestar mi conducta, fingiéndome enamorado. ¿Será mi orgullo que se despierta al ver lo burlona que es mi prima? ¿O la misma vergüenza de ser un aspirante á su dote provendrá de que ya la amo?

»En fin, yo ando muy confuso, y no atino á explicarme estas cosas.{152}

»Tal vez, como yo he vivido casi siempre en Villabermeja, donde lo más distinguido que hay en punto á mujeres son las Civiles, y como en las cortas temporadas de Granada he hecho siempre vida estudiantil, jugando al monte, y siendo las damas más encopetadas con quienes he tratado alguna bailarina ó alguna pupila, me he dejado deslumbrar por Costancita. Quizás, viniendo en busca de dinero, hallé amor, pues más bien halla amor quien le siente que quien le inspira.

»De cualquier modo que sea, presiento en este asunto algo más serio de lo que pensábamos.»

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VII.

PRELIMINARES DE AMOR

Hay en mi mente mil razones que la inclinan á no proseguir la narración de esta historia. Sólo el compromiso que contraje al empezar su publicación me lleva ahora á continuarla.

El protagonista me desagrada cada vez más. En sus calidades intrínsecas hay poco ó nada que le haga interesante, y, sobre todo, su posición de señorito pobre es antipoética hasta lo sumo. ¿Qué lance verdaderamente novelesco puede ocurrir á un señorito pobre? Un buen héroe de novela sin dinero no es concebible sino entre salvajes, en países remotos, en edades antiguas, en medio de civilizaciones bárbaras ó en lucha abierta con nuestra civilización y foragido de ella, donde sean, de acuerdo con la sentencia del ingenioso hidalgo, sus fueros, sus bríos; sus pragmáticas, su voluntad. Pero protegido á par que reprimido por un juez, por un alcalde y hasta por un guardia civil, con cédula de vecindad ó con pasaporte, sujeto á multitud{154} de reglas, encomendada la defensa propia á gente asalariada por la comunidad, lleno de temor de faltar, no ya á un precepto de ley, no ya á un reglamento de policía urbana, sino á lo que llaman conveniencias, ¿qué se ha de esperar que dé de sí un señorito pobre, digno de la más sencilla y pedestre novela? De no romper con la sociedad haciéndose mendigo ó bandolero, importa sobreponerse á ella, lo cual no se consigue sin ser un Abul-Casen ó un Montecristo.

Nada de esto era nuestro pobre Doctor, y yo no he de apartarme un ápice de la verdad, suponiendo lo que no era. Suplico, pues, á mis lectores que me disculpen si caigo y hasta me arrastro y revuelco en el más prosaico realismo.

A fuerzas de trabajo y de súplicas, habían logrado Doña Ana y el Doctor que unos marchantes bermejinos les compraran dos tinajas del vino superior que tenían, de la flor y nata de la cosecha, pagándolas al contado, caso raro por allí, y á diez reales la arroba. El producto líquido de esta venta, deduciendo mermas, botas de regalo á los marchantes y gajes y propina del corredor, se elevaba á la cantidad de mil nuevecientos reales. Los marchantes entregaron religiosamente dicha suma en monedas de todas clases, siendo más de mil reales en calderilla. Según el uso del país, cada cien reales, ó sea cada ochocientos cincuenta cuartos, venían{155} metidos en una esportilla de palma de escoba, cosida con guita ó con tomiza. Como la esportilla no se ha de dar de balde, en cada esportilla se cuentan sólo ochocientos cuarenta y ocho cuartos, restados dos por el valor de la esportilla. Verdad es que la esportilla es siempre útil, pues cuando no sirve para llevar cuartos, sirve para llevar aceitunas, con lo cual se saca la ventaja de que los cuartos vengan á menudo bañados en el caldo y aliño de las aceitunas, y las aceitunas adquieran cierto sabor y olor á la mugre de los cuartos. Por lo demás, lo mismo debieran valer mil reales en cuartos, metidos en esportillas, que mil reales en oro. El Doctor, sin embargo, no quiso emprender la conquista de su prima Doña Costanza con aquel numerario tan voluminoso y mugriento. Su transporte, en la forma en que estaba, casi hubiera requerido otro mulo más sobre los tres, ó mejor dicho en pos de los tres del equipaje y de los presentes. El Doctor tuvo, pues, la precaución de acudir á la vieja tendera, que le quería bien, á pesar de la mala pasada que hicieron los podencos comiéndose el reparo de bizcochos con vino y canela; y la tendera, rica y generosa, le hizo el insigne favor de cambiarle los mil y nuevecientos reales en dobloncillos de dos y cuatro duros. Con este oro se habían pagado ya las costas de la posada durante el viaje.{156}

A los cuatro días de vivir el Doctor en casa de Doña Araceli, un señor Marqués de Guadalbarbo, que había venido como él á la feria, le llevó al Casino, le indujo á jugar al monte, le excitó é echar tres ó cuatro vaquitas, que todas berrearon, y los mil nuevecientos reales se vieron reducidos á poco más de mil.

Temeroso el Doctor de encontrarse sin blanca, hizo promesa solemne de no volver al Casino, para no caer en la tentación de jugar al monte.

Era menester que los mil reales que le quedaban alcanzasen para el tiempo que había de estar en el pueblo de su prima, para gratificar á los criados al partir, y para los gastos del regreso á la patria.

La íntima contemplación de esta miseria propia aumentaba la timidez, la melancolía y el encogimiento del Doctor en todas partes. Se avenía tan mal el don con el tiruleque, disonaba tanto lo de Alcaide perpetuo y demás blasones con aquella escasez absurda de metales preciosos, que D. Faustino se sentía acobardado, postrado, abatidísimo, como si le hubieran dado cañazo.

Llegaron los días de la feria: hubo toros; hubo mucho turrón y mucho garbanzo tostado; en fin, cuanto hay en todas las ferias. D. Faustino fué á los toros, convidado por su tío; paseó por el campo de la feria, caballero en su jaca y vestido de majo;{157} hizo como quien se divierte, pero se divirtió menos que en un entierro.

Las indefinibles miradas entre él y Costancita continuaban como desde el principio. Por la noche, cuando no había velada en las calles ó en el paseo público, había tertulia en casa de D. Alonso. Así se pasó una semana, y así llegó el último día de la feria, pero los amores de D. Faustino y de Doña Costanza estaban menos adelantados que en el primer día en que ambos primos se vieron.

Si el Doctor hubiera hallado á Doña Costanza por acaso, sin previo aviso y concierto de que venía á vistas para casarse con ella, el Doctor le hubiera declarado sin rebozo sus más atrevidos pensamientos. Pero ¿qué es decir á Doña Costanza? Al lucero del alba, á la propia Diana, á la propia Vesta, los hubiera declarado el Doctor. Su proceder tímido no nacía de natural timidez, sino de orgullo. Él, al menos, así lo imaginaba. Allá en su rica fantasía segaba á montones cuantas flores brotan en las faldas del Helicón y del Parnaso, lozanas y olorosas por el fecundo riego de las fuentes Hipocrene y Castalia, y con estas flores adornaba y cubría su declaración de amor á Doña Costanza; pero no bien apartaba de nuevo las flores y quedaba la declaración escueta, el Doctor no veía sino esta fórmula prosáica: «Tráeme los tres ó cuatro mil duros de renta, que me hacen mucha falta. Yo,{158} en cambio, no tengo sino amor.» Cada vez que á solas en su cuarto, durante el silencio de la noche, el Doctor se repetía las mencionadas frases, se le saltaban las lágrimas de dolor y de rabia. Cada vez, sin embargo, se le figuraba que amaba más á su prima. Por momentos creía sentir por ella verdadero amor; pero los mil reales en que tenía que mirarse para que no se gastaran, su pobreza bermejina, en suma, que hasta para él mismo hacía inverosímil su amor desinteresado, ¿cómo no había de hacerlo también para Costancita?

¡Cuánto lamentaba el Doctor entonces, tocando y aun pasando los límites entre la razón y la locura, no haber nacido en Oriente y ser corsario ó klepta y giaour, como un héroe de Byron, ó no haber nacido en humilde cuna para ser bandolero como José María, ó no haber nacido en el siglo XI ó XII para conquistar á cuchilladas y lanzadas, no ya dinero, sino un imperio, y dárselo luego á Costancita en pago de su corazón!

Doña Araceli, que, por amor á su amiga y prima Doña Ana, había preparado el asunto del noviazgo, aficionada después al sobrino Doctor, se dolía de que las cosas marchasen con tanta frialdad y lentitud. No quería ó no se atrevía, con todo, á decir nada á D. Faustino. Juzgaba más conveniente dejar á los presuntos novios en completa libertad para que todo dependiese de su iniciativa.{159}

El Doctor había dado un bufido á Respetilla siempre que éste, á las horas de irse á acostar su amo, que era cuando más á solas le veía, había empezado á hablarle del noviazgo. El Doctor, pues, respecto á sus amores con Doña Costanza, estaba reducido á un soliloquio perpetuo. Respetilla, con todo, no pudo resistir más la gana de hablar, y una noche le dijo:

—Señorito, hoy hace ocho días que estamos aquí.

—Bueno, ¿y qué? Estaremos otros cuatro ó cinco más, y nos volveremos á Villabermeja,—contestó el Doctor.

—Pues si aprovecha su merced los cinco días que quedan como ha aprovechado los ocho, lindo viaje hemos echado: estamos lucidos.

—¿Qué tienes tú que ver con eso? Cállate. No seas insolente.

—Señorito, yo tengo mucha ley á su merced, y aunque me dé de palos he de hablar y he de meterme en camisón de once varas y he de decir lo que conviene.

—Respetilla, Respetilla, cuidados ajenos matan al asno.

—Yo no niego que soy un asno, señorito; pero niego que los cuidados de su merced sean para mí cuidados ajenos: los cuidados de su merced son para mí más que propios.{160}

—¡No eres tú pillo, ni nada, Respetilla! Vamos, dí lo que se te antoje. Te doy completa libertad por esta noche.

—Pues, señorito, lo primero que digo es que fray Modesto nunca fué guardián. Su merced anda muy encogido y cobarde, y de cobardes no hay nada escrito. Yo sé, de buena tinta, que mi señora Doña Costanza tiene más gana de que su merced le diga algo de amores que un gitano de hurtar un borrico. Está frita y refrita por esos pedazos; pero, ya se ve, como su merced se calla, Doña Costanza no ha de hacer lo que hizo la dama del romance con su camarero Gerineldos.

—¿Y cómo sabes tú esas cosas? ¿Cuál es esa buena tinta de que la sabes?

—La buena tinta es una morena más retrechera que el reló de Pamplona, que apunta, pero no da, y me tiene achicharrado hace días.

—Me dejas en la misma duda. ¿Quién en esa retrechera?

—¿Quién ha de ser?... Manolilla.

—¿Y quién es Manolilla?

—Señorito, perdone su merced: ¿tengo yo la culpa de que á su merced se le vaya el santo al cielo, y esté casi siempre trasponido y á obscuras, y no vea ni entienda, y con tanto entendimiento y con tanto libraco como ha leído, viva en Belén, como quien dice?{161}

—Pues, hombre, no faltaba más sino que para no vivir en Belén y para tener una idea exacta y completa de las cosas creadas y de lo que más importa fuera necesario que yo supiese quién es Manolilla.

—Pues aunque su merced se me enoje, le sostendré que es necesario y más que necesario. Manolilla no es una Manolilla cualquiera: es la criada favorita de Doña Costanza. Yo no me duermo en las pajas, y aunque no he venido á vistas, cómo la he hallado vacante, la he dicho: aquí me tienes, cuerpo bueno; y como la moza no es ninguna fiera, habla conmigo algunas noches por una de las rejas del jardín.

—¿Y qué te ha dicho de su señora? ¿Sabe ella lo que su señora piensa de mí?

—Dice que la señorita dice que su merced tiene mucho talento y sabe más que Lepe y Lepijo del cielo y de los espacios imaginarios; pero que su merced parece á veces un tío lila, y que le está dando un camelo con no declararse.

—¿Eso dice?

—No digo yo, ni dice Manolilla, que ella lo diga con las mismas palabras; pero así, por estilo burdo, no atinamos nosotros á exponer de otra suerte el sentido de lo que dice.

—Está bien. ¿Cuándo hablarás tú con Manolilla?{162}

—Esta noche á la una. En cuanto su ama se acueste, saldrá á la ventana Manolilla á pelar la pava conmigo.

—¿Podrás llevar una carta mía para Doña Costanza?

—¿Y por qué no? Escríbala en seguida su merced.

D. Faustino se puso al momento á escribir la carta; y una vez escrita, se la entregó al criado, que se fué á ver á Manolilla.

El Doctor no pudo pegar los ojos en toda la noche, pensando en el efecto que la carta produciría y lleno de zozobra de hacer reir á Doña Costanza.

Lo primero que hizo el Doctor, cuando Respetilla entró en su cuarto á la mañana siguiente para limpiarle la ropa, fué preguntarle si había entregado la carta.

—Manolilla quedó anoche en entregársela á su ama en cuanto su ama se despertase. A estas horas ya la habrá leído treinta veces la señorita, y se la sabrá de memoria,—contestó Respetilla.

—¿Crees tú que habrá contestación?

¿Y cómo dudarlo? Tan cierta tenga yo la gloria. Esta noche espero que Manolilla me traerá la contestación, y yo vendré en seguida á dársela á su merced.

Mientras pasaban estas cosas entre el Doctor y Respetilla, Doña Araceli, harta ya de ver que sus{163} planes no tenían resultado ninguno, se decidió á romper el silencio y á tener una explicación con su sobrina. Con pretexto de ir á misa, salió de su casa muy temprano y se fué á ver á Doña Costanza, que estaba en cama aún, pero ya despierta. Don Alonso había ido al campo á caballo, de lo que se alegró Doña Araceli, que no quería que la sospechasen ni acusasen de favorecer demasiado aquellos amores.

Doña Araceli había amado muchísimo, aunque sin fruto y con desgracia; y como la mayor parte de las mujeres que amaron mucho de mozas, se deleitaba, cuando ya era vieja, en que la gente joven se amase, y hasta aceptaba y hacía el tercer papel, con la misma vehemencia y ternura con que en su juventud había hecho el primero.

Una de las mayores rudezas y crueldades de la opinión vulgar es, en mi sentir, dar un nombre feo, malsonante y de vilipendio, tanto que no me atrevo á estamparle aquí, á las mujeres ya viejas que conciertan voluntades. Cuando esto se hace con buen fin y sin interés, es el grado más sublime á que puede elevarse el amor en lo humano; es la manifestación gloriosa del amor, limpio ya de egoísmo; es el amor del amor, sin atender al propio bien ni al logro del propio deseo. No hay obra de misericordia que no se resuma y cifre en el ejercicio de esta virtud archi-amorosa, tan de{164} nigrada y escarnecida. La que ejerce esta virtud cura al enfermo, redime al cautivo, da de beber al sediento, enseña al que no sabe, busca posada para el peregrino, y viste la desnudez de un alma con todas las galas y joyas del amor bien pagado. Sólo mujeres tiernas y excelentes, como Doña Araceli, son capaces de esta virtud. Hay, además, en esta virtud mucho de semejanza al estro poético, á la inspiración, al prurito nobilísimo de producir lo bello, de crear una obra de arte. ¿Qué obra de arte más bella que unos amores, que el concierto y armonía de dos voluntades, que la confusión y compenetración de dos almas en una sola?

Movida, pues, de tan altos y benditos sentimientos, entró Doña Araceli en la alcoba de su sobrina. Suave fragancia transcendía por toda ella. No eran aromas alambicados por Atkinson, Violet ó Lubin. Apenas si había más que jabón y agua fresca en aquel tocador. Así es que, si no disgustase ya el empleo de la mitología, podría decirse que prestaban á Doña Costanza tan delicado aroma la ninfa de la fuente de su jardín é Higia y Hebe, diosas de la salud y de la juventud.

Había en la alcoba una ventana que daba al jardín. Al través de los cristales entraban por ella algunos rayos de sol, que parecían filtrarse por entre el tupido ramaje de la madreselva y los jazmines{165} que velaban la ventana. Un canario, cuya jaula pendía del techo de la alcoba, cantaba de vez en cuando. Y en el lado opuesto al de la cama se veía un altarito, con dos velas encendidas; y sobre el altarito, una Purísima Concepción de talla, bastante bonita.

Doña Costanza no usaba papalina, cofia, ni redecilla para recogerse el pelo durante la noche; de suerte que el pelo, libre y desatado, mostraba entonces toda su abundancia y hermosura. No exigían tampoco ni el uso ni aquel clima benigno otra vestidura para dormir, que la holanda venturosa que inmediatamente tocaba el lindo cuerpo de Doña Costanza, plegándose y ajustándose un tanto á la garganta, merced á una cinta de seda azul celeste, que formaba un lacito sobre el pecho. La sábana y una colcha ligera cubrían á la joven, si bien ciñéndose al cuerpo por tal arte, que revelaban sus graciosas, elegantes y juveniles formas.

Doña Araceli, que además del cariño de tía tenía lo que llamaba Dante entendimiento de amor, no pudo menos de extasiarse al ver á su sobrina; y después de haberla contemplado un rato, se echó en sus brazos y la besó, diciendo:

—¡Qué hermosísima estás, muchacha! ¡Dios te bendiga! ¡Vamos, si pareces una Magdalena sin penitencia y sin pecado!{166}

—Tiita, no se burle de mí con lisonjas. Mire V. que no soy presumida.

—¡Qué me he de burlar, hija mía! ¡Qué me he de burlar! ¿Dónde se ha visto cosa más mona que tú? ¡Alabado sea Dios, que quiso lucirse y echar el resto en tu persona! Así, en estos momentos, es cuando hay que ver á las mujeres para juzgar sobre su mérito: despeinadas, sin afeites, sin cascarilla ni arrebol, como el Señor las ha criado.

—¿Qué la trae á V. por aquí tan de mañana, tía?

—Pero, muchacha, ¡qué colores tienes tan frescos cuando te despiertas! ¡Si pareces una rosa!—interrumpió Doña Araceli.

Costancita, en efecto, se había puesto más colorada que de costumbre, cuando su tía entró de improviso, y había ocultado rápidamente debajo de la almohada la carta del Doctor, que Manolilla le había dado y que ella acababa de leer.

—¿Qué quiere V., tiita? V. misma lo ha explicado todo. Sin penitencia y sin pecado, ¿cómo no he de tener buenos colores?

—Dí también que sin amor y sin desvelos. Eso es lo que no me explico, hija Costanza. Tus ojos son engañosos. ¿De dónde procede el fuego seductor que los anima? ¿De aquí, de este corazoncito? Pero, ¿cómo ha de proceder, si este corazoncito está helado?

—¡Helado! ¿Y de dónde infiere V. eso? Al contrario,{167} tía. Sepa V. que mi corazón está lleno de amor.

—¿Para quién, hija?

—Hasta ahora, tía, para nadie. Pero, ¿dejará de arder el amor y de morar en mi alma y de ocuparla toda, aunque no tenga objeto en quien se emplee?

—No me salgas con tiquis-miquis que no se entienden. ¿Qué es amor, sino deseo, apetito violento, afán de unirse al objeto amado? Y si careces de objeto, ¿cómo no has de carecer de amor? ¿Qué anhelas tu gozar? ¿A qué apeteces unirte, amándolo?

—Pasito, tía, que no es tan invencible el argumento de V. Cuando hay amor y no hay objeto en el mundo para el amor, se imagina, se sueña, se crea un objeto, y este objeto se ama. Así hago yo. ¡Y si V. viese qué precioso es el objeto que forjo en mis sueños!

¿No se parece nada á tu primo Faustino?

—A decir verdad, tía, estas imágenes que se forjan en sueños distan mucho de tener la consistencia de la realidad: son vagas, confusas, aéreas. Sus contornos se desvanecen en un ambiente de niebla luminosa. ¿Cómo he de saber yo de fijo si mi objeto soñado se parece al primito ó no? Eso es según. Ya creo que se parece algo, ya que no se parece nada.{168}

—¿Luego amas una imágen que no sabes cómo es?

—Sé y no sé. Es un misterio que no logro poner en claro.

—No seas pícara, Costancita. Déjate de misterios. Dime sin rodeos ni diabluras si quieres ó no á tu pobre primo.

—Antes sería menester saber si él me quiere ó no.

—El te quiere, te adora. Eso se conoce.

—V. lo conocerá, tía, porque V. tiene más conocimiento que yo. Yo soy inexperta y tan mocita, que nada conozco. ¿Para qué sirve la lengua? Si me quiere, ¿por qué no lo dice? ¿Porqué no se declara? ¿Quiere él y quiere V. que yo le pretenda?

—No, hija Costanza. El no se declara porque es muy tímido.

—La timidez y la tontería suelen confundirse.

—En este caso no. Además, Faustinito no ha tenido ocasión. ¡Tú estás siempre tan circundada!

—Se rompe el círculo que me circunda, se busca ocasión y se halla.

—¿Y quién sabe si él la anda buscando?

—Muy torpe es si anda buscándola ocho días sin hallarla. Pero, vamos, tiita, yo la quiero á usted muchísimo, y no quiero embromarla más ni ocultar á V. nada.{169}

—Dí, dí, picarita. Ya calculaba yo que había gato encerrado.

Doña Costanza metió la mano debajo de la almohada y sacó el billete de su primo entre los lindos dedos.

—Aquí está el gato—tía—dijo.—Aquí está el gato. Ocho días ha tardado el primo en pensar y en escribir esta epístola. Confiese V. que no se precipita y que va con calma, reflexión y reposo.

—No seas burlona. Tu primo no se habrá atrevido á escribirte antes. Léeme la carta.

Tía, ¡por amor de Dios! Este es un secreto. No se lo diga V. á papá ni á nadie. Estas cosillas son más gustosas cuando no se saben.

—No tengas cuidado. Yo me callaré. Lée.

Doña Costanza, en voz muy baja, leyó el billete, que decía así:

«Primita: He tenido el atrevimiento de concebir una esperanza de fidelidad, que me alienta hace ocho días. Mil temores, nacidos de mi corto valer y de lo mucho que tú vales, asaltan mi esperanza, luchan contra ella y procuran matarla. Acudo á tí para que la perdones y la ampares. Basta con una palabra de tus frescos labios para que viva. ¿Pronunciarás tan dulce palabra? En todo caso, no condenes á esta esperanza sin oir antes lo que tengo que decir en su defensa. ¿Cómo y dónde podré hablarte? Si cierta simpatía que he creído leer en{170} tus ojos, si cierta piedad con que me miras á veces, no son mentira que mi fatuidad inventa, confío en que has de buscar medio de oirme lejos de la turba de adoradores que te rodea. Aguarda con ansia tu contestación el más fervoroso de todos, tu primo.—Faustino

¿Ves cómo no debes quejarte?—dijo Doña Araceli.

—Y si yo no me quejo, tía.

—¡Y qué carta tan fina y tan bien hilvanada! ¡Cómo el galán encaja en ella todo lo que quiere! ¡Con qué arte es atrevido sin dejar de ser modesto! ¡Con qué primor pide amores y citas sin que parezca que pide nada! Y tú, ¿qué vas á hacer?

—Allá veremos, tía. Lo natural, lo que se cae de su peso, es estar pensando durante otros ocho días la contestación.

—Costancita, no seas mala. ¿Le quieres ó no le quieres?

—¿Y yo qué sé tía?... ¿He de sentirme enamorada de sopetón? Hablando con franqueza, yo me temo que voy á amarle. Advierto que me atrae, que se va hacia él un poquito mi voluntad; pero no le amo todavía. Será menester, lo primero, que me convenza yo de que soy querida, muy querida. Después... repito que allá veremos.

—Entretanto, ¿qué vas á contestar?

—Nada, por lo pronto. Ocho días de silencio.{171}

—Se va á morir de impaciencia.

—Pierda V. cuidado, que no se morirá. Por otra parte, ya ve V. que el primito es atrevido; tardío, pero cierto; me pide nada menos que una cita á solas, ó yo no lo entiendo. Darle la cita sería comprometerme demasiado. ¡Jesús! ¡Qué ligereza! ¿Qué se diría de mí si se supiese?

—Pero, muchacha, si ha de ser tu marido, ¿no podrás hablar con él un momento por una reja?

—¿Y quién le dice á V. que ha de ser mi marido? Eso está por ver.

Por más halagos, razones y caricias que hizo y dijo Doña Araceli á su sobrina, no logró ni más promesas ni más luz sobre el estado de su alma con relación á D. Faustino.

Doña Araceli, no obstante, volvió á su casa algo más confiada en el buen éxito de los amores que con tanto entusiasmo patrocinaba.

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VIII.

AL PIE DE LA REJA

Todo aquel día estuvo el Doctor alborotado y lleno de ansiedad aguardando contestación de Doña Costanza.

Vió á su prima en el paseo y en la tertulia. Le habló delante de los otros amigos y amigas que la cercaban. No notó ningún signo de que Costancita hubiese recibido bien su carta. Antes al contrario, le pareció que Costancita estaba con él más seria que de costumbre. Sus miradas eran menos benévolas y frecuentes. El Doctor se dió á sospechar que había caído en desgracia, y se puso más melancólico que de costumbre.

Respetilla no había podido ver en todo el día á la doncella favorita. D. Faustino le preguntó en balde sobre la suerte y paradero de su carta.

Aquella noche volvió el Doctor á las doce de la tertulia de D. Alonso á casa de la tía Araceli. En vez de desnudarse, rogó á su criado que fuese cuanto antes á hablar con Manolilla, y que á la{174} vuelta entrase á hablarle, que él le aguardaba despierto y vestido.

Así lo hizo, y se quedó sentado á la mesa leyendo un libro de filosofía; pero no acertaba á entender ni un renglón siquiera. Sobre las páginas graves del libro brincaba la imagen de Costancita, riéndose, enamorándole y distrayéndole de todo.

Transcurrieron dos horas mortales. Después de las dos oyó D. Faustino pasos de puntillas en los corredores. A poco levantó Respetilla el picaporte y entró en el cuarto.

—¿Por qué has tardado tanto? ¿Traes contestación?—preguntó el Doctor.

—Vaya, señorito, ¿cree su merced que es tan fácil entrar en esta casa? El chico que me abre la puerta falsa se había dormido como un tronco, y por poco no me quedo á dormir al sereno.

—¿Traes carta?—volvió á preguntar D. Faustino.

—No se apure su merced.

—¿Qué hay? No me apuro—dijo el Doctor, contradiciendo lo apesadumbrado y lastimero de la voz lo mismo que expresaba.—No me apuro. Dí ¿qué hay?

—Pues digo que no hay carta. Doña Costanza ha regañado á Manolilla porque le entregó la de su merced, á la que dice que no quiere contestar.

—¡Bien me lo decía el corazón! Yo soy poco dichoso.{175} No quiero seguir aquí tonteando. Mañana nos volvemos á Villabermeja.

—Señorito, yo creo que las cosas no están tan mal como su merced se las figura.

—¿Y por qué lo crees?

—Lo creo porque á Doña Costanza, que no quiere contestar á su merced, le ha entrado de repente una manía rara.

—¿Qué manía?

—Ha dicho á Manolilla que hace ahora un tiempo delicioso; que el jardín está que da gusto, y que por las noches, con la luz de las estrellas y con el perfume del azahar, debe de estar mejor. Manolilla le ha contestado que sí; que el jardín está encantador de una á dos de la noche, y la señorita ha replicado que tiene el capricho de bajar mañana al jardín á la referida hora.

—¡Ay, Respetilla, apenas quiero creer mi ventura! ¡Me da cita! ¡Quiere verme y hablarme por la reja del jardín!

—Señorito, yo no digo eso. No saque su merced de mis palabras lo que en ellas no se contiene. Estos son asuntos muy dificultosos y resbaladizos. Ni Doña Costanza á Manolilla, ni Manolilla á mí, han dicho nada de cita. No se ha hablado de su merced para nada. Sólo se sabe que Doña Costanza tiene el capricho de bajar mañana al jardín, á la una de la noche; para oler el azahar y contemplar el{176} cielo estrellado; pero como en el jardín hay dos rejas que dan á la callejuela, su merced puede ir por allí, porque la calle es del Rey, y nadie le prohibe á su merced estar en la del Rey, y su merced puede oler también el azahar á la hora que se le antoje.

—Iré, Respetilla; iré sin falta.

—Añade Manolilla que su merced debe ir muy embozado en la capa para que no le vean. En este pueblo son muy chismosos y maldicientes. Y cuando estemos los dos en la callejuela, su merced se podrá acercar á la reja como para ver el jardín y oler las flores, y entonces podrá ocurrir la casualidad de que vea su merced allí cerca á la prima, y por casualidad podrá hablarle.

—¡Ojalá que tan feliz casualidad se realice!—dijo el Doctor suspirando.

—No suspire V., señorito. Ensanche su merced el pecho, que hay casualidades que parecen providencia.

El Doctor se puso contentísimo. Era generoso, y en albricias dió á su criado una monedilla de cuatro duros, equivalente á ocho arrobas de vino superior de su candiotera, y á poco menos de la duodécima parte de su haber en metálico.

Al otro día hubo paseo, tertulia, todo lo de los días anteriores. Costancita, como de costumbre, ni más ni menos afectuosa; más bien menos. D. Faustino{177} la vió, ya al lado de su padre, ya cercada de amigas y adoradores. La habló... y como si tal cosa.

La impaciencia devoraba al Doctor. El día le parecía eterno. La tertulia interminable; pero no hay plazo que no se cumpla, y llegó la una de la noche.

Ya D. Faustino había acompañado á la tía Araceli desde la tertulia á casa, y había cenado con ella. Estaba listo.

No bien la casa quedó en silencio y todos recogidos, el Doctor se escapó con Respetilla por la puerta falsa, de sombrero calañés, embozado en la pañosa, y con una pistola y un puñal en el cinto.

Antes de que diese la una en el reló de la iglesia mayor, ya estaban el Doctor y Respetilla en la callejuela. Las tapias del jardín eran muy altas, y había en ellas dos ventanas con rejas de hierros cruzados; pero sin celosías ni puertas de madera. Todo lo interior del jardín se descubría perfectamente, en cuanto lo consentía la espesura frondosa de naranjos, limoneros, jazmines, rosales de enredadera y otros árboles y plantas. En la callejuela había profundo silencio, y más silencio profundo en el jardín. Sólo se oía el murmurar de la fuente que estaba en el centro.

No había luna; pero era tan clara la noche y brillaban tanto las estrellas, que iluminaban las senditas del jardín y rielaban en el agua del arroyo{178} por donde se desahogaba la fuente para que no rebosase. En ambas orillas del arroyo había, sin duda, muchas violetas, pues su aroma sobresalía por cima del de las rosas, azahar y demás flores.

—Aún no han bajado, señorito,—dijo Respetilla.

—Calla y aguardemos,—dijo el Doctor.

Transcurrieron en silencio tres ó cuatro minutos.

—Ahí vienen ya, ahí vienen—dijo Respetilla.—Ea, no se quede su merced así... tan delante de la ventana, hecho un espantajo, no se asusten estas palomas y se escapen. Arrímese su merced al muro y deje la ventana libre, á ver si vienen.

El Doctor obedeció con docilidad á Respetilla: se apartó de la ventana y se pegó contra el muro. Entonces oyó ruido de pasos ligeros y el crujir agradable y provocativo de la seda y de las leves faldas. Doña Costanza y Manolilla estuvieron á poco en la ventana donde se hallaba el Doctor.

—¡Qué hermosa noche, Manuela!—dijo Doña Costanza.—¡Cuánto me alegro de haber bajado al jardín! Estaba desvelada... Pero tengo miedo. ¿Nos habrá sentido papá? Dios quiera que no lo sepa. ¡Dios mío! ¡Qué furioso se pondría!

El Doctor no sabía cómo salir de su escondite y empezar el diálogo.{179}

Por último, se desembozó y se acercó á la reja, donde estaba su prima.

—¡Ay! dijo ésta asustada.

—No te asustes, Costancita: soy yo, tu primo Faustino.

—¡Hola, hola, primito!—dijo Doña Costanza, riéndose.—¡Vaya un susto que me has dado! ¡Miren qué diablura de coincidencia! Hemos tenido el mismo antojo los dos!

—Así es, prima. Yo también estaba muy desvelado, y he salido á tomar el fresco y á respirar el ambiente embalsamado de tu jardín. Buena dicha ha sido el hallarte.

—Sí, hijo mío; pero ¡qué compromiso! Papá, si supiera que yo estaba hablando contigo á estas horas, y por la reja, sólo Dios sabe lo que haría!

Al llegar á este punto de la conversación, advirtió D. Faustino que ya Respetilla y Manolilla se habían apartado discretamente, sin decir «queden ustedes con Dios,» y estaban hablando muy cerquita el uno del otro, en la otra reja, como quienes quieren dar buen ejemplo.

El Doctor imitó á su criado, y se aproximó cuanto pudo. Costancita sin duda que no lo advirtió, porque no se retiraba, antes insensible y naturalmente, sin caer en la cuenta, se acercó también un poco. Por momentos estuvieron tan próximos, que el Doctor aspiró el fresco y perfumado aliento{180} de la boca de Doña Costanza, y sintió que el fuego de su mirada se le entraba en el alma y como que la encendía.

—Te amo, te adoro—exclamó entonces el Doctor, en voz baja, aunque vehemente.—Para esto quería verte á solas. Esto quería decirte. Ámame ó mátame. Eres mi cielo, mi gloria, mi esperanza. Con tu amor y por tu amor me siento capaz de todo. De tí depende mi suerte y mi vida. Tú puedes salvarme ó perderme. Eres más linda que las flores, más fresca que la aurora, más graciosa que las ninfas que imaginaron los antiguos poetas. Vales más que todos mis ensueños, aunque llegaran á realizarse.

—Cállate, primo, cállate y no seas loco. Esa vehemencia de expresión me aterra. Ten juicio, ó no vendré otra noche.

—¿Vendrás otra noche? ¿Vendrás todas?

—Vendré, vendré un ratito; pero es menester que seas muy callado y muy juicioso.

—Pero ¿no me quieres?

—Pues ¿si no te quisiera, vendría?

—¿Con que me quieres de amor?

—Mira, Faustino, yo no debo engañarte. Yo te quiero, y te quiero mucho como á primo, y como se quiere á un amigo, y como se quiere á un hermano. Todo esto lo sé, lo siento y lo comprendo; pero de amor, ignoro lo que te diga. Soy muy{181} niña y no sé qué debo sentir, ni siquiera qué debo pensar. Dame espera para que yo me interrogue á mí misma y me estudie.

—Perdona mi fatuidad, Costanza; pero ese cariño de que me hablas, ese afecto de prima, de amiga y de hermana, ¿qué es más que amor?

—No trates tú ahora de engañarme, Faustino. Harto se me alcanza que amor es algo más. No sé lo que es, no sé en qué consiste; pero es algo más. Y en prueba de ello, voy á hacerte una confianza.

—¿Cuál, bien mío?

—Que si no te quiero de amor, quiero quererte de amor, y ya esto es mucho. Cuando me paro á pensar en esto, ¿sabes lo que se me ocurre?

—¿Qué se te ocurre?

—Que mi alma anda como la mariposa, revoloteando, revoloteando en torno de la luz, que la atrae de un modo singular. Esta atracción la siente ya mi alma hacia tí; pero no es amor todavía. Es inclinación á amar. Si mi alma cae en la luz y se quema, entonces la llamaré enamorada.

—¡Ojalá caiga pronto!

—¡Cruel, hombre sin caridad! ¿Tan mal quieres á mi alma? ¿Qué te hizo la pobrecilla?

—Herirme, matarme de amores.

—¡Qué exagerados y enfáticos sois los poetas! No sé qué pensar cuando te oigo. ¿Serán frases,{182} me digo; serán figuras retóricas, ó sentirá éste de veras lo que dice?

—¿Dudas de mi lealtad y buena fe?

—Entiéndeme bien. Yo no dudo. Te ofendería dudando, y más aún diciéndote que dudo de que eres sincero. Pero acaso te engañas á tí mismo. Este jardín, esta noche tan apacible y serena, este aroma de flores, la novedad de la cita, el silencio poético de las altas horas, ¿no pueden ser parte de tu entusiasmo? Si en vez de estar yo aquí, estuviese aquí otra mujer joven como yo, y bonita como yo, pues que me dices que soy bonita, ¿no te entusiasmarías lo mismo, y no la llamarías también, con la misma sinceridad, gloria é infierno, salvación y condenación, y todo lo restante que me dijiste?

—No, no la llamaría. Tú sola eres para mí todo eso.

—Pues bien. Yo haré por creerlo. Permíteme que dude todavía. No quiero ser crédula y fácil. No quiero que me alucine la vanidad. Lisonjea tanto ser amada como tú dices que me amas, que no me atrevo á dar crédito á lo que afirmas. Dispénsame esta modestia. Adiós. Hasta otra noche.

—¿Por qué te vas tan pronto? ¡Apenas has llegado y ya me dejas!

—Estoy llena de inquietud. Temo que me sorprenda mi padre. Cualquier ruido me espanta. Un{183} soplo de viento entre las hojas me hace temblar. Vete.

—¿Vendrás mañana á la misma hora?

Costancita vaciló un rato. Luego dijo:

—Vendré mañana.

—¿Estarás más tiempo hablando conmigo?

—Estaré si eres bueno, si pierdo un poquito el temor, si me voy convenciendo de que me quieres.

—Y tú, ¿me querrás?

—Ya te he dicho que quiero quererte. Bien sabes tú que el amor es cosa terrible para una mujer. Me siento atraída hacia él, y retrocedo al mismo tiempo espantada, como si viera á mis pies una sima sin fondo, muy obscura y llena de misterios. Á la vez que quiero amarte, tengo miedo de amarte. Adiós. Déjame por hoy. Pídele á Dios que me dé un sueño tranquilo. Si no duermo nada esta noche, mañana estaré pálida y con ojeras, y papá empezará á hacerme preguntas, y quién sabe lo que recelará, porque es muy caviloso. Vete ya, Faustino.

D. Faustino se preparó á partir. Dirigió una tiernísima mirada á Costancita, y le dijo:

—Dame la mano.

Doña Costanza no podía tener el mal gusto de negarle allí la mano que le daba en público.

El Doctor la estrechó entre las suyas y la cubrió de besos.{184}

Poco después, él y Respetilla salieron de la callejuela y se fueron muy alborozados hacia la casa de Doña Araceli, siguiendo su camino por las calles de menos tránsito, á fin de no llamar la atención.

Orgulloso de su triunfo, prendado como nunca de Costancita, levantando, no ya castillos en el aire, sino alcázares hadados, paraísos, olimpos y jardines de Armida, se durmió aquella noche D. Faustino López de Mendoza al son de una serenata magnífica con que le arrullaban el sueño todos los genios del amor y de la esperanza.{185}

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IX.

ENTREVISTA MISTERIOSA

Durante tres ó cuatro días se repitió la misma función, si con algunas variantes en los pormenores, idéntica en la substancia.

De día, cercada siempre Doña Costanza de amigas y admiradores, no daba ocasión para que su primo le hablase en secreto.

Solía cruzarse sólo entre ambos alguna mirada fugitiva; pero tan confusa en la expresión por parte de ella, que aun sorprendida por alguien no hubiera podido ser interpretada de modo que los comprometiese.

De noche, con el mismo recato y las mismas precauciones, se renovaban las citas y los coloquios por la reja del jardín; pero el amor no daba un paso.

La mariposa revoloteaba siempre en torno de la luz y no se quemaba.

La inclinación á amar no llegaba á convertirse en amor.{186}

Las esperanzas de D. Faustino no se realizaban ni se desvanecían.

Mientras él se veía al lado de ella, se sentía bajo el poder de un hechizo. A todo se sometía. Era crédulo como un niño y sumiso como un esclavo. No hallaba razón que oponer á los discursos con que ella sabía contenerle, y se consideraba dichosísimo y más que pagado con recibir, á cuenta de sus rendimientos y de un amor ya decidido, aquellas vagas promesas de amor posible, aquella propensión de afecto, aquel preludio de correspondencia con que Doña Costanza le traía embelesado y falto de juicio.

Pronto, sin embargo, pasada la primera embriaguez, y cuando no estaba en presencia de Doña Costanza, empezaron á asaltar al Doctor mil pensamientos harto poco lisonjeros.

—¿Por qué este misterio en nuestras relaciones?—se preguntaba.—¿Qué perdería mi prima en dejar ver delante de gente que hace más caso de mí, que me distingue más, que empieza á quererme un poco? ¿No hay cierta hipocresía, no hay cierta doblez en su conducta?

La disculpa que hallaba para esto el Doctor Faustino salvaba en parte la buena intención de su primita; pero, en cambio, era desfavorable á la vanidad de él y á sus aspiraciones.

—Mi primita aguarda, sin duda, á que esta propensión{187} que tiene á amarme se convierta en amor ya hecho; á que este germen de pasión nazca y crezca y se desenvuelva. Mientras esto no sucede, estoy amenazado de que su amor muera antes de nacer, ó de que no sea amor, sino simpatía vaga, lo que siente hacia mí. Esta simpatía puede desvanecerse como el humo, y Costancita, previendo que puede desvanecerse, no quiere que deje rastro ni huella. Pero en el fondo de los melindres y niñerías de mi primita, tan mimada y tan candorosa en apariencia, ¿no hay un refinamiento de disimulo, de sangre fría y de cálculo despiadado? ¿No está jugando con mi corazón, con mis sentimientos y hasta con mi dignidad? ¿No es cruel la incertidumbre en que me deja? ¿Es lícito que le sirva yo como de juguete para que se pregunte: ¿le quiero ó no le quiero? y no sepa qué contestar?

Contra estas cavilaciones ocurrían al Doctor varios argumentos que no carecían de alguna fuerza.—¿No seré demasiado exigente?—se decía.—¿Qué derecho tengo á que me ame ya? ¿Qué derecho tengo ni siquiera á que mi amor sea creído? Hasta hace poco, ¿no he dudado yo mismo de mi amor? ¿Por qué extrañar que dude ella? ¿Cómo, pues, culpar á mi prima porque no cede, porque no me entrega sin reserva su corazón, no estando segura de la sinceridad, de la ternura, de la devoción del mío? ¿Qué pruebas de amor le he dado{188} hasta ahora? ¿Qué sacrificio he hecho por ella? En verdad que ninguno. Ir á verla, á hablarla y á besarle la linda mano por la reja del jardín, lejos de ser sacrificio, es regalo y deleite. Y á trueque de tan dulces favores, ni siquiera sé mostrar un poco de paciencia, ni menos tener alguna confianza en su buena fe y sanos propósitos.

Así acusaba el Doctor á su prima, y así la defendía en el tribunal de su conciencia, sin llegar nunca á dictar un fallo definitivo. Entre tanto, siempre estaba deshecho, aguardando la suspirada una de la noche, en que acudía á la reja del jardín, acompañado de su fiel Respetilla.

Los amores de éste no adelantaban más que los de su amo. También seguían en el mismo ser; pero Respetilla se lo explicaba todo, suponiendo que cada tierra tiene sus usos, y que los de aquélla exigían que los amores, tanto señoriles cuanto lacayunos y fregatricios, caminasen con lentitud, y que, en vez de gastar alas, gastasen pies de plomo.—No se ganó Zamora en una hora,—añadía Respetilla.—Lo que mucho vale mucho cuesta. Pues qué, ¿no hay más que meterse de rondón en los corazones de tan lindas mozas, como trasquilados por iglesia, y entrar en ellos á saco y á sangre y fuego, sin previa resistencia, sin combate y sin abrir brecha á fuerza de trabajos y fatigas?

En esta situación las cosas, Respetilla vino una{189} mañana al cuarto de su amo, que acababa de despertarse, y le entregó una carta.

Un desconocido se la había dado en aquel mismo instante, en la puerta de la calle, desapareciendo en seguida.

—¿Quién me escribirá?—se preguntó el Doctor.—¿Si será Costancita?

Esperándolo, sin duda, abrió la carta y leyó con asombro lo que sigue:

«Eterno amor mío: Te has olvidado de mí. Ya no me conoces. Yo no te olvido y siempre te amo. Mi espíritu está ligado al tuyo por un lazo indisoluble, que ni el destino adverso ni el tiempo destructor romperán nunca. Á través de mil fugitivas existencias, en la rápida corriente de los seres mudables y de las formas pasajeras, mi alma permanece, y tu amor es su esencia. En la vida mortal que hoy tengo en el mundo, el cielo, cuyos fines ignoro y acato, ha puesto entre tú y yo obstáculos casi insuperables. No he querido luchar contra los decretos y designios del cielo. Por eso no me he presentado ante los ojos de tu carne. No quiero que sepas ni el nombre que llevo. Llámame tu inmortal amiga. Velo sobre tí. Te veo sin que me veas. Cuando se rinde al sueño mi cuerpo, mi espíritu vuela á tí y se pone á tu lado. ¿Tan material y distraído te has vuelto, que no me sientes en lo más íntimo de tu ser cuando te acaricio y me uno{190} á tí en un místico abrazo? ¿No hay ya brío en tu espíritu para evocar el mío? Los ojos inmortales de tu espíritu, ¿no logran la aparición de aquélla á quien tanto has amado en otras edades? ¿No hay, ni durante el sueño ni durante la vigilia, un confuso recuerdo en tu mente de los pasados amores? Empiezas á amar, amas ya á otra mujer, y tengo celos. ¡Qué horrible es el tormento de estar celosa! Nada haré, sin embargo, en contra de ese amor que nace en tu alma. En esta vida mortal, no puedes, no debes ser mío. ¡Sería una locura! ¡Sería un crimen!... No me es lícito, por egoísmo, oponerme á que seas de otra. Lo lloraré; lo lloro; pero sabré resignarme. Con todo, si esa mujer á quien amas es fría de corazón, indigna de tí, y te abandona y te burla, yo te consolaré, dulce bien mío. Mi amor invariable no acaba ni con la rivalidad, ni con el desdén, ni con el olvido tuyo. No quiera Dios que llegues á ser infeliz; mas si lo fueres, evócame, dí con toda la energía oculta de tu corazón: «¡Acude, consuelo mío!» y me tendrás contigo. Hace días que lucho con el deseo de mostrarme materialmente á tus ojos. Tal vez no pueda resistir á este deseo. Tal vez te llame para verte y hablar contigo y guardar una prenda tuya. ¿Vendrás si te llamo? Sí, yo creo que vendrás. Eres noble y generoso, y no me privarás de este bien. Quiero un recuerdo tuyo quiero una viva impresión tuya en los sentidos materiales{191} de que estoy revestida, antes de perderte para siempre en esta existencia transitoria, antes de que seas dichoso con esa mujer frívola por lo menos. Adiós. Acuérdate de Tu inmortal amiga

Maravillado se quedó el Doctor con la lectura de esta carta, haciendo sobre ella mil diversas suposiciones.—¿Será mi primita la que me escribe para burlarse de mi romanticismo con algo más romántico todavía? ¿Será alguna loca que se ha enamorado de mí y cree de veras todos estos delirios? ¿Será el tío Alonso, ó algún tertuliano de su casa, que trata de embromarme? En fin, sea como sea, lo mejor es quemar la carta y no decir á nadie que la he recibido. Buen chasco se va á llevar el que pensó divertirse con el efecto que la carta iba á producir en mí.

El Doctor quemó la carta: ni á Respetilla confió palabra de su contenido, ni á su madre, á quien todo se lo confiaba, le escribió sobre dicho incidente.

Siguió el Doctor amando de día á Doña Costanza, y viéndola y hablando de amor con ella por las rejas del jardín, en las altas horas de la noche; pero cuando se quedaba solo en su cuarto, cuando la prolongada vigilia sobrexcitaba sus nervios, creía sentir extraños rumores á su lado, como si se deslizase junto á él una sombra. Una vez despertó de su sueño temblando casi y con sudor{192} frío, y pensó sentir en la frente la impresión ligerísima de unos labios etéreos, que habían depositado en ella un beso de amor. Don Faustino López de Mendoza, filósofo racionalista, estaba avergonzado de su cobardía y de su momentánea credulidad; pero es el caso que dos ó tres noches casi juzgó inevitable la aparición de un espíritu, y sacó de su corazón fuerzas para recibirle con valor y sin amilanarse.—Si es un espíritu, ¿por qué ha de ser terrible?—decía.—El espíritu de una mujer hermosa, de quien anduve yo enamorado, Dios sabe cuándo, no debe ser para asustar, sino para deleitar.—Dicho esto, el Doctor se serenaba y se reía; pero al punto se trocaban en cuidado la serenidad y la risa, porque se persuadía de que estaba oyendo el andar vago y tácito de un espectro que se alejaba, y el susurro de una vestidura levísima, y hasta un suave, profundo y triste suspiro.

¡Cuántas veces resonó en lo íntimo de su alma la última frase de la carta que había quemado: Acuérdate de tu inmortal amiga!

—¿Me iré á volver loco?—se preguntaba entonces.—¿Tendré una naturaleza miserable, débil, nerviosa, en quien prevalece la fantasía sobre la razón y el discurso? ¿Estaré acaso al arbitrio de cualquiera tunante, á quien se le antoje escribirme una carta disparatada, robarme la tranquilidad y sacar de quicio todos mis sentidos y potencias?{193}

Esta agitación oculta del Doctor no impedía que siguiese su vida acostumbrada y que sus amores con D.ª Costanza creciesen en él y permaneciesen en ella en la misma situación germinal, incierta é indecisa.

A las tres noches después de recibir la extraña carta, volvía el Doctor con Respetilla á casa de Doña Araceli. El coloquio amoroso no había sido largo. Eran las dos nada más.

Al revolver de una esquina se acercó al Doctor una pobre vieja y le dijo en voz muy baja:

—Señor caballero, necesito hablar con V. sin que su criado lo oiga. Vengo de parte de la inmortal amiga.

Respetilla se había quedado detrás. El Doctor aguardó á que llegase y le dijo:

—Vete á casa; no me sigas: espérame despierto hasta las cuatro.

Bien sabe el demonio lo que se le ocurrió entonces á Respetilla. Perdónele D.ª Costanza el mal pensamiento. Respetilla dió á su amo las buenas noches con un tono lleno de malicia, y le miró con envidia y espanto, como quien dice: ¡Que haya logrado éste lo que no logro yo por más que lo pretendo!

Respetilla no tuvo más recurso que obedecer á su amo, dejarle é irse á la casa.

Solos ya en la calle D. Faustino y la vieja, entablaron este coloquio:{194}

—¿Qué me quiere esa amiga inmortal? Si es burla de algún chusco, yo le prometo que habrá de costarle cara.

—No es burla, señor caballero. Es asunto muy serio. Quizás la carta que recibió V. se resintiese un poco del estado de la desgraciada. Tenía mucha fiebre cuando la estaba escribiendo; pero hoy está bien de salud y forma un empeño grandísimo en ver á V.

—¿Y quién es esa mujer? Dígame V. su nombre.

—No lo sé, y aunque lo supiera no lo diría. Mi obligación es decir á V. que me siga y venga á verla.

—¿Y cómo aventurarme á ir á ver á quien no conozco?

—¿Tiene V. miedo, señor caballero?

—Abuela, yo no tengo miedo. Vaya V. delante y guíe. Iré al infierno, si es menester.

—Tengo encargo de no llevar á V. sin imponerle algunas condiciones.

—Vamos, dígalas pronto. Me someto á ellas como no sean desatinadas. La curiosidad de ver á mi inmortal amiga puede mucho en mí.

—Son las condiciones, que V. no ha de procurar nunca averiguar el nombre de ella; que no la ha de perseguir; que no ha de tratar de conocer la casa á donde voy á llevarle ahora; que no ha de preguntar mañana, ni pasado, ni nunca, si por{195} acaso la recuerda, quién vive en dicha casa, y, por último, que en el punto que yo le diga á V. vámonos, V. me ha de obedecer, dejar la casa, y venirse conmigo hasta este mismo sitio, donde le dejaré para que se vuelva solo á la suya. ¿Acepta V. las condiciones?

—Las acepto.

—¿Me da palabra de caballero de que las cumplirá?

—La doy.

—¿Por lo más sagrado?

—Basta ya. Queda empeñada mi palabra de honor.

—Pues sígame V.

Aunque la ciudad era chica, no tanto que no hubiera en ella un laberinto de calles estrechas y tortuosas, por donde se internó D. Faustino, precedido de la vieja.

Mientras andaban, iba el Doctor formando todo género de hipótesis para explicarse aquella aventura. Podía ser una burla de Doña Costanza ó de su padre ó de algún pretendiente de Doña Costanza. Aquel Marqués de Guadalbarbo, con quien el Doctor había echado las vacas en el Casino, presumía de chistoso. ¿No sería él quien le embromaba? De Málaga, de Granada y de Sevilla habían acudido á la feria algunas mozas alegres, de éstas que llaman ahora traviatas. ¿No sería posible{196} que alguna de estas mozas se hubiese aficionado del Doctor, viéndole en la feria, y deseosa de tener con él una cita, hubiese inventado todo aquel aparato novelesco para lograrla y hacerla más picante y más grata? Pero ¿qué moza andaluza de dicha laya, con perdón sea dicho de las del gremio, tiene el espíritu bastante cultivado para escribir la carta que D. Faustino recibió, é inventar maraña tan fina? Sería su amiga inmortal alguna vieja casquivana? ¿Sería alguna mujer enferma de enajenación mental?

Discurriendo de este modo, llegaron á la puerta de una casa, donde se paró la vieja. Al llegar el Doctor, empujó la vieja la puerta, que estaba entornada, y entró é hizo entrar al Doctor en el zaguán, entornando otra vez la puerta, y quedando el zaguán obscuro como boca de lobo. El Doctor, aunque iba bien armado, tuvo cierto recelo y puso mano á la pistola que llevaba en el cinto. La vieja buscó á tientas el agujero de la llave de la puerta interior, por donde se entraba en la casa desde el zaguán, y abrió con la llave que guardaba en el bolsillo.

La misma obscuridad que en el zaguán había dentro de la casa.

La vieja tomó de la mano al Doctor, y con mucho silencio le hizo subir por una escalera. Luego pasaron por dos cuartos, también á obscuras. Llegaron,{197} por último, á la puerta de otro cuarto, por cuyos resquicios se veía luz. La vieja dió un golpecito en la puerta.

—Adelante,—dijo una voz de mujer.

—Entre V., señor caballero,—dijo la vieja.

D. Faustino entró en el cuarto, y la vieja se quedó fuera.

El cuarto estaba pobremente alhajado, pero muy limpio. No había más que media docena de sillas y una mesa, sobre la cual se veía un velón de Lucena con dos mecheros ardiendo. En el fondo había una puerta, que conducía á una alcoba.

De pie, en medio del cuarto, estaba una mujer alta y delgada, toda vestida de negro. Sus cabellos eran también negros, negros como el ébano. El color de su rostro, trigueño claro. Sus ojos, hermosísimos y del color de los cabellos. Todas sus formas, elegantes.

Aunque pálida y ojerosa, en la tersura de su frente y en la frescura de su tez se notaba que era una joven de veinte años lo más.

—Caballero—dijo aquella joven con voz dulce y algo trémula,—perdóneme V. que le haya molestado, escribiéndole primero, y después obligándole casi á tener esta entrevista conmigo. Cuando escribí á V. la carta estaba yo muy exaltada: creo que tenía calentura. Esto baste para explicar á V. cualquiera extravagancia que pudiese haber en la carta.{198}

—Señora, ¿qué he de creer entonces de la carta que V. me escribió y que ya califica de extravagante?

—Todo en el fondo. Yo no califico de extravagante sino el estilo, quizás lleno de exaltación.

—Luego es V. mi inmortal amiga.

—Lo soy.

—¿V. me conoce desde hace tiempo?

—Le conozco á V... V. es quien se ha olvidado de mí.

—Dígame V. algo para que la recuerde. ¿Dónde, cuándo nos hemos visto?

—¡Escucha, Faustino! Perdóname que te hable así, que te llame por tu nombre... ¡Hemos sido tan íntimos!... ¡Nos hemos amado tanto!...

El Doctor miró con la mayor atención las hermosas facciones de aquella mujer, y llegó á creer que las recordaba; pero de un modo tan confuso, que no acertaba á decirse en qué ocasión las había visto. Aun despertaba más en él confusos y perturbadores recuerdos el metal sonoro y simpático de su voz femenina.

—¡Escucha, Faustino!—repitió la mujer.—Ya te lo escribí. Ahora te lo digo. Yo no debo ser tuya en esta vida mortal; pero quería verte y hablarte una vez sola antes de que nos separásemos para siempre. Un destino cruel, horrible, me condena á huir de tí... Ama á esa joven. ¡Dios quiera que sea{199} digna de tí! ¡Dios te haga dichoso!... ¿Me concederás una gracia?

—Pídeme lo que quieras,—dijo el Doctor, pensando si estaría con una loca, sospechando aún si sería todo aquello una burla, y recelando á veces si él mismo estaría soñando ó delirando.

—Dame, como memoria tuya—dijo la mujer,—un bucle de tu pelo rubio.

Apenas lo dijo, se acercó al Doctor, que estaba turbado y sin saber lo que le pasaba, y le cortó un bucle con unas tijeras que tomó de la mesa.

Todo esto fué más breve que el tiempo que tardamos en referirlo.

—Ya me has visto de nuevo—prosiguió la mujer.—No te olvides de nuevo de mí... Si algún día eres desdichado, llámame y acudiré á consolarte. Hoy eres dichoso y no me necesitas... Dímelo con sinceridad. ¿Amas á Doña Costanza?... Responde lealmente; responde como debe responder un caballero.

El Doctor, así interpelado, no pudo menos de contestar:

—Amo á Doña Costanza.

—¡Vete, vete, vete!—dijo la mujer con acento lastimero á par que iracundo.

D. Faustino iba á irse, obedeciendo á aquella voz imperiosa; pero, de pronto, la mujer le echó los brazos al cuello. Sintió el Doctor sobre su rostro{200} su aliento juvenil. Luego, la impresión de un beso sobre cada uno de sus párpados.

Tuvo un momento de aturdimiento y de ceguera. Al volver en sí, la mujer ya se había apartado de él y se había ido por la puerta del fondo, cerrándola con llave.

La vieja estaba al lado del Doctor.

—Cumpla V. su palabra, señor caballero—dijo la vieja.—Sígame V., le dejaré en el mismo sitio en que nos encontramos.

D. Faustino vió que era inútil toda súplica y toda averiguación. La vieja le recordaba su palabra de honor empeñada, y no tuvo más remedio que cumplirla, siguiendo á la vieja.

Ella le llevó por otras calles, dando rodeos, adrede sin duda para desorientarle. Al cabo le dejó casi á la puerta de la casa de Doña Araceli.{201}

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X.

LA NIÑA ARACELI

Hasta después de la entrevista misteriosa con su inmortal amiga no conoció el Doctor cuán de veras estaba enamorado de Doña Costanza. En su inmortal amiga, mientras la tuvo presente, nada había visto de fantasma aéreo, de diabólico ni de inconsistente, sino una mujer sólida, maciza, hermosa é interesante, y, sin embargo, ningún impulso de amor sensual había despertado aquella mujer en su pecho, ocupado todo con el amor de la primita.

Lo que la innominada le inspiró desde luego fué una simpatía profunda y una vehemente curiosidad. Pero ¿cómo satisfacerla?

El Doctor era de suyo muy sigiloso; había prometido callar, y ni á su madre ni á Respetilla contó nada de la extraña aventura.

En balde recorrió todas las calles de la ciudad en busca de la casa donde la desconocida se le había aparecido. Era torpe para recordar sitios. Lo menos{202} sospechó de treinta casas; pero no decidió que fuese ninguna. Cuando veía una mujer alta y delgada, imaginaba si sería su amiga inmortal. Se acercaba y la miraba el rostro, y se convencía de que no. A veces corría detrás de las viejas, á ver si volvía á ver á la vieja que le guió á la casa. Tampoco la volvió á ver.

—¿Quién será mi inmortal amiga?—se preguntaba el Doctor.

Mientras duró vivo en su alma el recuerdo de la impresión material de aquellos labios hermosos sobre sus párpados y del dulce calor de aquel aliento juvenil sobre su rostro, ni soñando ni velando, en la obscuridad y silenciosa soledad de la noche, oyó el Doctor de nuevo vagos rumores como de una sombra que se desliza, ni creyó sentir junto á él espíritu alguno. Sus cavilaciones para averiguar quién ella sería, tomaron un carácter que podemos calificar de enteramente realista. El Doctor llamó á careo con la impresión que la desconocida le había dejado á todas las mujeres que vivían en su memoria y con quienes había tenido algo de parecido al amor. De lo único de que se penetró el Doctor, evocando tales recuerdos, fué de que nunca había amado. Su primer amor era pues, Doña Costanza. Había tenido, sí, algunas aventuras galantes, más ó menos plebeyas. Ninguna de las heroínas de aquellas aventuras era su{203} amiga inmortal; ni las pupileras, costureras y bailarinas de Granada, ni una gitanilla, ni varias traviatas de oficio, de quienes también se recordaba, ni tres ó cuatro muchachuelas guapas, que habían servido á su madre, y con quienes el Doctor, allá en su primera mocedad, había estado más insinuante y había sido más familiar de lo que al ilustre mayorazgo de los López de Mendoza cuadraba y convenía.

Resultaba, pues, que dentro de los límites de lo naturalmente posible, según el Doctor lo entendía, su amiga inmortal no se había mostrado jamás ante sus ojos, desde que era hombre y se llamaba D. Faustino, hasta la noche de la entrevista misteriosa que dejamos referida.

Ella podría haberle visto sin ser vista, y haberse enamorado de él. ¿Dónde y cómo? Difícil era averiguarlo.

Pasaron tres ó cuatro días y la impresión viva, la huella, por decirlo así, de los labios de la mujer innominada, se borró de los párpados del Doctor; pero la imagen de aquella mujer, que por los ojos había pasado al alma, allí permanecía impresa. Y no sólo en el alma, en la misma retina creía el Doctor que conservaba aquella imagen. Mientras más tiempo pasaba, después de haber visto materialmente á la mujer, más persistía la imagen, adquiriendo cierta consistencia fantástica. Cuando cerraba{204} los ojos, cuando estaba á obscuras, la veía cercada de un nimbo luminoso.

Aunque algo confusa é indistinta, el Doctor, al contemplar aquella imagen, acabó por hallar en ella cierta semejanza con otra imagen que guardaba también en la memoria. Su madre tenía en su estrado un retrato del siglo XVI, que parecía de Pantoja. Era una dama vestida de terciopelo negro, con mangas acuchilladas y brahones, collar de perlas magníficas, gorguera y puños de lechuguilla ó abanillos, y en la cabeza muchos diamantes. Este retrato, aunque no tenía nombre escrito, se sabía que era de la coya ó señora peruana con cuyo dinero se edificó la casa solariega de los López de Mendoza.

Al Doctor, no en seguida, sino cuatro días después de haber visto á su inmortal amiga, se le hubo de meter en la cabeza que se asemejaba bastante al retrato de la coya.

Ya se entiende que la imaginación poética del Doctor estaba en completa discordancia con su inteligencia cultivada y con su espíritu crítico. Todos los razonamientos del Doctor venían á demostrar que la mujer desconocida que le había escrito y que le había besado los párpados era una mujer de carne y hueso, bautizada en alguna parroquia, no con siglos, sino con veinte años de edad, á lo más, y que había de llamarse Juana, Francisca, Teresa{205} ú otro nombre por el estilo, de los muchos que hay en el calendario.

El Doctor, con todo, hallando demasiado largo y enfático el nombre de inmortal amiga, tuvo el capricho de dar un nombre menos vago á su visión, y la llamó María. Quizás fué casualidad; quizás contribuyó á esto el que, en aquella época del romanticismo, los poetas, en vez de llamar á sus ninfas Nise, Filis, Galatea, Delia ú otros nombres algo pastoriles, gentílicos y helénicos, habían puesto en moda el dulce nombre de María; y cuando sus versos no eran ¡A ella! eran ¡A María! casi siempre.

Lo singular fué que, después de haber puesto el Doctor á su desconocida el nombre de María, y después de haberla nombrado así varias veces allá en su interior, vino á recordar con algún asombro, chocándole un poco la coincidencia, que la coya, durante su vida mortal, reinando en España el señor rey D. Felipe II, se había llamado también Doña María.

Recordaba luego el Doctor varios cuentos que había leído ó que había oído contar, los cuales, si corroboraban por momentos en su imaginación la idea absurda de que la coya tenía algo de común con la amiga inmortal, daban, por otra parte, cierta luz á su entendimiento para explicarlo todo racionalmente.{206}

En primer lugar, como el recuerdo del retrato no era perfectamente claro, y el de la desconocida, á quien sólo había visto algunos minutos, era más confuso aún, podría ser muy bien que la semejanza fuese más imaginaria que efectiva. Lo que se contaba de que el espíritu de la coya andaba en su casa velando el tesoro de las perlas, tal vez había contribuído á infundirle aquella idea en la fantasía. Cuando pequeño había oído referir que la coya era además el más activo de los genios, espíritus familiares ó lares de su casa. Mientras que el Comendador Mendoza se limitaba á ir penando por los desvanes, la coya había intervenido en no pocos asuntos de la familia. Al menos así se decía en Villabermeja. Éstos y otros recuerdos habían acalorado, sin duda, la imaginación del Doctor.

Lo más seguro, pues, era creer que la amiga inmortal era una loca, ó una romántica, ó una mujer que había querido divertirse á costa del Doctor, sabe Dios con qué propósito. Hasta el parecerse á la coya, dado que en realidad se pareciera, podía justificarse y aceptarse como verosímil. Pues qué, ¿no hay personas que se parecen mucho sin ser parientes? ¿No podía además ser la desconocida algo parienta del Doctor, y por lo tanto de la coya?

En lo que al Doctor no le cabía duda es en que no había soñado ni la carta recibida, ni la entrevista en la casa á donde le llevó la vieja, ni los besos{207} en los párpados. Su amiga inmortal, por testimonio evidentísimo de sus sentidos, era un ser viviente, que estremecía el aire con su palabra, que respiraba, que se movía, que tenía calor y aliento, y sangre en las venas. De todo esto se recordaba el Doctor muy bien.

Como hombre previsor, prohibió á Respetilla que dijese á nadie, ni á Manolilla siquiera, que una noche había estado solo, fuera de casa, hasta las cuatro de la mañana. Respetilla tenía tanto miedo á su amo, que se calló, á pesar de su afición á contarlo todo, y siguió sospechando que Doña Costanza no era tan retrechera como su criada, y que se podía comparar mejor á cualquier reló bien dispuesto que al reló de Pamplona, de que habla la copla de fandango.

Desgraciadamente para D. Faustino, las atrevidas sospechas de Respetilla carecían de fundamento. Doña Costanza no acababa de amar á su primo, si bien seguía queriendo quererle y viéndole todas las noches un ratito por la reja del jardín.

En cambio, el afecto que el Doctor había infundido en el tierno corazón de la niña Araceli era más vehemente cada día. Este afecto era amor y más que amor; pero, como era amor sentido con humildad y devoción magnánima, y por un espíritu encarcelado en una triste armazón de huesos y forrado de una piel llena de arrugas, había tomado{208} la forma sublime y desprendida de querer realizarse y consumarse por medio de otra tercer alma y por medio de otro cuerpo joven y hermoso, á quienes también amaba é idolatraba la niña Araceli.

Pensarán algunos que esto que refiero es insólito y raro; pero, si lo meditan bien, notarán que ocurre con frecuencia. Hay, por dicha, corazones de viejos y de viejas que no tienen la monstruosidad de amar para sí, que no se encastillan en el egoísmo, y que siguen amando con más energía y de un modo más completo, si cabe, que cuando eran mozos. Uno de estos corazones, y de los más nobles, era el de Doña Araceli.

Amaba á Costancita con más ternura que la amaba y podía Amarla D. Faustino, y había acabado por amar á D. Faustino, no ya sólo para casarse con él, sino para arrostrar por él muertes, miserias y cuanto hay que arrostrar, si ella se hallase en el cuerpo de Doña Costanza. Su sueño de oro era, por consiguiente, verlos casados á ambos. Faustino y Costanza eran como dos pedazos de su propia alma, en cuya unión estrecha ponía Doña Araceli toda su felicidad y todo su deleite.

La amistad vivísima y constante que, desde la infancia había unido á Doña Araceli con Doña Ana, madre del Doctor, había servido de fundamento al afecto de Doña Araceli por D. Faustino.{209} Las prendas personales de éste habían después, con el trato y la convivencia, acrecentado aquel afecto. La niña Araceli ardía, pues, de impaciencia al ver que tardaban tanto en llegar á un término dichoso los amores entre sus dos sobrinos.

La conferencia que tuvo con Costancita, y de que ya dimos cuenta, se repitió en balde otras dos veces.

Recelando Doña Araceli que la timidez de su sobrino fuese causa de que el amor no adelantara, se decidió al cabo á hablar con él del asunto, y para ello se le llevó un día á su cuarto, y allí á solas se explicó de esta manera:

—Muchacho—le dijo,—no he querido hasta ahora hablarte claro; pero ya es menester que te hable. No se entiende bien que siendo, como eres, tan lindo mozo, tan galán, tan discreto y tan sabio, seas al mismo tiempo tan para poco. Yo concerté con tu madre que vinieses aquí á ver si enamorabas á Costanza y te enamorabas de ella. Por amor á tu madre, quería yo hacer tan ventajoso casamiento. Desde que te conozco y trato te he tomado mucho cariño, y ya deseo hacer la boda por amor hacia tí; mas para esto contaba contigo, y veo que me faltas. Y no por falta de amor, no. Yo conozco que amas á mi sobrina. Confiésalo, ¿no es verdad que es muy graciosa? ¿No es verdad que tiene talento? ¿No es verdad que la adoras?{210}

—Sí, tía, la adoro,—interrumpió D. Faustino.

—Entonces, ¿por qué no se lo dices, bobo? Yo sé que ella está muy inclinada á quererte; pero, ya se vé, ¿dónde has aprendido tú que han de ser las mujeres las que pretendan y persigan? Hijo mío, estás perdiendo el tiempo y la coyuntura, y te va á pasar lo que al héroe de una antigua comedia que llaman El castigo del pensé que... Aunque eches á tu prima miradas como sinapismos ó cáusticos, que le quemen el corazón, esto no basta; es menester hablar.

El Doctor, deseoso de guardar el secreto de sus coloquios por la reja, contestó á su tía:

—Pero, ¿dónde y cómo he de hablar á mi prima, rodeada siempre de gente ó al lado de su padre?

Aquí Doña Araceli, aunque también había prometido no hablar de la carta amorosa que Costancita le había leído, no pudo disimular más, y exclamó:

—Ea, no seas embustero; fuera disimulo. Yo sé que has escrito á Costanza, declarándola tu amor y pidiéndole una cita. En un momento de expansión, ella me leyó tu carta. Dice que no te quiere contestar. Escríbele otra y verás cómo te contesta. Yo entiendo que ya te ama. Es timidez ó soberbia de tu parte no escribir nueva carta, ya que la primera, si no ha sido contestada, ha sido bien recibida.{211}

El coloquio entre el sobrino y la tía siguió largo rato por este camino, y Doña Araceli hizo tanto, y estrechó de tal suerte al Doctor, que éste, á pesar de su sigilo, vino á confesar á su tía que hacía ya algunas noches que hablaba con Doña Costanza por la reja del jardín.

Doña Araceli recibió la noticia con más júbilo que si fuera ella misma la que hablase por la reja. Su curiosidad de saber hasta los más insignificantes pormenores, rayaba en locura. Gozaba con ellos como si fuese su alma, á la vez, el alma del Doctor y el alma de Doña Costanza enamorada.

D. Faustino tuvo que contarle todo y que repetir lo más importante.

—¡Válgame Dios poderoso!—decía Doña Araceli.—¿Con que siete veces hablando de seguida por la reja, en el silencio solemne de la alta noche, á la escasa luz de las estrellas, en medio de un ambiente perfumado de azahar y violetas; hermosos, jóvenes ambos, y nada, ella no acaba de decidirse ni de confesar que te ama? ¿Tiene el corazón de bronce? ¿Es una piedra y no una mujer? Te aseguro que no lo comprendo. Y dime, hijo mío, sin una falsa vergüenza, que aquí no es del caso: háblame como si yo fuera tu confesor; te quiero mucho y me intereso por tí, dime, ¿vuestras caras no se han acercado nunca hasta tocarse? ¿Tus labios{212} no se han posado ni siquiera sobre la frente de Costancita?

—Nunca, tía. No he hecho más que tomar su linda mano y besarla.

—¡Ay, sobrino, sobrino! Si tú no fueses tan verídico, no te creería. ¡Esa chica es un alcornoque, es un roble! ¡Y cuán disimulada y astuta! ¡Cómo se lo tenía callado! Su condición natural, por otra parte, es recia de veras. No dejan rastro en su cara esas vigilias y esos coloquios. Ni ha perdido la color, ni tiene ojeras. El demonio son las niñas del día. Está fresca y colorada como una rosa. Pero, ¿qué digo como una rosa? ¿Qué rosa no se marchita y deshoja si está expuesta al sol de Julio sin que vierta el alba en su seno una gotita de rocío?

—Tía—contestó D. Faustino suspirando,—yo creo que Costanza no me ama. El sol de mi amor no sólo no puede marchitarla, sino que no existe para ella.

—No, hijo mío, no digas eso; Costanza te ama. Si no te amase, no tendrían perdón la desenvoltura y la coquetería de ir á hablar contigo por la reja. Lo que importa ahora es que adelanten los amores, y que os convengáis pronto, á fin de que los santifique la Santa Madre Iglesia, ciñendo al yugo vuestros cuellos con la suave é indisoluble coyunda del matrimonio.

D. Faustino no tenía qué contestar á tan buenos{213} deseos y balbuceó mil gracias. Animada Doña Araceli, prosiguió diciendo:

—Yo lo arreglaré todo ó he de borrarme el nombre que tengo.

—Tía, considere V. lo que hace y no me pierda. No diga V., por Dios, á Costanza que yo no he sabido callar y he dicho á V. el secreto de nuestras citas. No me lo perdonaría nunca.

—¡Hombre, no te asustes ni te eches á temblar! Si sigues así, vas á ser el marido más gurrumino de que hablen las historias. Pierde cuidado, que nada diré á Costancita de cuanto me has dicho. Yo buscaré otros medios para ganarte por completo su voluntad.

—Gracias, tía; pero... mucha prudencia, mucha circunspección... no echemos á perder el asunto por querer llevarle á escape.

—En buenas manos está el pandero. Ya verás qué son saco de él para que bailes.

—Dios lo haga, tiita Araceli.

—Oye, Faustinito, te voy á decir una cosa, aunque tú, como eres filósofo, te vas á burlar de mí; pero quiero que me agradezcas los sinsabores que por tí paso.

—¿Qué sinsabores? ¿Se enoja quizás el tío Alonso contra V. porque V. protege mis amores con su hija?

—No es eso. A decir verdad, tu tío Alonso, aunque{214} no se enoja, no se alegra de estos amores. Tu tío Alonso tiene más conchas que un galápago, y es menester ser el mismo diablo para penetrar lo que quiere. Lo único seguro es que someterá su voluntad á la de su hija, si ésta se decide con firmeza en tu favor. Por lo pronto, no debo ocultártelo, el tío Alonso no está muy prendado de tí; te halla soñador, distraído, poco ó nada práctico, y, por último, casi no me atrevo á decírtelo, porque yo misma creo, en este punto, que no carece de razón acusándote...

—¿Y de qué me acusa?

—Te acusa...

—Dígalo V.

—Te acusa de poco religioso; pero, en fin, yo espero que tú te enmendarás. Yo he leído en el Año Cristiano y en otros libros piadosos la vida de varias princesas y señoras de alto copete, que se casaron con reyes judíos, moros ó paganos, y al cabo los convirtieron. ¿Por qué no ha de ser Costancita una de tantas? ¿Tiene acaso menos labia ó menos garabato que ellas?

—Sí, tiita: no dude V. de que Costanza me convertirá y hará de mí lo que guste, con tal de que me quiera. Pero, vamos, dígame V. al fin cuáles son esos sinsabores.

—Hijo mío, son una tontería de que te vas á burlar.{215}

—No me burlaré: hable V.

—Ya verás qué débiles y medrosas somos las mujeres. Tú no ignoras que yo viví con tu madre algunos años antes de que se casase; que después, cuando tú eras niño he pasado con ella en Villabermeja una larga temporada, y que siempre nos hemos escrito con frecuencia y con la mayor intimidad. No extrañarás, por lo tanto, que sepa toda la historia de tu familia y de tu casa.

—¿Y qué puede V. saber, tía, que le cause sinsabores? ¿Que soy pobrísimo? Yo no lo oculto.

—No es eso, hijo mío, no es eso. Ya te he dicho que es una tontería, un delirio, pero que me conturba á veces. Has de saber que los bermejinos hablan de un espíritu familiar que hay en tu casa y que interviene en todo. Tu padre, que de nada se asustaba, me contó una vez que, cuando tú naciste, dicho espíritu se le apareció en sueños y le habló de tí, pronosticando cosas obscuras, que no quiso ó no supo declararme. Después oí referir allí multitud de patrañas. Y como tu madre tiene en su estrado el retrato de la persona cuyo espíritu, desprendido hace siglos del cuerpo, es quien suponen que hace las tales diabluras, mi imaginación se ha exaltado en estos últimos días, y he creído ver vagamente dicho espíritu en la forma que tiene en el retrato.

—¿Usted ha visto á la coya, tía?—dijo D. Faustino,{216} con cierto asombro que no pudo disimular.

—Sí, la he visto en sueños dos ó tres veces, y me ha mirado con mucha ira, y he creído entender que se opone á que yo intervenga en el asunto de tu boda. En fin, aunque conozco que esto es una sandéz, he tenido miedo. Hace noches (quédese esto para entre nosotros), con pretexto de que no estoy bien de salud, hago que duerma una criada en mi cuarto.

—Pero V. ¿no ha visto á la coya sino en sueños?

—Pues ¿cómo había de verla de otra suerte?

Dios, hijo mío, no puede consentir que las almas de los muertos se anden siglos y siglos paseando por acá para asustar ó para divertir á los vivos. ¡Pues no faltaba otra cosa!

—Eso es verdad, tía.

—Lo malo es que la imaginación puede mucho. Ella produce una ficción, y sobre esta ficción se levanta luego un caramillo de otras ficciones. Dígolo, porque no hace muchos días fuí á misa muy de mañana á la Iglesia Mayor. Me hinqué de rodillas en el sitio más obscuro y solitario. Apenas noté al principio que había á mi lado una mujer alta, delgada, vestida de negro, al parecer rezando. No sé por qué me fué poco á poco llamando luego la atención su traza peregrina y fuera de lo común. Antes de que yo me levantara, se levantó ella para irse. Volvió entonces la cara hacia mí,{217} la ví por vez primera, y tuve la maldita ocurrencia de creer que se parecía aquella cara á la del retrato que posee tu madre.

—¿Y no ha vuelto V. á ver á esa mujer?—preguntó el Doctor.

—No, no la he vuelto á ver. La alucinación que en mí produjo entonces es causa, sin duda, de otros sueños que luego he tenido; pero la señal de la cruz ahuyenta á los malos, y yo procuraré no tenerles miedo. Aunque Satanás se oponga, he de trabajar para que te cases con Costancita.

Con esto dió fin Doña Araceli al coloquio, dejando al Doctor con grandes esperanzas de ser completamente feliz con sus pretensiones amorosas, si bien un tanto confuso y meditabundo, á causa de todas aquellas coincidencias de la coya, del retrato y de la amiga inmortal á quien llamaba María.

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XI.

ACTIVIDAD DIPLOMÁTICA

Después de la conversación con su sobrina, Doña Araceli conoció que importaba herrar ó quitar el banco; echó sus cuentas, calculó que aquel estado de cosas no debía durar, y resolvió presentar su ultimatum á su sobrina y á su hermano don Alfonso, á fin de que diesen los pasaportes al Doctor ó le aceptasen y reconociesen como novio oficial y esposo futuro de Costancita.

Las razones que tuvo Doña Araceli, después de recapacitarlo bien, deben exponerse aquí en resumen.

D. Faustino empezaba á hacer un papel bastante desairado. Toda la gente de la ciudad, porque en una pequeña ciudad de provincia casi nada se encubre, sabía que había venido á vistas; y como de las vistas nada resultaba, y podían al cabo resultar unas calabazas, mientras más tiempo pasara, sería mayor y más ruidoso el desaire. Como el Doctor no tenía mundo, y estaba además enamorado, no comprendía bien esto.{220}

Aunque Doña Araceli amaba con todo su corazón á Doña Costanza, el amor no quita conocimiento, y Doña Araceli auguraba mal del disimulo y recato de su sobrina, que hablaba por la reja con el Doctor sin confiárselo; y peor auguraba aún del dominio que tenía sobre sí para que, después de siete noches en que un joven tan gallardo le había hablado de su amor, era de suponer que con arrebatadora elocuencia, no hubiese ella dado un sí y siguiese consultando su corazón, sin averiguar lo que su corazón respondía. Doña Araceli se acordaba de su juventud, y allá en el sigilo profundo de su conciencia se representaba las escenas por la reja, cuando ella también había hablado con una persona querida. ¿Cómo resistir, si se ama un poquito, á las palabras dulces y ardientes, á los suspiros, á los juramentos de amor, á las quejas, al deseo expresado en el gesto y en las miradas lánguidas, cuando todo ello viene fortalecido por la magia del silencio, del reposo nocturno, de la obscuridad, de la incierta luz de los astros, que parece que se enamoran unos á otros en la bóveda azul; del perfume de las flores, de la blanda frescura del regalado ambiente, del arrullo lejano de alguna paloma ó del trino amoroso de algún ruiseñor, y de otros mil incentivos que ofrecen á tales horas, y en la primavera, el clima, el suelo y el cielo de Andalucía? Todo esto, según lo{221} recordaba Doña Araceli, era irresistible á los diez y ocho años de edad.

Comprendan también mis lectores que ya he dado á entender que Doña Araceli había sido algo frágil y más amorosa que severa. Las que presumen de severidad, lo primero que deben hacer es no acudir por la noche á la reja á hablar con el novio. No por eso sostendrá aquí el autor de esta historia que no haya mujeres que acudan á la reja; que estén enamoradas del que habla con ellas, y que escatimen tanto ó más que Doña Costanza los favores y las generosas condescendencias; pero repito que lo mejor es no acudir á la reja. Así se lo recomiendo á los padres, hermanos y madres de las señoritas andaluzas. Quien quita la ocasión, quita el ladrón. No sólo el vino embriaga.

Sea como sea, Doña Araceli no acertaba á comprender por qué, á pesar de toda su honestidad y católica crianza, Costancita, ya que había bajado á la reja durante siete noches, no había permitido siquiera que su primo le diese un beso en la frente. Para la condición, los ímpetus y las ternuras de Doña Araceli, esto constituía prueba plena de que Costancita no quería al Doctor, y estaba entreteniéndole y divirtiéndose con él.

—En efecto—pensaba Doña Araceli,—es menester estar revestida de la piel del diablo para bajar á hurtadillas al jardín, de una á dos ó tres de la{222} noche, para acudir con tanto misterio como si fuera un delito, y todo esto con el propósito de dar la mano á besar y de decir:—Ya veremos si te quiero. Está visto: ¡son incomprensibles las muchachas del día!

Otra consideración se ofrecía á la mente de Doña Araceli, que no tiene vuelta de hoja, y con la cual no dudo que estarán de acuerdo mis lectoras más graves.

La conducta de Costancita no tenía buena interpretación. ¿Para qué aquel misterio? ¿Para qué no decir paladinamente que amaba á su primo? ¿Para qué no hablarle ya como á futuro delante de todos los tertulianos de su casa? Lo de ir á la reja era comprometido y pecaminoso, y ni siquiera tenía la disculpa del amor, ya que Costancita aun no amaba.

Hechas todas las reflexiones susodichas, y muchas otras que en obsequio de la brevedad se pasan por alto, Doña Araceli se puso la mantilla y se fué á casa de D. Alonso, resuelta á arreglarlo ó tronarlo todo, sin más dilación ni rodeo.

D. Alonso estaba en el Casino y Doña Costanza recibió sola á su tía. Lo que hablaron es de suma importancia, y se traslada aquí tan fielmente como pudiera hacerlo un taquígrafo.

—Costancita—dijo Doña Araceli después del saludo y tomar asiento,—quiero que nos entendamos{223} de una vez. El hijo de mi mejor amiga ha venido aquí, confiado en mis promesas y buenos oficios, y no conviene que salga burlado. ¿Le quieres ó no le quieres? Ya no puedes alegar que él no te ama, que él no se ha declarado. ¿Para qué hacerle penar? ¿Para qué tenerle en una espantosa incertidumbre, si es que le amas? Y si no le amas, para qué engañarle con vanas esperanzas, consiguiendo así que sea más honda, quizás mortal, la herida que piensas hacerle ó que ya le has hecho?

—Tía, tía—respondió Doña Costanza,—V. viene contra mí espada en mano. V. es quien viene á herirme. V. viene tremenda. ¿Y cómo quiere V. que yo conteste á todo eso? Deseo amar á mi primo. Me siento inclinada á amarle, pero no le amo aún. No es culpa mía. ¿Mando yo en mi corazón?

—Pero, hija, ¿qué corazón es entonces el tuyo? Pues qué ¿después de tres ó cuatro semanas de ver, de hablar, de tratar á tu primo, nada te dice el corazón ni en favor ni en contra?

—No es que no me dice nada el corazón. El corazón me dice demasiado, y la cabeza responde; y entre el corazón y la cabeza se arman disputas crueles, que me aturden y desesperan.

—Confíate en mí, Costancita,—dijo Doña Araceli con mucha ternura, acercándose á su sobrina y dándole un cariñoso abrazo.{224}

—Mire V., tía, la quiero á V. tanto, la creo á V. tan buena, que voy á abrirle mi alma y á revelarle cuanto hay en ella de bueno y de malo. Voy á exponer á V. mis dudas y contradicciones con franqueza y lealtad.

—Habla, habla, hermosa mía.

—Sin bromas, tía Araceli: yo soy niña, soy inexperta, sé poco de pasiones y de lances de amor; pero sospecho que en el amor hay grados, como en todo. Hasta cierto grado me parece que amo ya á mi primo, el cual es discreto, buen mozo, instruído y tiene otras muchas prendas estimables. Con la mitad, con la cuarta parte del amor que yo profeso ya á Faustinito, tiene de sobra cualquiera otra para aceptar á un hombre por novio y luego por marido. Pero yo reflexiono demasiado, y necesito doble ó triple amor del que tengo para casarme con mi primo, venciendo las reflexiones. Creo que él me ama; pero también necesito en él doble ó triple amor del que me tiene.

—¿Cómo es eso? Explícate.

—Es muy sencillo. Con doble ó triple amor, con un amor inmenso, sublime, sería nuestra unión dichosa. Viviríamos aquí ó en Villabermeja en un perpetuo idilio. Cuidaríamos de nuestra hacienda y la aumentaríamos. Nuestros hijos, si llegábamos á tenerlos, serían la gloria, la honra, los amos de estos lugares. Faustino y yo recorreríamos en paz,{225} y estrecha y amorosamente enlazados, el sendero de la vida, cubierto de flores, sin nada que turbase nuestra tranquilidad ni que envenenase la copa encantada é inexhausta de nuestra dicha en el mundo. Pero sin ese amor, triple del que hoy nos tenemos, me inclino á creer que, si nos casásemos, seríamos infelices los dos. Yo no me resignaría á vivir aquí ó en Villabermeja, y Faustino menos, porque es muy ambicioso. Él no tiene nada, y yo espero tener poquísimo. Mi padre podrá darme, á lo más, tres ó cuatro mil duros de renta. ¿Y qué es esto para vivir en Madrid? Quiero suponer que Faustino es un genio, un prodigio. ¿Cree V. que con sus versos, sus literaturas y sus filosofías, atinará á ganar mil duros al año sobre lo que yo lleve? Yo no lo creo. Si se mezcla en política podrá tener algún destino importante por espacio de seis meses ó un año, y luego se seguirá un largo período de cesantía. Como Faustino no es un hombre de cierta clase, como es más bien ave cantora que ave de rapiña, siempre vivirá pobre. Aun suponiendo que él vale mucho, que va á encumbrarse á los primeros puestos, y que le va á durar la prosperidad, todos los miserables sueldos que tenga durante su vida, acumulados y sumados, si fuere dable que los ahorrara, no puede nadie afirmar que constituyan un capital de veinte mil duros, ó sean mil duros de renta ó poco más cada año. No{226} es esto negar que Faustinito no logre brillar como sabio, como orador ó como poeta; pero con este brillo ni se paga á la modista, ni se compran elegantes muebles, ni coches, ni caballos, ni joyas, ni trajes, ni todo lo que necesita una señora para brillar ella también. Sería muy triste, tía, que tuviese yo que consolarme y aquietarme con gozar del reflejo de la gloria de mi marido, y que, si alguna vez me sacaba á relucir, pasase yo entre las damas aristocráticas de la Corte por una señora temporera, efímera ó provisional, por una semi-fregona, encogida y obscura, de quien unas preguntarían:—¿Quién es esa?—Y otras responderían con desdén:—Esa es la ministra tal; esa es la mujer del Doctor Faustino ó del poeta Faustino.—Peor es, á no dudarlo, que el marido sea el obscuro ó aquél á quien sólo por su mujer se le conozca, como también hay muchos. Aflictivo y vejatorio ha de ser para un hombre el que le designen con el título del marido de la Doña Tal, ó del marido de la Condesa de Cual, ó algo por este orden; pero también es vejatorio y aflictivo lo contrario, y yo no me resigno á sufrirlo. En resolución, con lo que mi padre puede darme y con las ilusiones y esperanzas vagas de Faustinito sería un disparate casarnos, á no querernos tan fervorosamente, que ambos sacrificásemos todo sueño de ambición y de gloria, y nos resignáramos á vivir en un rincón.{227} No crea V. que no comprendo yo la poesía de esta vida. Tanto la comprendo, que he ido y voy aún en busca de ella con mil esfuerzos de voluntad. He hecho lo posible por crear en mi alma un amor tal por Faustino, que venciese en mí el orgullo y las demás pasiones. He hecho lo posible por crear también en su alma un amor tal por mí, que matase su ambición y todas sus ilusiones mentirosas. No me lisonjeo de haber logrado ni lo uno ni lo otro. Se lo confesaré á V. todo. No por una perversa coquetería, sino llevada de mi deseo de amor, y de todos estos ensueños campestres y de idilios que luchan con otros ensueños, he citado á Faustino por la reja del jardín, he hablado con él, le he dado á besar mi mano, y casi, casi le he dicho ya que le amaba. Él ha estado elocuente, apasionado, tierno; pero entretejiendo con sus amores sus ensueños de gloria, y pintándome inhábilmente, para seducirme, la realización de sus esperanzas, con lo cual despertaba en mí la ambición, que á menudo olvidan los hombres que también agita el alma de las mujeres.

—¡Ay, niña Costanza!—esclamó Doña Araceli, casi con lágrimas en los ojos, muy contrariada y atribulada.—Me pasma, me aterra, me confunde lo que sabéis y discurrís ahora las muchachas. No era así en mi tiempo.

—Tía, en todos los tiempos ha sido lo mismo.{228} Por otra parte, no tengo yo la culpa de saber y de discurrir tanto. Cuanto he dicho, y más, me lo ha enseñado mi padre. El novio mismo, tan poético, que me ha buscado V., me enseña á discurrir como discurro.

—Pero, hija, yo creo que discurres mal y de un modo perverso. Pues qué, ¿para no pasar por semifregona ó por dama temporera es menester tener más de tres ó cuatro mil duros al año? Esos diamantes, esas riquezas las necesitan las feas ó las necias para llamar la atención; pero las discretas y hermosas, como tú, se abren camino y brillan por donde quiera sin joyas ni dijes. ¿Qué joya más rica que la belleza? ¿Qué dije más raro que el verdadero ingenio? ¿Qué perla más luciente que la discreción? Además, á una señora como tú, tan bien nacida y emparentada, ¿quién ha de atreverse á no tenerla por legítima señora, aunque no vaya en coche?

—Tía, crea V. que el dinero es el que constituye en esta época, como quizás constituyó en todas, la verdadera aristocracia. Sin dinero seré plebeya, aunque descienda del Cid, y con dinero pasaré por la hidalguía personificada, aunque sea hija de un contrabandista, de un lacayo, de un negrero, de un usurero ó de un bandido.

Doña Araceli trató de impugnar aún los endiablados razonamientos de Costancita; pero pronto{229} desfalleció y se rindió, no por falta de convicción, sino por torpeza de pensamiento y de palabras.

—¿Y qué piensas hacer, hija mía?—dijo por último.

—Si yo tuviese veinte mil duros de renta—respondió Costancita,—me casaría sin vacilar con mi primo. Esto probará á V. que le amo. Si yo no tuviese nada, si estuviese tan perdida como él, también le tomaría por marido, porque él, al tomarme por mujer, me demostraría un verdadero y profundo amor, que satisfaría mi orgullo y me movería á no ser menos generosa; pero mi mediana fortuna destruye estos dos extremos poéticos, y me coloca y le coloca en un justo medio de prosa tan vil, que no hay más recurso que despedir á mi primo, dándole calabazas con la mayor dulzura. Y crea V. que lo siento, tía. Vaya si lo siento. Si estoy enamorada de él, ¿no he de sentirlo?

Y al decir esto, aquella extraña muchacha se echó á llorar como un niño mimado á quien se le rompe su más precioso juguete.

Doña Araceli estaba consternada. Pensó que el infortunio la perseguía siempre en todos sus amores, así en aquéllos en que había hecho el primer papel, como en los que hacía el papel tercero. Doña Araceli había sido incasable, y seguía siéndolo en cabeza ajena. Un destino feroz ahuyentaba de su lado al dios Himeneo. Cuando joven no{230} había sido casadera, y cuando vieja no lograba ser casamentera. Estas ideas melancólicas acudieron en tropel á su alma, y Doña Araceli acompañó en su llanto á Costancita. Ambas lloraron á dúo, con la mayor desolación, los infaustos amores del Doctor Faustino.

Parecía el duelo que, allá en las antiguas edades, en Creta y en otros países, debían de hacer las madres cuando llevaban al sacrificio á los hijos de sus entrañas, que eran sus amores, y que iban á ser inmolados en aras de los dioses Cabires ó de otros implacables genios subterráneos, creadores y repartidores de los metales esplendorosos.

En fin, hartas de llorar, ambas se enjugaron las lágrimas, reconociendo que el mal no tenía remedio.

El sol brilló aquel día como los demás. Vino la noche, y no faltó una sola estrella en el cielo. Ni una flor se deshojó más pronto de lo prescrito por su naturaleza.

Costancita pareció en paseo y en la tertulia de su casa tan inmutable y serena como el sol, las estrellas y las flores.

Doña Araceli trató también de disimular su mal humor; pero no pudo disimularle tanto como su sobrina. Aquella noche jugó al tresillo: según costumbre, siempre se enfadaba y rabiaba cuando perdía; pero aquella noche se enfadó y rabió mucho{231} más. Se lamentó de su constante mala suerte, suspiró, chilló, y al Marqués de Guadalbarbo, que tuvo la poca galantería de darle tres codillos, le llamó grosero. Doña Araceli tuvo también en la punta de la lengua la palabra fullero: hasta tal extremo llegó á perder los estribos y la debida compostura.

A la una de la noche fué el Doctor á la callejuela, acompañado de Respetilla. Doña Costanza tardó más que otros días en salir á la ventana. Salió, por último; pero llorosa, sobresaltada y triste.

—Faustino—dijo,—mi padre lo sabe todo. No sé quién se lo ha dicho; pero lo sabe todo; y acaba de reñirme del modo más cruel. Me ha hecho prometer que no volveré á hablarte. Falto sólo á la promesa para despedirme de tí. Mi padre se opone resueltamente á estos amores, y no debo resistir á su voluntad. El hado inexorable nos separa. Olvídate de mí. Compadéceme. Al menos quiero tener este desahogo al perderte; no puedo ocultártelo más: ¡te amo!

El te amo final fué la dulzura en que vino envuelto todo lo amargo de las mal disimuladas calabazas. El Doctor entendió (y quizás no se engañaba, porque el corazón humano es un abismo tenebroso) que el te amo era la mayor verdad que había en todo el razonamiento de Doña Costanza. La propuso que la robaría y la llevaría depositada{232} donde ella quisiese, y aseguró que, por amor de ella, arrostraría todos los peligros y desafiaría la cólera de cuantos poderes naturales y sobrenaturales hay en el universo.

Con superior talento, y sin herir al orgullo del Doctor, hizo ver Doña Costanza que los planes de rapto, de bodas contra la voluntad paterna y de retiro bermejino, eran delirios vitandos. Demostró asimismo que su padre tenía razón en oponerse á los amores, y que ellos, aun amándose mucho, como se amaban, se harían infelices si fueran marido y mujer; que el cielo repugnaba aquel matrimonio; que el Doctor tenía abierto un risueño porvenir de venturas y de gloria, y que ella, lejos de prestarle alas para llegar á él de un vuelo, le pondría grillos en los pies para que ni siquiera pudiese recorrer el camino paso á paso.

En suma, Costancita estuvo elocuente, inspirada, deslumbradora. Siento no hallarme en vena para trasladar aquí fielmente todo lo que dijo. Serviría de modelo á mil discursos semejantes que con frecuencia se ven obligadas á pronunciar las señoritas.

El pobre Doctor, aunque desahuciado, abandonado y pisoteado, tuvo que quedar agradecido.

No se entienda, sin embargo, que Doña Costanza era una coqueta fría, embustera, hipócrita y sin entrañas. Con su tía por la mañana y con el Doctor{233} por la noche, había sido el mismo candor y la misma sinceridad. No mentía afirmando que amaba al Doctor. Le amaba, y le amaba ardientemente; pero también amaba su bienestar, su vanidad de mujer y sus esperanzas de brillar un día y de deslumbrar en el gran mundo.

Hasta el suponer Doña Costanza que su alma era hermana de la del Doctor, combatida por las mismas encontradas pasiones, presa de iguales sentimientos en lucha, le hacía simpático, querido y adorable á su primo. Mas por aquello que más le amaba era por lo que le desechaba y apartaba de sí.

—Se me desgarra el corazón—decía Doña Costanza,—pero es preciso que no nos volvamos á ver; es preciso olvidar estos días de locura, este sueño fugaz de amor insano y peligroso.

Así Costancita coronaba de flores á su víctima al clavarle el puñal en las entrañas.

Su voz estaba trémula, entrecortada por los sollozos. Gruesas lágrimas brotaron de sus ojos y corrieron por sus mejillas.

Lo que Doña Araceli extrañaba tanto que no hubiera sucedido antes sucedió entonces, sin que nosotros lo podamos remediar. Costancita, como estaba llorando, inclinó la frente contra la reja, y el Doctor, conmovidísimo, acercó los labios y dió un beso en aquella serena y cándida frente.{234}

Entonces, como si volviese en sí de un arrobo melancólico, dijo Costancita:

—¡Adiós, primito, adiós!

Costancita hizo ademán de irse.

—¿Así me dejas, cruel?—exclamó D. Faustino.

—Es preciso: nuestra suerte lo dispone. ¡Adiós! No me aborrezcas.

—¡Aborrecerte... jamás!... ¡Quiera el cielo que pueda dejar de amarte!

—No, no me ames... Ama á otra que sea menos indigna ó menos desdichada que yo; pero guarda de mí un grato recuerdo. ¡Adiós, primo!

Y Costancita se retiró de la reja, y desapareció, seguida de su criada Manolilla, que había conversado con el fiel escudero. El Doctor se guardó las lágrimas para la soledad. Aquella noche, cuando se quedó solo en su estancia, lloró mucho y durmió poco.

A la mañana siguiente pretextó que acababa de recibir una carta de su madre avisándole que estaba enferma, y dispuso con precipitación su partida.

Después de despedirse ceremoniosamente de su tío D. Alonso y de su prima Costanza; después de repartir quinientos reales de propina á los criados y después de recibir, para alivio de penas, un millón de besos, de abrazos y de lágrimas de la niña Araceli, el Doctor tomó el camino de Villabermeja,{235} acompañado de Respetilla, en cuyo mulo iban los baúles con los uniformes y demás galas, que tan poco habían servido y valido.

Dejémosle ir en paz, si es posible, y pidamos al cielo que le dé valor y sufrimiento bastantes para las penas y trabajos que tiene que pasar aún.

El lector y yo nos quedaremos algunos días más en la ciudad natal de Costancita, donde hemos de presenciar sucesos de gran transcendencia para esta verdadera historia.

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XII.

EL MARQUÉS DE GUADALBARBO

El personaje cuyo nombre sirve de epígrafe tenía cerca de cincuenta años de edad y más de veinticinco mil duros de renta. Era viudo y sin hijos.

En la fértil y extensísima dehesa de Guadalbarbo había un castillo feudal, desde donde, según contaba el Marqués, pelearon sus heroicos progenitores contra los moros durante seis ó siete siglos. Los maldicientes afirmaban que el abuelo del Marqués había sido lechuzo; que enriquecido, en tiempo de Carlos III, había comprado aquella dehesa y otras fincas, y que su padre, cuyas bufonadas hacían reir mucho á María Luisa, había titulado después. Pero, como quiera que sea, ora vertiendo la sangre de los infieles, ora haciendo derramar lágrimas á los fieles y atrayendo á los labios de una graciosa reina la dulce risa, es lo cierto que el Marqués de Guadalbarbo tenía renta y título, vinieren de donde vinieren.

Algo había heredado del carácter alegre y de la{238} chispa y amenidad que tan útiles fueron á su padre; pero, en el fondo, era un señor muy grave, morigerado y á veces austero. Su hermana mayor, la Condesa del Majano, estaba casi en olor de santidad, y el Marqués se asesoraba con ella á menudo y solía tomarla por norma y pauta de su conducta.

Deseoso el Marqués de recorrer sus estados, y de abandonar, al menos por una corta temporada, el bullicio y las intrigas de la corte, había venido á la tierra de D. Alonso, donde poseía algunos bienes.

Un mes hacía que estaba allí. La Condesa del Majano se devanaba los sesos por averiguar qué le detendría tanto tiempo. El Marqués apenas escribía, y cuando escribía era muy lacónico.

Por último, como diez días después de la partida del Doctor Faustino, escribió el Marqués á su hermana una extensa carta, que lo declaraba todo, y que trasladaremos aquí íntegra.

La carta rezaba:

«Querida hermana mía: Cuando te refiera las causas y razones que me detienen aquí, no lo extrañarás como me dices que lo extrañas. Tú misma, á fuerza de lamentar los vicios, los desórdenes y los escándalos de esa capital, me has disgustado de ella, y me has impulsado á venir entre estas gentes sencillas.{239}

«Estoy contentísimo aquí. He hallado un amigo excelente en un caballero principal, llamado don Alonso de Bobadilla, el cual reúne dos prendas que rara vez se hallan juntas: es activo, cuidadoso de sus cosas, entendido en agricultura y ganadería; sabe, en suma, dónde le aprieta el zapato, y es al mismo tiempo el hombre más temeroso de Dios, más devoto y más amigo de ir á la iglesia que he conocido en mi vida. Cuando no está en el campo cuidando de su hacienda, suele estar en el jubileo ó en alguna novena, y rara vez en el Casino.

«Mucho me ha servido la amistad de este hombre, así para mejorar mis bienes con sus consejos, como para mi contentamiento espiritual con su agradable trato.

«El tal D. Alonso es viudo como yo; pero con la dicha de tener una hija preciosa. No he visto jamás criatura más llena de candor. Y no creas que es tonta, ignorante ni parada. Al contrario; Costancita, que así se llama, tiene extraordinario despejo y viveza. Su claro entendimiento está bastante cultivado; pero su educación ha sido sólida y muy cristiana, hasta rayar en la austeridad. ¡Qué interesante contraposición se advierte entre su malicia infantil, sus risas y sus chistes, y la ignorancia santísima de todo lo malo, que desde el fondo de su puro corazón viene á iluminar sus inocentes travesuras!{240}

«El recogimiento con que ha criado á Costancita una señora, tía suya, que permanece doncella, ha sido extraordinario y ha dado, como debía suponerse, los más sazonados frutos. Ya que Costancita es mujer, y, como dice su padre, ha salido á volar, ni con su misma tía se acompaña. La tía vive aparte, y Costancita siempre al lado de su papá, que está hecho un Argos y no la deja ni á sol ni á sombra.

«Nunca ha leído Costancita ni una sola de estas perversas novelas que ahora se escriben, sino libros de devoción, algo de Historia y mucho de Año Cristiano. Cose y borda con notable primor; por encargo de su padre me ha hecho una petaca de pita, que es un prodigio de paciencia, y sabe preparar y condimentar mil deliciosos platos de dulce y repostería, que le enseñaron las monjas, en cuyo convento entró con su tía cuando pasó Gómez por aquí. Luego permaneció en el convento más de dos años, y casi fué menester que su padre la sacase de allí por fuerza, porque se había encariñado con aquellas benditas madres y se empeñaba en tomar el velo.

«Criada así Costancita, es un ángel en la tierra. Hace muchas limosnas; envía flores y cera á la iglesia del convento donde estuvo, y es fervorosa devota de la Purísima Concepción.

«La tía, á quien llaman la niña Araceli, es muy{241} buena señora, salvo que se enfurece cuando juega al tresillo y pierde. Y eso que jugamos á ochavo. Y digo jugamos, porque yo le hago la partida muy á menudo.

»No he visto gente que mire menos á su propio interés, en ciertas cosas, que esta niña Araceli y este bueno de D. Alonso. ¿Quieres creer que tienen un pariente en un lugarcillo no muy distante de aquí; que este pariente no tiene absolutamente sobre qué caerse muerto, y consintieron ambos en que viniese á vistas para que se casase con Costancita si los primos se gustaban?

»Por dicha, el tal pariente, que ha estado aquí algunos días, es un pedantón de siete suelas, pervertido con las espantosas y abominables doctrinas que ahora se enseñan en las universidades, y tan impío, que nadie le ha visto en misa una sola vez. ¿Cómo había de convenir semejante trasto á Doña Costancita? Así es que apenas si ella le ha mirado. Ha sabido tratarle con afabilidad, como á pariente, eso sí; pero sin hacerle caso como á novio, tal vez sin caer en la cuenta de que venía á pretender su mano, porque la pobre niña, á pesar de lo lista y avispada que es en todo aquello que no puede inclinarse ni torcerse á lo pecaminoso, tiene completamente cerrados los ojos sobre ciertas particularidades. Tengo motivos para estar convencido de ello y esto es lo que más me encanta.{242}

«En fin, el primo ateo se ha largado á su lugar con viento fresco, convencido de que no se ha hecho la miel para la boca del asno, y, estoy seguro de ello, sin haber obtenido siquiera ni una mirada amorosa de su prima. Pero, ¿qué mucho, si su prima no sabe emplear sus hermosos ojos en semejantes liviandades? Yo la he observado con persistencia, y no he sorprendido jamás que mire á nadie sino como Dios manda. Sólo mira ella con intensidad amorosa, pero ¡de cuán distinto género! cuando mira á su padre ó contempla en la iglesia la imágen de algún santo ó de alguna santa.

«¡Qué diferente es esta Costancita de tantas y tantas señoritas de Madrid, que tienen novios á montones, que coquetean con unos y con otros, que no hay nada que ignoren y que son tan desenvueltas!

«¡No puedes figurarte lo que me he acordado de tí cuando hacías la justa censura, ya de esta, ya de aquella joven de la sociedad madrileña, porque me veías propenso á entrar en relaciones, y querías retraerme de tan funesta inclinación mostrándome los peligros que me amenazaban!—Costancita es todo lo contrario, me decía yo entonces.—¡A ésta sí que no la censuraría mi hermana!

«En fin, ¿para qué hemos de andar con rodeos? Tú eres la primera persona á quien doy parte. Costancita me ha enamorado perdidamente. Con ella{243} no son posibles coqueteos ni términos vagos. Ni se la puede hablar al oído, ni sacarla á valsar, ni entretenerla con unas relaciones que no conduzcan al matrimonio, con el beneplácito de su familia. La honestidad y decoro de Costancita, el recogimiento con que vive, el respeto que infunde su honrado padre, y la misma sencillez é ignorancia de la linda muchacha, no consienten otra cosa. Rendido á la evidencia de estas razones, y prendado, cautivo, casi enfermo de amor, he buscado el único remedio posible y decoroso. He pedido á D. Alonso de Bobadilla la mano de su hija Doña Costanza.

«D. Alonso me ha dicho que por su parte se honraría en ser mi suegro, pero que en nada quiere contrariar la voluntad de su hija; que la consultaría, y que sería lo que Costancita quisiese.

«Costancita ha pedido diez días para decidirse.

«Hoy ha cumplido el plazo de los diez días, y Costancita me ha hecho el más feliz de los hombres aceptando mi mano.»

Así, salvo los cumplimientos y memorias, terminaba la carta del Marqués. Y aunque sea adelantar demasiado algunos sucesos, turbando el orden cronológico riguroso, añadiré que á las tres semanas de escrita la carta que dejamos copiada, en presencia de la virtuosa Condesa del Majano, que vino en posta de Madrid, y sin boato, galas ni preparativos, porque la modestia de Costancita lo repugnaba,{244} se celebraron sus bodas con el enamorado Marqués, limitándose D. Alonso, en vez de los tres ó cuatro mil duros que prometía, á dar dos mil duros al año, que el generoso marido, con otros cuantos miles más, señaló á su mujer para que se vistiera como correspondía, y pudiera desquitarse con usura, después de la boda, de la carencia de joyas, galas y dijes que se había notado en ella.{245}

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XIII.

EXAMEN DE CONCIENCIA

Sin ningún incidente digno de contarse había hecho el Doctor su viaje de retorno á Villabermeja.

Su madre, á quien refirió de palabra lo que por cartas no había contado de sus amores con Doña Costanza, y del fin desengañado que tuvieron, puso á su sobrina como hoja de perejil, y no trató con más piedad al bueno de D. Alonso de Bobadilla.

Después de este natural y disculpable desahogo, la señora Doña Ana Escalante de López de Mendoza se afligió en el alma de ver á su pobre hijo derrotado y humillado, y el mismo Doctor tuvo que consolarla, mostrando que la derrota apenas lo era, ya que él había ido á enamorar á Costancita, y no á su padre, y sosteniendo que no había humillación en que no se llevase á cabo la boda por razones de estado y hacienda que D. Alonso aducía, y por razones de prudencia que Costancita había expresado,{246} y que él mismo había reconocido y aceptado como buenas.

Así pasaron algunos días, hasta que llegó por el correo el parte oficial del casamiento de Costancita con el Marqués de Guadalbarbo. El furor de Doña Ana se recrudeció entonces, y el Doctor hizo por calmarle con mil reflexiones juiciosas.

Calmados ambos al fin, porque no hay agitación que no acabe, cayeron madre é hijo en una melancolía tranquila, y siguieron viviendo en Villabermeja, más apartados que antes del trato de toda aquella gente.

Doña Ana administraba el caudalillo, cuyos productos se consumían casi todos en pagar los intereses de la deuda, y cuidaba diestramente de la casa, donde con orden y severa economía lograba conservar el lustre señoril.

El Doctor, entre tanto, estudiaba, meditaba y daba largos paseos á pie, subiendo á menudo á los cerros, y sobre todo al de la Atalaya, para descubrir más horizonte. También iba á veces en su jaca á la quinta, que era lo mejor de su caudal. La quinta estaba en un sitio muy agreste y distante de los caminos reales, en la cumbre de otro cerro.

Casi la única persona con quien hablaba el Doctor, además de su madre, era el fiel Respetilla, quien solía entretenerle y arrancarle alguna sonrisa contándole los chismes y novedades del lugar, y á{247} quien, por falta de otro sujeto más á propósito, había tomado el Doctor por contrario para tirar al sable y al florete, llenándole á menudo de cardenales el cuerpo con el sable de madera, y no saliendo ileso casi nunca, pues el Doctor no era un portento en la esgrima, ni para serlo había recibido las suficientes lecciones. Por lo demás, aunque el Doctor tenía la mano pesada y daba á Respetilla sobre diez palos por cada uno que recibía, los de Respetilla eran tan recios y desaforados, que valía tanto el diezmo que pagaba como la cosecha que por todo su cuerpo iba recogiendo. Este ejercicio, no obstante, era muy provechoso para el cuerpo y para el alma de los dos, y en fuerza de la costumbre, sentía ya amo y mozo como necesidad y comezón y hasta cierto deleite en apalearse todos los días.

A pesar de sus coloquios y combates con Respetilla, y á pesar de las largas conversaciones con Doña Ana, siempre quedaban al Doctor muchas horas de día y de noche, durante las cuales, en la más esquiva y completa soledad, se complacía en recogerse y reconcentrarse dentro de sí mismo, juzgando los sucesos de su vida y sondeando los senos más profundos de su conciencia.

De la aparición de la mujer misteriosa nada había dicho á su madre; pero una de sus primeras diligencias al volver á Villabermeja había sido ir á{248} ver el retrato de la coya, que estaba en el estrado, el cual era la cuadra ó sala cuadrada del piso principal. El Doctor examinó atentamente el retrato; pero no acertó á decidir si era real ó imaginada su perfecta semejanza con su inmortal amiga. Por otra parte, su inmortal amiga le tenía, al parecer, olvidado hacía tiempo, y su recuerdo, aunque persistente, iba haciéndose algo confuso.

La obra de Pantoja era bellísima; pero al cabo no era más que una imagen, y no podía despertar en el Doctor, que gozaba de cabal juicio, sino simpatías meramente artísticas. La certidumbre de que aquél era el retrato de una antepasada suya, muerta hacía tres siglos, cortaba además los vuelos á su imaginación.

El Doctor había leído un cuento oriental, de cierto príncipe que halló en el tesoro de su padre un retrato de mujer de quien se enamoró; pero el príncipe creyó contemporáneo suyo el original del retrato. Salió en su busca por el mundo, y nunca pudo dar con la mujer amada. Sólo vino á averiguar, después de mucho tiempo y peregrinaciones, que la dama á quien amaba por el retrato había sido una reina de la isla de Serendib, no menos prendada de Salomón que la de Sabá, y quizás la más bella y favorita de sus mujeres. Si el príncipe hubiera sabido á tiempo que el retrato era de aquella antiquísima reina, jamás se hubiera enamorado.{249} El Doctor Faustino no podía ser más loco que el Príncipe.

A pesar de todo, se deleitaba tanto en mirar el retrato y llegó á cobrarle tanto cariño, que se le trajo al salón del piso bajo, donde él vivía, poniendo en el hueco otro retrato de los que adornaban y autorizaban su salón.

No dejaba el Doctor, entre tanto, de recordar á su inmortal amiga de carne y hueso, y de forjar nuevas hipótesis para explicarse la carta que de ella recibió y la extraña cita y aventura que tuvo con ella. Base de estas hipótesis era siempre la afirmación de la existencia real, visible, tangible, corpórea y sólida de una hermosa mujer, que le había escrito, que le había hablado y que le había besado los párpados. Pero ¿quién era esta mujer? Harto sabía el Doctor que ni la boca, ni los ojos, ni los brazos, ni la frente, ni todo el cuerpo en conjunto, eran lo esencial de aquella mujer; que algo había en ella de indivisible que pensaba y amaba, y á esto llamaba espíritu. Dábale, pues, nombre de espíritu y no se encontraba más adelantado. Su ciencia impía no le llevaba más allá. ¿Era algo el espíritu por sí, ó era un resultado de toda aquella trabazón y concordia de partes, una armonía divina que brotaba de aquellos órganos? Si el espíritu era algo por sí, bien podía permanecer después de la muerte y ser antes del nacimiento. En este caso,{250} ¿por qué no había de estar en aquel cuerpo de mujer, que él había visto y tocado, el espíritu de la coya? El espíritu que le animaba á él ¿no podía también ser el mismo que animó á uno de sus abuelos, el amante y marido de la coya, pongamos por caso? Pero pronto desechaba de sí este pensamiento como un desatino.

—¿Qué razón hay—se decía,—para sospechar tal cosa, cuando nada recuerdo de ninguna vida anterior á ésta que vivo? De esta misma vida apenas tuve conciencia hasta que mi espíritu acabó de formarse, saliendo de la primera infancia, como quien sale á luz de un seno tenebroso. Se diría que fué menester que la luz material hiriese mis ojos, que los objetos sensibles hiciesen impresión en mi alma, que la palabra humana me revelase la verdad penetrando en las ondas sonoras del aire por mis oídos, para que el espíritu, que sólo estaba en germen, diese razón de sí, fuese conociéndose á sí propio, pues sin conocerse no era.

El Doctor, si bien más inclinado á dudar que á negar ó afirmar, infería de todo que ni su inmortal amiga era la coya, ni él era otro que no fuese el Doctor Faustino. No aseguraba ni negaba para sí una vida más allá de la tumba. Sobre esto vacilaba. Pero cuando se prometía la vida ultramundana, se la prometía con recuerdo completo, con la misma forma y el mismo carácter, nombre y fisonomía{251} de entonces. Cuando se prometía, en sus momentos de entusiasmo, una prolongación de su existencia más allá del sepulcro, todo lo ideal y etérea que puede suponerse, en otros mundos, en otras esferas, en otros cielos, no se comprendía sino como tal Doctor Faustino, hasta con el mismo cuerpo que entonces tenía, aunque los átomos que le formasen fueran de luz y de gloria, en vez de ser de lodo terrestre.

—Sin embargo—seguía meditando el Doctor—¿dónde va mi espíritu cuando duermo? ¿No se corta, no se para entonces su vida? ¿No será la muerte como el sueño? Cuando duermo, no siendo el sueño muy profundo, creo sentir, aunque confusamente, que soy. Cuando despierto, me asegura la verdad de mi existencia el recuerdo claro y patente de toda mi vida anterior. Pues ¿por qué, aun imaginando la muerte como un largo y profundo sueño entre dos vidas, no ha de acudir al alma cuando despierta, esto es, cuando vuelvo á nacer, el recuerdo patente y claro de todas las existencias pasadas? Cuando tal recuerdo no acude, no hay razón para creer el dogma de los antiguos brahmanes, divulgado en Europa por el sabio de Samos y renovado tantas veces. Yo soy todo lo que soy, y en la sucesión y en las mudanzas de mi vida hay una esencia permanente, que es como hilo de oro que enlaza en un collar muchas perlas.{252} El mundo visible, la serie de mis impresiones, mis deleites, mis dolores, mis esperanzas, mis desengaños, mis dudas, mi ciencia, todo está enlazado en este hilo que persiste, que á veces creo que no se acabará jamás. Pero, ¿cómo he de creer que es eterno? ¿Cómo creer que tampoco ha empezado, cuando veo y noto su principio? Si en el sueño queremos suponer que se rompe, la memoria de todo lo anterior al sueño al punto le reanuda. Pero si en mí hubo muerte corporal antes de ahora, ¿dónde está la memoria que reanude la vida actual á la vida anterior á esa muerte? ¿Se baña quizás el espíritu cuando el cuerpo muere, en el río del olvido? ¿Va á confundirse acaso en el infinito Océano del espíritu? ¿Hay un mundo del espíritu, como hay otro de la naturaleza, y la compenetración de ambos es la humanidad? Si fuera así, lejos de creer en la existencia de mi individuo antes de mi nacimiento y después de mi muerte, me inclinaría mucho á dudar de la misma vida que ahora vivo. ¿Qué sería yo entonces, sino apariencia, ilusión efímera? Sólo habría real y efectivo por un lado la naturaleza y el espíritu por otro, como dos modos de la misma substancia. Ni mi ser ni mi conocer serían más que ilusorios, en cuanto yo me afirmase como ser finito y limitado, que vale tanto como afirmarme distinto de los demás seres.

El Doctor discurría así, de noche, á solas, en la{253} gran sala baja, donde estaban los retratos, incluso el de la coya, y donde había también un espejo. En aquella soledad, sin temor de que le viesen y tuviesen por loco, se tocaba el cuerpo con las manos, se miraba al espejo y se veía, andaba y oía sus pisadas al andar, hablaba y escuchaba su palabra misma. Luego se reía de aquella prueba pueril que se estaba dando de su propia existencia. Cerraba entonces los ojos, se quedaba inmóvil en un sillón y prescindía de todo, hasta del pensamiento, y entonces la prueba de que existía era más clara: no era porque se veía, ni porque se tocaba, ni porque andaba, ni porque se oía, ni porque pensaba, sino era porque era. Desenvolvía luego aquella escueta y pura afirmación de su ser, y resultaba algo como el hilo ó lazo de unión donde venía la memoria á engarzar todos sus pensamientos, impresiones, ideas y deseos. Más allá de cierto término, ni había hilo, ni objeto alguno que ensartar en el hilo. Luego allí expiraba todo; luego aquello había tenido principio; luego antes no había sido nada.

El Doctor discurría una noche con tan cándida buena fe, que al llegar á este punto fué á la mesa de su bufete y sacó de un cajón su fe de bautismo. Quiso cerciorarse y se cercioró de que había nacido en el año 1816, y se declaró á sí propio que hasta entonces no había habido Doctor Faustino ni espiritual ni material, y que todos los seres que{254} llenan el espacio sin límites, y todos los sucesos y cambios que traman y tejen la tela del tiempo, dentro de la eternidad inmutable, habían existido y ocurrido sin que él tuviese arte ni parte en cosa alguna.

Después continuó cavilando:

—En la corriente de la vida, en la serie de los casos y de los seres he aparecido poco há. ¿Me hundiré, desapareceré para siempre, volveré á la nada de donde salí, ó persistiré en lo futuro? Toda esta substancia que forma mi cuerpo, ¿no se ha renovado ya varias veces, y yo he permanecido? Mi forma misma, ¿no ha cambiado en lo accidental? Y, sin embargo, ¿esencialmente no persiste hasta mi forma? Pues ¿por qué no ha de seguir persistiendo? Persistirá; pero ¿cuál será el modo de su persistencia? Como idea, no sólo persistirá, sino que preexistía. Como realidad, tal vez persista, pero no preexistió. En todo caso, hasta su persistencia como idea será más firme después de haber existido en realidad. Antes de ser yo realmente, era sólo, en la inteligencia infinita, una idea inmutable, eterna como esa inteligencia. Lanzado ahora en el seno de lo sucesivo y mudable, apareciendo mi ser en la corriente del tiempo, al menos vivirá también larga vida, ya que no vida inmortal, como idea y como recuerdo, en otras inteligencias finitas. Algún efecto ha de producir{255} esta vida mía; alguna huella ha de dejar; para algo he nacido; para algo soy. Sin embargo, no me contento con esta inmortalidad, ó con esta vaga duración de más allá del sepulcro. Quiero, no la duración de mi nombre, ni de mis pensamientos, ni de mis obras, sino de todo yo, con el recuerdo vivo de mi nombre, de mis pensamientos y de mis obras, aunque este recuerdo venga á ser un tormento sin fin de remordimientos y de vergüenza.

Aquí volvía el Doctor á recordar la fecha de su nacimiento. Luego añadía:

—Nada: yo no era antes de 1816. Todo lo ocurrido hasta entonces, ni pena ni gloria para mí; pero de lo que he pensado, y hecho, y amado, y sentido, y aborrecido desde entonces, quiero gloria y pena y recuerdo perenne, y responsabilidad que no cabe. Yo me siento libre. Hay un poder en mí que no se doblega, ni cede, ni se humilla ante la misma omnipotencia. Si obedece sus decretos es porque quiere. Si no los obedece, es porque quiere. Debe responder y responde de todos sus actos. Ya sea caduca, ya sea inmortal, la existencia de esto que llamo mi espíritu, en este instante fugaz, en esta vida que vivo ahora, no es un paso como otros muchos que voy haciendo en el camino de la perfección, sino que es trance que decide de todo mi destino, de toda la eternidad para mí. En esta vida he de hacerme adecuado á{256} la idea eterna que hay de mí si fuera de esta vida no soy más que una idea, ó de merecer en realidad todos aquellos grados de excelencia y de beatitud á que estoy llamado. Un poco de ciencia, un poco de vana curiosidad ha destruído en mí las creencias. Mi mente vuelve, con todo, por el discurso á coincidir en las más importantes de lo que por fe me enseñaron. Será esta vida un tránsito, una peregrinación á otra vida mejor; pero de esta vida depende todo. Lo esencial es esta vida. La acción del drama está en ella. Si queda para mí después una eternidad, toda ella se resume y cifra en este instante. Toda ella es sombra, reflejo, consecuencia, resultado de lo que ahora yo determine. Cielo é infierno, con su perdurable extensión, nacen ahora en el centro de mi alma, en el abismo de mi conciencia, la cual, por cima del torrente silencioso del tiempo que va pasando, vive en lo eterno. Es absurdo suponer que la vida es un ensayo, y que, si sale mal, venimos después á hacerlo mejor en otra. El vivir humano es más serio, más digno que todo eso. Toda la educación, todo el progreso, toda la purificación, todo el bien á que podemos aspirar ha de lograrse ahora ó nunca. De esto vivo seguro, ya permanezca nuestro espíritu penando ó gozando, pero inactivo después del drama, ya sobreviva sólo como concepto eterno con el recuerdo de las obras que hizo.{257}

De esta suerte llegaba á persuadirse el Doctor Faustino, no de que el espíritu de la coya no vagase por la casa y pudiese entenderse con él, sino que la inmortal amiga, lejos de ser la coya, era un espíritu en cuerpo viviente mil veces más real que la sombra, el recuerdo, el concepto de la coya, revestido de forma sensible por la imaginación creadora de milagros.

Así volvía el Doctor, después de mucho discurrir, á la pregunta del principio: ¿Quién era su inmortal amiga? ¿La habría visto, conocido y amado, y se habría olvidado de ella?

A este propósito recordaba el cuento de Doña Guiomar, que le contaban las criadas cuando niño.

Una hechicera poderosa había robado á Doña Guiomar, que era lindísima, y la tenía encerrada en una torre muy alta, sin puertas, porque la hechicera subía á la torre volando. La torre estaba en medio de solitaria llanura, donde casi nunca llegaban pies humanos. La suerte quiso, no obstante, que un hermosísimo príncipe, hijo de rey poderoso, se extraviase un día yendo de caza, y apartándose de sus monteros, halconeros y demás comitiva, el príncipe vino á encontrarse en la oculta y misteriosa llanura donde estaba la torre. El sol brillaba cerca del cénit. Doña Guiomar, en el elevado mirador de la torre, peinaba la sedosa madeja de sus cabellos rubios con un peine de{258} plata. El reflejo del sol en aquellos lustrosos y dorados cabellos deslumbraba la vista. El rostro de Doña Guiomar parecía circundado de refulgente aureola.

Doña Guiomar era de lo más bello que puede fingir la más discreta y generosa fantasía. El príncipe, galán atrevido, elocuente y bello también. Nacidos el uno para el otro, se enamoraron y cautivaron al punto.

Con sábanas y colchas, con vestidos y otras telas, formó Doña Guiomar una larga escala. Por ella se desprendió; llegó donde estaba el príncipe, se dieron ambos palabra de casamiento; la confirmaron con un apretado y prolongadísimo abrazo, y puesta Doña Guiomar á las ancas del caballo, huyó con el príncipe de su prisión y de la hechicera.

Aunque caminaban de prisa, Doña Guiomar notó, al cabo de un rato, que la hechicera, que había vuelto á la torre y visto que ella se había escapado, venía en su persecución. Ya estaba cerca la hechicera, ya iba casi á tocar con su mano á Doña Guiomar, cuando ésta tiró al suelo el peine de plata con que se peinaba, y se formó de repente una cordillera de montañas altísimas, con las cumbres cubiertas de nieve y de hielo. La hechicera quedó del otro lado de las montañas; pero tal era su poder y tanta su cólera y su brío, que salvó las crestas{259} nevadas, bajó al llano, y ya iba alcanzando de nuevo á Doña Guiomar y á su amante. Doña Guiomar, entonces, tiró al suelo un puñado del perfumado afrecho con que se lavaba las blancas manos. Al punto se formó un intrincado matorral de jaras, espinos y zarzas, cubierto todo él de niebla muy espesa. La hechicera pudo, con todo, atravesar el matorral, aunque destrozándose las carnes, y sin extraviarse, á pesar de la niebla, se puso otra vez al alcance de Doña Guiomar y de su raptor. Doña Guiomar tiró, por último, al suelo el espejito en que se miraba, y luego se extendió entre ella y su perseguidor un río profundo, rápido y caudaloso. La hechicera pasó á nado el río. Aunque desfallecida ya y sin fuerzas, llegó cerca de Doña Guiomar. Doña Guiomar se tapaba la cara por no verla y los oídos por no oirla.

—¡Vuelve la cara, hija mía, vuelve la cara, para que te vea la última vez antes de perderte para siempre!—decía la hechicera.—Hija mía, tén compasión de mí, que te he criado. Mírame una vez, ya que me abandonas.

Doña Guiomar no quería mirar, pero el príncipe la rogó que fuese compasiva y mirase. Volvió entonces la cara, y la hechicera dijo:

—Permita el cielo que quien te lleva te olvide.

Esta terrible maldición se cumplió. Llegados el príncipe y Doña Guiomar cerca de la capital del{260} reino, donde reinaba el padre del príncipe, dejó éste á Doña Guiomar en una quinta, pensando volver allí por ella para que hiciese su entrada en la corte con gran pompa y aparato. Pero, no bien la dejó, se le borró su imágen, su nombre y su amor de la memoria, y así permaneció años, hasta que por otro caso milagroso, que forma la segunda parte del cuento, vino al fin á recordarla.

Este cuento, como todos los de hadas, encantamientos y asombros, puede con facilidad traducirse en símbolo y alegoría. Por esto el Doctor fantaseaba que Doña Guiomar era la poesía, la imaginación, la fe, que obra milagros con quien la lleva para salvarse de la fría razón que la tenía aprisionada. Un momento de abandono basta luego para que la fe se olvide y desconozca.

La inmortal amiga era, pues, como Doña Guiomar: era la fe, la poesía, el concepto más puro del alma del Doctor, olvidado, desconocido por una maldición de la hechicera, que representaba y cifraba en sí ambición, ciencia profana, codicia, vanidad, orgullo y otras malas pasiones.

Fuese quien fuese en el mundo real la mujer vestida de negro que una vez se le había aparecido, el Doctor se sentía inclinado á convertirla en figura alegórica. Hecha esta conversión, todo se explicaba con facilidad. De la poesía no quedaba en el alma del Doctor sino el egoísmo. En su desesperada{261} modestia, creía que habían muerto en su alma la devoción y la fe.

En otra noche de insomnio, lleno el Doctor del más doloroso abatimiento, se culpaba á sí mismo, y todo lo justificaba á la vez.

—Bien miradas las cosas—pensaba,—más amor he alcanzado de Costancita que el que yo le daba y el que yo merecía. ¿Por qué fuí á enamorarla y á ver si me casaba con ella, sino por razones de conveniencia? Pues, si fué así, harta razón tuvo ella para mirar también por lo que le convenía y casarse con el Marqués, á cuya elevación y fortuna no era probable que jamás hubiese yo llegado. Es cierto que algo de amor despertaron en mi alma la hermosura y juventud de mi prima; pero amor tibio, vacilante, incierto. Si yo la hubiese amado con todo el corazón, mi amor se hubiera impuesto y hubiera hecho nacer en el corazón de ella otro amor capaz de sacrificio. ¿Por qué lamentarnos de la falta de amor, de amistad, de ternura, que guardan para nosotros las demás almas humanas? ¿Les prodiga la nuestra iguales tesoros, para exigir el cambio? ¡Ah! Yo amo con amor inmenso; mas no para rendirme y sacrificarme en aras del objeto amado, sino para hacerle todo mío. La fuente del verdadero amor está seca para mí. El verdadero amor empieza por conceder á su objeto cuantas perfecciones y excelencias le hacen amable; y después{262} que le ha dado tales excelencias y perfecciones, se postra ante él y le adora y se ofrece en holocausto. El amor egoista, como el mío, anhela para sí un objeto dotado de todas esas perfecciones; pero examina, critica y jamás le halla. Entonces, dice:—Si yo encontrase una mujer como la que sueño, ¿qué sacrificios no haría por ella, qué virtudes no mostraría, con qué afecto no la amaría? Por desgracia no la hallo, y nada de esto puedo hacer. Mi amor sin objeto es también un amor sin obras. Si yo creyese en el progreso de la humanidad, en el lazo estrecho que une las almas, en la comunión de los espíritus, en el movimiento ascendente de todos los corazones hacia la luz, el bien y la hermosura, ¿qué no sería yo capaz de hacer para contribuir en algo á este progreso, á esa ascensión, á esa ventura y grandeza del linaje humano? Por desgracia no creo mucho en eso, y así es que no hago nada. Siento que haya en mi alma este amor de la humanidad tan estéril. Si yo considerase que esta patria, este pueblo ó nación de que formo parte es merecedor de todo amor, ¿quién sabe las hazañas y heroicidades que haría por elevarle á la mayor altura? Pero no hago nada, porque al cabo no estoy muy seguro de que esto que llamamos la patria sea más que un terreno, como otro cualquiera, donde por acaso he nacido, y de que esto que llamo mi nación pase de{263} ser un conjunto de hombres venidos de mil diversas regiones, de varias castas y orígenes, y sin más vínculo que el de leyes, instituciones y creencias forzosamente impuestas por los más poderosos á los más débiles. El amor de la patria queda también estéril y sin objeto, á pesar de su intensidad. El amor de la belleza y del bien es amor de abstracciones: es el amor de mí mismo, si no hallo objeto fuera de mí que me parezca bueno y hermoso. Mi alma, sin embargo, está enamorada. ¿A quién ama mi alma? Quizás ama un ideal inasequible, que trabajo de continuo en forjar dentro de mí, sin llegar nunca á dar el ídolo por terminado.

Otro objeto de amor más excelso, más comprensivo, reconocía el Doctor que le convenía buscar para que su corazón se aquietase; pero no se atrevía á negar la realidad de la existencia de ese objeto, y, de miedo de encontrarse con un fantasma, no le buscaba.

El Doctor había leído las poesías desesperadas que privaban en aquella época; pero aun no habían salido á luz, ó no habían llegado á su noticia, las atrevidas especulaciones de los filósofos desesperados novísimos. Schopenhauer y Hartmann no habían penetrado en Villabermeja.

No habían, con todo, sido pocos los libros materialistas é impíos que el Doctor había leído. Veía además el pro y el contra de todas las cuestiones,{264} y la índole de su entendimiento le llevaba á dudar.

La melancolía de su alma, en aquellos días, lo pintaba todo con los colores más negros.

Sin embargo, contra las negaciones que había hecho de todo objeto digno de su amor, él mismo se presentaba varios argumentos.

—Es muy cómodo—decía,—negar el objeto digno. Así se disculpa la pereza, la frialdad ó la cobardía. ¿Seré tal vez un miserable, incapaz de todo arranque generoso, y para justificarme á mis propios ojos quiero persuadirme de que no creo que haya un objeto que merezca que yo me sacrifique por él, que iguale al amor?

Luego pensaba si los filósofos y los poetas pesimistas lo habían sido por discurso y reflexión serena, ó por ser enclenques ó pobres, por falta de salud ó de dinero. Mas suprimiendo esto último, no dejaba el Doctor muy bien parado el orden de las cosas. ¿Por qué había de haber dolores físicos ó miserias sociales de tal naturaleza, que cambiasen así la condición de los hombres? Por otra parte, afirmar tal influjo era el colmo del excepticismo: era afirmar lo vano é interesado y falso de todo sentimiento y de toda idea. Si un sistema filosófico impío pudo provenir de que su autor padecía del estómago ó de que no tenía dinero bastante, ó de que no comía bien, también un sistema filosófico{265} muy religioso y optimista pudo provenir de que el autor gozaba de envidiable salud y tenía satisfechas todas sus necesidades.

Cuando el Doctor llegó á este punto en sus cavilaciones, recordó sonriendo unos versos muy conocidos de Lope de Vega. Un lacayo, disfrazado de médico, es consultado por un caballero que padece honda tristeza, y se entabla este diálogo:

—Nada me parece bien;
Todos me son importunos.
—¿Tenéis dineros?
—Ningunos.
—Pues procurad que os los den.

El remedio de la tétrica filosofía del Doctor, ¿era el mismo de que hablaba el lacayo de Lope? En gran parte, sí. El Doctor tenía la ingenuidad de confesárselo, si bien la confesión le humillaba y vejaba. ¿Por qué un alma tan grande como la suya se conmovía y trastornaba por cosa tan accidental y de poco valer? Porque el Doctor quería ir á Madrid, darse á conocer, brillar, hacerse famoso, y sin algún dinero no podía lograrlo.

El Doctor procuraba consolarse de no ir á Madrid; procuraba desistir de sus sueños de ambición y de gloria. Entonces se hacía un argumento ó discurso parecido al que hizo no recordaba bien qué sabio á Pirro, rey de Epiro, que se desvelaba é inquietaba,{266} ansioso de conquistar el mundo.—Conquistaré primero toda la Grecia, decía Pirro.—¿Y después? preguntaba el sabio.—Después la Italia.—¿Y después?—El Asia menor y la Persia, y la Bactriana y la India, y, por último, toda la tierra.—¿Y después?—volvía á preguntar el sabio.—Después me reposaré triunfante y seré dichoso.—Pues haz cuenta que ya lo conquistaste todo: sé dichoso y repósate.

Este coloquio, si tenía fuerza para convencer á Pirro, que al fin soñaba con la conquista del mundo, mayor fuerza debía tener para el Doctor, quien, en sus mayores raptos ambiciosos, ni soñaba ni podía soñar sino con ser, por unos cuantos meses,

Uno de los cien Ministros
Que al año vienen y van,

en un país que, lejos de conquistar los otros, no sabe conquistarse á sí mismo.

Algo más tranquilo el Doctor después de este razonamiento, pensó en dedicarse á la vida contemplativa, desechar la práctica por la teoría. ¿No está acaso en la teoría la suprema felicidad y el verdadero fin del hombre? El universo podrá estar mal, si se atiende al bien de los seres que le pueblan. La vida será un triste presente: el dolor físico y el dolor moral quedarán inexplicables. De todo esto prescindía el Doctor por lo pronto. Pero{267} ¿cómo negar el grandioso espectáculo que nos ofrece esta máquina del mundo? ¿Cuánto no queda aún por descubrir, por investigar y hasta por ver en dicha máquina, así en las partes como en el conjunto? Y no sólo en lo que es ahora, sino en lo que ha sido y en lo que ha de ser. ¿Qué origen tuvo todo ello? ¿Cuál será su fin? ¿Dónde está el propósito? Dado que estas preguntas pudiesen tener satisfactoria contestación, lo mismo se podía escuchar la voz del oráculo revelador en Villabermeja que en la heroica villa de Madrid, capital de todas las Españas.

Aunque sin meterse en honduras científicas ni en averiguaciones de ningún género, bien podía el Doctor darse por pagado de ver las cosas como poeta, admirándolas y celebrándolas; limpiando bien el alma de malas pasiones, para que fuese bruñido y claro espejo que reflejase el mundo dentro de sí, no sólo en cuanto se extiende y dilata por los espacios, sino en su prolongación en los tiempos, con todas las series sucesivas de creaciones y manifestaciones que en él ha habido. Confesemos que la hermosa casa solariega de Villabermeja era cómodo y regalado asiento para asistir á esta representación magnífica y perpetua. El alma del Doctor, además, al reflejar en sí todas las cosas, no lo haría sin gracia y desmañadamente, sino que las hermosearía y perfeccionaría según ciertas{268} leyes de buen gusto y de elegancia, tachando defectos y errores, produciendo armonías y creando, en suma, para sí un universo mil veces más bello. Aunque el Doctor no hiciera más que esto en toda su vida, ¿quién ha de negar que cumpliría con una gran misión? Pues, ¿de qué vale el universo y toda su hermosura, si no hay inteligencia que le mire y le comprenda? Decidido el Doctor á consagrarse á esto, no tendría ya que preguntarse con pena ¿para qué sirvo? Serviría para justificar la creación.

Por desgracia, ahondando un poquito más el Doctor en estas reflexiones y soliloquios, se encontró con una dificultad aterradora. Para la práctica ya había visto que sin amor nada podía; para la teórica halló también que era menester amor. Conforme Dios iba creando las cosas, las miraba con amor, y veía que eran buenas. Para encontrarlas él también buenas, ó al menos bellas, era menester que las mirase con amor. Mucho más amor era menester aún para reflejarlas en el espejo del alma con mayor hermosura de la que tienen. El amor es el grande artista, el creador, el poeta, y D. Faustino temblaba de pensar que no amaba. Quería convencerse primero, sin ningún amor, de que un objeto era bueno, muy bueno, y después amarle. No sentía el rapto generoso, la noble confianza del alma enamorada, que se lanza con amor al objeto y luego le halla bueno y bello.{269}

Crea el lector que me pesa ahora de haber elegido para mi cuento un personaje de tan enmarañado carácter como el Doctor Faustino. Me obliga, contra mi gusto, á escribir este largo soliloquio que debe aburrirle; pero ya no podemos retroceder. Yo procuraré ser breve, aunque mucho se quede por decir.

Desesperado el Doctor de no amar lo bastante, así para la vida práctica como para la vida especulativa, en lo que tienen de más egregio, volvió á su tema de hacer una vida práctica y especulativa á la vez, más llana y más vulgar, y volvió á soñar con ir á Madrid en busca de aventuras y de triunfos. La falta de dinero, el grande obstáculo, apareció en seguida ante sus ojos.

Una sola bujía alumbraba el salón en que se hallaba. La luz iluminaba apenas los retratos de los ilustres Mendozas. Todos ellos eran menos que medianos, salvo el de la coya. El Doctor los miró casi con ira, porque le habían dejado un nombre y no le habían dejado riqueza. Tuvo gana de pegarles fuego. También pensó llevárselos á Madrid y ponerlos en un baratillo, á ver si los compraba algún usurero ó algún publicano que quisiera ennoblecerse y tener ascendientes, prohijándolos, ó mejor dicho, propadrándolos. Pero ni esta esperanza le daban sus ascendientes. ¿Qué publicano ó qué usurero es tan tonto en el día, que busque ascendientes{270} y no vea en sus contratas y suministros títulos de sobra para tener todos los títulos? Y no sin razón, pensaba el Doctor. Desechadas mil preocupaciones, no había de conservar él la menos filosófica: la de la nobleza. Ya que había renegado de todo, se empeñó en renegar hasta de su casta.—Vosotros—dijo á sus ascendientes,—no valíais más acaso que el contratista que funda hoy su nobleza.

El largo insomnio había excitado de tal suerte sus nervios, que el Doctor, en aquella soledad, en el silencio de la noche, con la luz de una sola bujía que, iluminando muebles y cuadros, formaba mil sombras caprichosas en las paredes, imaginó que todos sus ascendientes ofendidos se destacaban de los marcos y caminaban contra él deslizándose como espectros. Hasta la coya se reía entre compasiva y burlona. El ambiente se hizo sofocante, como si respirasen allí todos los personajes de los retratos, vueltos á la vida, y como si su respiración fuese de fuego. El Doctor tuvo calor y frío á la vez; pero no tuvo miedo sino de volverse loco. Hubiera sido indigno de un filósofo suponer que retratos pintados habían de echar á andar para darle un susto ó embromarle de alguna manera.

El Doctor, no obstante, fué hacia la ventana, que estaba cerrada, aunque era á principios de Mayo, y para respirar el aire libre abrió de par en par maderas y cristales.{271}

El sitio á donde daba la ventana que abrió el Doctor era poco risueño. En primer término, la calle solitaria y sin salida. Las tapias del corralón que servía de cementerio, enfrente. Y á la derecha, uno de los torreones cilíndricos del castillo, sobre el cual se apoyaba la casa. Más allá de las tapias del corralón se levantaban los muros de la iglesia, y se veía un poco del arco y pasadizo que con el castillo la une. Antes del arco formaba la casa un recodo. La luna llena iluminaba la calle, sin gente y sin más ruido que el formado por un viento manso, que doblaba la larga yerba que crecía en la misma calle y encima de las tapias del corralón.

En nada de esto se fijó el Doctor al abrir la ventana. Otro objeto más importante absorbió toda su atención en el momento. Frente por frente de la ventana, junto á la tapia del corralón, iluminado el rostro por la luz de la luna, inmóvil como una estatua, con dolorosa expresión en el semblante, tal vez con lágrimas en los hermosos ojos, vió el Doctor á una mujer alta, delgada, vestida de negro, y creyó reconocer á su inmortal amiga.

—¡María! ¡María!—exclamó; pero no le respondió la mujer. La mujer echó á andar hacia el arco.

—¡María!—dijo el Doctor de nuevo.

Entonces creyó notar en todo el cuerpo de la mujer un temblor, un estremecimiento nervioso; pero ella ni contestó ni volvió la cara.{272}

De buena gana se hubiera el Doctor lanzado á la calle para perseguir á su visión. La gruesa reja de hierro que tenía la ventana impidió la realización de su deseo.

¡María!—dijo el Doctor por tercera vez; y entonces dió la vuelta á la esquina la mujer vestida de negro y el Doctor la perdió de vista.

Precipitadamente tomó el Doctor el sombrero, salió al patio, abrió la puerta que daba al zaguán y quitó la tranca que defendía la puerta exterior. La llave, por fortuna, estaba puesta. Abrió la puerta exterior y fué corriendo en busca de su inmortal amiga, que debía estar aún á pocos pasos de distancia.

Eran las tres de la mañana. No había un alma en las calles. El Doctor las pasó y examinó todas dos ó tres veces. Dió vuelta á la iglesia y al castillo; saltó por cima de las tapias del corralón, y hasta en aquella mansión de los muertos buscó á su inmortal amiga. Todo fué en balde. Parecía que se la había tragado la tierra.

Pensó luego el Doctor si estaría en el campo, y salió al campo, y anduvo por los caminos sin saber dónde iba, hasta que despuntó la aurora.

Las campanas tocaron á misa primera, y el Doctor se decidió á oir aquella misa. Quizás vería en la iglesia á la mujer misteriosa, como la había visto la niña Araceli.{273}

Tampoco vió en la iglesia á la mujer misteriosa.

El Doctor estaba tan inconsecuente, tan fuera de sí, tan otro, que, á pesar de su impiedad filosófica, hizo por modo extraño algo como oraciones y súplicas al Jesús Nazareno, de que era hermano mayor, y al santo pequeñito, patrono del pueblo, á ver si le ayudaban á dar con su inmortal amiga. Los poderes sobrenaturales fueron sordos á la voz del Doctor y no le mostraron lo que buscaba.

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XIV.

PENITENCIA PARA EL DIABLO

La nueva aparición, confirmando más á D. Faustino López de Mendoza en la creencia de que su inmortal amiga era un ser vivo, y persuadiéndole de que estaba en Villabermeja, le excitó á buscarla con ahinco. Pasmoso era, sin duda, que se ocultase tan bien en lugar tan pequeño; pero el Doctor perdió la esperanza de hallarla como no fuese registrando casa por casa.

Este asunto de la mujer misteriosa le pareció de tal condición, que no quiso fiarse de Respetilla para que le ayudase en sus averiguaciones. Por motivos opuestos, y quizás más poderosos se guardó bien asimismo de decir nada á su madre. Cuando María (la llamaremos así, ya que el Doctor así la llamaba) se escondía tanto, razones poderosas tendría para ello. Si el Doctor se hubiera confiado á Respetilla, hubiera expuesto á María á que la descubriesen. Confiándose á su madre, la hubiera llenado de recelos. Sabe Dios lo que imaginaría su madre de mujer que así se ocultaba.{276}

Sólo había otra persona, cuyo sigilo era grande y cuyo afecto hacia el Doctor era mayor aún. Á ésta pensó en confiarse para que le ayudase á descubrir á María. Dábase la circunstancia de que esta persona era la más á propósito que había en toda Villabermeja para poner en claro un misterio y despejar una incógnita. Apenas había familia que no conociese, ni lance que no supiese, ni amores que ignorase, ni pendencia matrimonial de que no tuviese noticia. Sabía esta persona hasta lo que comían en cada casa. Si ella no daba, pues, con la inmortal amiga, la inmortal amiga era un ser inaveriguable y utópico, por más que fuese al mismo tiempo real, visible y tangible. La persona en quien pensó el Doctor para que le ayudase en las investigaciones era su propia nodriza, el ama Vicenta, la cual, desde que le crió, seguía en la casa, sirviendo á Doña Ana.

Ya estaba resuelto á confiárselo todo, cuando, dos días después de la aparición de María, fué el Doctor á su quinta en la jaca. La casera estaba sola á la puerta de la quinta mientras que el casero cavaba.

—Señorito—dijo la casera,—esta mañana me entregaron un papel para su merced.

—¿Quién le entregó?—preguntó el Doctor.

—Un forastero á quien no conozco.

—Venga ese papel,—dijo el Doctor.{277}

—Aquí está,—contestó la casera dando á don Faustino un pliego cerrado, que él recibió con emoción extraordinaria, pensando reconocer en la letra del sobrescrito la mano de la mujer misteriosa.

Salió entonces en medio del campo, y mirando antes á todas partes para cerciorarse de que nadie había por allí que pudiese verle ó interrumpirle, abrió la carta y leyó lo siguiente:

»No ha sido mi propósito presentarme á tus ojos ni herir tu imaginación con el prestigio de lo sobrenatural. Mi alma soñadora, anhelando explicarse esta fuerza invencible que me lleva hacia tí, descubre, tal vez se finge, otras existencias, en que tú y yo, sin obstáculo alguno que entre nosotros se interpusiese, nos amamos y fuimos dichosos; pero no pretendo imponerte esta creencia. Mi alma cree también que, durante el sueño, desprendiéndose, por obra del amor, del cuerpo que anima, vuela y se pone á tu lado; mas no aspiro tampoco á que lo creas. Yo te amo, y sólo aspiro á que me ames. Tengo miedo, no obstante, de lograr lo mismo á que aspiro. ¿Para qué aspirar á que me ames, si no es posible, en esta vida, que nuestro amor nos dé ventura? De aquí lo singular de mi proceder. De aquí el huir de tí y el buscarte. La prudencia me induce á huir; el amor me lleva á tí á pesar mío.

»Hay además en mi vida un misterio horrible{278} que no quiero, que no debo revelarte. Hay algo que está en mí y no está en mí, y que me hace indigna de tu amor. No presumas ni sospeches por eso que reside la indignidad en lo que es mi persona.

»Un diamante se conserva entero, puro, aunque caiga en el fango. Impenetrable á toda substancia corrosiva, sólo la luz penetra en su seno y le alegra y le llena de claridad y de hermosura. Tú eres la luz, mi corazón es el diamante.

»Una pequeña semilla cayó en la tierra. El sol, con su calor divino, la fecundó. Allí brotó una planta lozana, y en la planta una flor; pero no abrirá el cáliz ni dará su aroma si el sol, que eres tú, no lo acaricia.

»Mucho tengo que agradecerte, aunque no lo sabes. Ser flor y diamante te lo debo á tí, que eres mi sol y mi luz. La firmeza para resistir al fango en que había caído te la debo á tí, mi luz, y fuí diamante y no fango. El brío, la fuerza para ascender á la región serena del aire, saliendo del seno inmundo de la tierra, te lo debo á tí, mi sol, que con tu divino calor hiciste subir por el tallo, hasta el sellado cáliz, las esencias suaves y delicadas que son tuyas y para tí se guardan.

»Abandonada de todos, ruda, ignorante, ni los sagrados misterios de una religión que yo no comprendía, ni los santos que están en los altares, y{279} cuya vida y cuyas virtudes yo ignoraba, hubieran evitado mi perdición. Dios quiso salvarme por tu medio. Dios, sin duda, infundió en mi alma una admiración hacia tí, que ha levantado mi espíritu y le ha hecho apto para concebir todo lo bueno. La preocupación constante de no hacerme indigna de tí, de no perder toda esperanza de que me estimases, ha sido mi escudo y mi defensa en los primeros años de mi vida.

»Más tarde vino el espíritu consolador y me llevó á su lado. A su lado se ha abierto mi alma á todas aquellas ideas nobles y á todos aquellos sentimientos generosos de que es capáz por su semejanza con Dios. Yo, sin embargo, aunque lejos ya de tí, no pude olvidarte. Antes bien recordaba con más viveza que la primera iluminación de mi alma fué obra tuya. Cuanto yo aprendía luego, cuanto por estudio y natural discurso alcanzaba, lo veía como cifrado é incluído en aquella primera iluminación de que tú fuiste causa. De esta suerte creció mi amor hacia tí. Como germen caído en terreno inculto, así tu amor cayó en mi alma. Todo cultivo posterior, lejos de extirpar el germen, ha contribuído á que se desenvuelva y brote con lozanía.

»Hasta la ausencia, el no verte en muchos años, poetizó más y más tu recuerdo. Te he vuelto á ver y no has desmerecido á mis ojos del concepto que de tí tenía, fundado en recuerdo tan poético. Así es{280} que toda soy tuya. No dejaré de amarte aunque no me ames; no dejaré de amarte aunque me aborrezcas ó me desprecies.

»Si te oculto quien soy, tengo para ello razones poderosas. Respétalas y no me persigas.

»No hables de mí con nadie; te lo suplico.

»Si me amas, yo lo adivinaré y te buscaré. ¿Podré huir de tí, podré resistirme si me amas?

»Si no me amas, ¿para qué turbar con mi presencia tu sosiego? De mi amor mismo, aunque me abandonase y fuese toda tuya, no tomarías ni gozarías sino aquella mínima parte, quizás la más vulgar y grosera que tú fueses capaz de sentir por mí. Tal es la condición del amor. Quien guarda para alguien todos sus tesoros, jamás podrá darlos, por más que lo desee, como la persona amada no produzca y dé en cambio iguales tesoros de amor.

»La otra noche me viste por acaso y á pesar mío, abriendo de repente la ventana de tu cuarto. Tú me verás de más cerca, tú me verás junto á tí y por mi voluntad, si llegas á amarme. Tal vez me verás, aunque no llegues á amarme, si no logro vencer esta inclinación que me lleva hacia tí anhelante de un momento de felicidad, por más que sea menester comprarla á costa de tu desvío y de un siglo de tormentos. Adiós.—Tu María.

«El primer efecto que hizo la lectura de esta carta en el ánimo de D. Faustino, fué el de excitar el{281} deseo más vehemente de buscar y de hallar á la mujer misteriosa.

A pesar de la súplica que contenía la carta, diciendo—No me persigas,—el Doctor hizo cuanto pudo, aunque en balde, por descubrir á aquella mujer.

El otro precepto de la carta—No hables de mí con nadie; te lo suplico,—hizo más fuerza en la voluntad del Doctor. Por no faltar á él no se atrevió á hablar de María ni siquiera con el ama Vicenta.

Pasaron, pues, ocho ó diez días, durante los cuales leyó el Doctor la carta cien veces, meditó sobre ella y no halló rastro de la persona que la había escrito.

Trasladado á lenguaje llano, el contenido de la carta daba de sí lo que sigue:

María era de Villabermeja. Nacida de lo más vil y abyecto de la sociedad había visto y admirado al Doctor cuando niña, enamorándose de él. Esta pasión sublime, engendrada en el alma antes de que María llegase á la adolescencia, la había salvado de perderse para siempre. La carta se expresaba á las claras sobre este punto. De ello no podía dudar el Doctor, por más que no recordase á ninguna chica pobre de ocho á diez años á quien hubiese podido inspirar una pasión. Algún alma caritativa (y el Doctor menos que nadie, porque estaba siempre en Babia, podía adivinar quién fuese{282}) se había después llevado á María y la había educado. La educación y la ausencia, lejos de destruir el amor de ella hacia el Doctor, le habían poetizado y sublimado.

Impulsada de este amor irresistible, María, á pesar suyo y conociendo que dicho amor no podía tener término feliz, perseguía al Doctor y procuraba enamorarle.

D. Faustino López de Mendoza, aunque viciado por las malas lecturas y por la triste ciencia de su siglo, tenía excelentes prendas, corazón generoso y una sinceridad nobilísima. Tenía además veintisiete años.

Soñaba, pues, con amar y ser amado; pero ni quería engañar á los demás ni engañarse á sí mismo. ¿Qué razón había para que amase ya á la mujer misteriosa? Apenas la había visto, apenas había hablado con ella.

Sin embargo, tal era la inclinación de D. Faustino á todo lo poético y extraordinario, que se esforzó por quedar enamorado de su María.

Se dice de algunos personajes que perdieron la fe, y que, con fervoroso deseo de recuperarla, hicieron durante meses y años como si la tuvieran: rezaron sin creer en el rezo, cumplieron todos los preceptos y se sometieron escrupulosamente al rito. Así creyeron al cabo. Quien esto escribe conoce á un sujeto, que hoy está en opinión de santo,{283} y que durante el período de su transformación asistía á una reunión de racionalistas y descreídos.

—¿Dónde va V., D. Fulano?—le preguntaban cuando se retiraba.—Voy á hacer guasa religiosa—contestaba él. Hasta que á fuerza de hacer esta guasa, acabó por tomarlo todo por lo serio y ser casi un bendito siervo de Dios, como es en el día, sahumando y aromatizando con el perfume de su santidad el campamento de D. Carlos VII.

El carácter del Doctor era inflexible. No podía el Doctor, por nada en el mundo, hacer guasa amorosa, ni de ninguna clase. Si el verdadero amor había de venir en pos de la guasa, aunque no viniese nunca.

Y, sin embargo, la inmortal amiga interesaba al Doctor. Su alma estaba ansiosa de amarla. Mas para amar lo que no se ve ni se toca, ¿por qué amar á una mujer? Ámese la ciencia, la belleza ideal, la poesía increada antes de revestir una forma, la perfección moral irrealizable en esta vida que vivimos: ámese á Dios, en suma.

Amar á una mujer con fervor semejante al que debe emplearse en el amor de estas cosas más altas, es una idolatría; idolatría que no se comprende si no se ve ó si no se toca el ídolo.

Dante, gran maestro de amor, lo había dicho en una admirable sentencia; salvo que Dante cometió la injusticia de acusar sólo á las mujeres de este linaje{284} de materialismo. Dante deplora lo poco ó nada que

.....in femmina fuoco d’amor dura
Se l’occhio o il tatto spesso nol riaccende.

¿Por qué no deploró y confesó Dante el mismo defecto en el hombre?

Tal vez el gran poeta confundió con el amor verdadero la adoración de la mujer como figura simbólica y como alegoría y personificación de la ciencia divina, de la inspiración poética y hasta de la patria. Así amó él á Beatriz. Así amó Petrarca á Laura. ¿Podía el Doctor amar así á su María?

Antes de recibir la última carta no hubiera sido difícil. Después de recibida la última carta era casi imposible. A la mujer que ha de ser objeto de un amor de este género importa que las circunstancias la levanten por cima del amador, la pongan como en un pedestal, la encierren como en un impenetrable santuario. Esto tal vez no basta, por último, y es menester que venga la muerte y la arrebate á misteriosas esferas, y deje sólo de ella, en este bajo suelo, un fantasma etéreo, un simulacro divino, forjado por la mente, y cuya mera aproximación á nosotros, ó soñando ó velando, nos encumbre al paraíso y nos traiga como un subido deleite y como un sabor prematuro de eterna bienaventuranza.{285}

El Doctor, reconociendo con humildad que no lo merecía, había sido y era para su María lo que Beatriz para Dante. Estaban, por un capricho de la suerte, los papeles trocados. Pero ¿cómo hallar él en María á su Beatriz ó á su Laura, después de la confesión ingenua que en su última carta María le había hecho?

El Doctor, pues, muy á pesar suyo, tuvo que confesar que deseaba la presencia de María; que su amor, fuese ella quien fuese, lisonjeaba su amor propio; que sentía hacia ella piedad, profunda simpatía y hasta cierta ternura, pero no verdadero amor. Ni siquiera sentía el amor simbólico y metafísico de Dante y Petrarca por sus dos queridas, verdaderamente inmortales.

Lejos de sosegar esta confesión el ánimo del Doctor, le atormentaba con amarga tristeza: le atormentaba con el tormento de no amar, que es el mayor de los tormentos.

Para distraerse de sus melancólicas cavilaciones redobló su actividad corporal. Paseaba desaforadamente á pie y á caballo; los combates al sable con Respetilla eran cada día más largos y feroces; tiraba á la barra; levantaba pesos enormes, y no pocas veces llegó á tomar el azadón y cavó con ahinco hasta derretirse sudando; pero, al consumir y gastar así sus fuerzas corporales, no lograba aquietar, ni por un instante, la inflamada vehemencia del espíritu.{286}

Respetilla no era tonto; quería bien á su amo; recelaba que, en aquella vida solitaria que estaba haciendo, acabaría por volverse loco, y no dejaba ningún día de aconsejarle que viviese como los demás hombres, y que ya que por falta de dinero no le era dable irse á vivir á la corte, hiciese de la necesidad virtud; se figurase que Villabermeja era en substancia lo mismo que Madrid, y tratase á la gente de Villabermeja, distrayéndose y recreándose con sus paisanos, y sobre todo con las hijas de sus paisanos, entre las cuales las había muy bonitas, alegres y discretas.

Una mañana, después del combate al sable, Respetilla habló de este modo:

—¡Alabado sea el poder de Dios, y lo que ve el que vive! Cosas hay que no las creyera quien no las viera. Tenga por cierto su merced que jamás he dudado yo, antes he creído muy natural, que haya habido ermitaños penitentes, que se zurrasen de lo lindo con unas tremendas disciplinas, no comiendo más que hierbas y no bebiendo más que agua, no pensando en amores ni en amistades, y viviendo en la soledad; pero, al cabo de esta amarga vida, alcanzaban tales ermitaños la gloria eterna, la música celestial y qué sé yo cuántas delicias. Para ganarse la voluntad de Dios bien pueden hacerse sacrificios. Lo que no comprendía yo, hasta que lo he visto en su merced, es que{287} haya también ermitaños y penitentes del diablo. Si la mitad de la penitencia, del recogimiento, de la abstinencia, de las vigilias y estudios en que su merced consume su mocedad y su vida, se encaminasen á agradar á Dios, nada tendría yo que decir, sino que su merced era un santo. Lo malo es que yo sospecho que su merced no se sacrifica sino para dar gusto al diablo, que al fin no tiene gloria que darle, ni siquiera le da, en esta vida, dinero y poder, aunque sea á trueque del infierno en la otra. Jamás había yo querido creer en las brujas, porque no comprendía qué gusto habían de tener, al ver tan perdidas á las que pasaban por tales, en servir al diablo sin recibir salario. Ahora empiezo á creer en la brujería. No se ofenda su merced, señorito. Su merced es brujo, y está dando culto al diablo y sacrificándole su mocedad y su existencia.

—Yo no doy culto al diablo—contestó el Doctor, no poco lastimado del tino con que Respetilla le atacaba:—yo doy culto á la necesidad invencible. Si á eso llamas tú diablo, sea enhorabuena: doy culto al diablo.

—¿Y qué necesidad tiene su merced de vivir como vive?

—¿Puedo, acaso, vivir de otro modo? Donde quiera que yo fuese haría un papel ridículo sin un cuarto. ¿Á qué oficio voy á ponerme, si no sirvo{288} para nada? No hay más que resignarme á vivir en Villabermeja. Y aquí, ¿qué otra vida he de hacer que la que hago?

—¿Y por qué no hacer aquí otra vida?—replicó Respetilla.—¿Para qué desea su merced ir á Madrid? Sin duda para tratar á aquella gente. Pues trate su merced á la de aquí, y se ahorrará el viaje. Pues qué, ¿la gente de Madrid es distinta de la de Villabermeja? Todo se va allá, señorito.

—Vamos, ¿y dónde está esa gente? ¿Con quién te parece á ti que me trate?

—Con todo el mundo. Hay, además, una casa á donde yo quisiera que fuese su merced, porque allí se divertiría.

—¿Y cuál es esa casa?

—La de mi señor compadre el Escribano.

—Pues si sus hijas me detestan.

—Detestan á su merced porque su merced no va á verlas. Las pobrecillas están picadas.

—¿Cómo sabes tú eso?

—Toma, porque me lo han dicho. Yo hablo mucho con las dos, y sobre todo con Jacintica, la viuda del guarda, que las acompaña siempre y va con ellas á misa, visitas y paseo. Ramoncita, la hija menor del Escribano, es muy bonachona, y hace lo que quiere Rosita, su hermana mayor. Pronto la casará con el hijo del boticario, que está ya acabando la carrera, y dentro de pocos{289} meses será médico. Rosita, en cambio, no tiene novio, ni quiere tenerle, aunque ya pasa y más que pasa de veinticinco años. ¿Y para qué, si es libre, rica, señora de su casa, y dispone del caudal y manda en su hermana y en su padre y en cuantos la rodean?

—¿Querrá también mandar en mí?

—No, sino ser mandada, por lo que yo barrunto.

—Respetilla—dijo D. Faustino,—tú eres un tentador, un verdadero diablo, y me propones un disparate, por no decir otra cosa. ¿A qué he de ir yo á ver á Rosita? ¡Bueno fuera que creyese Rosita que yo iba á pretenderla, en busca de su dote, como fuí en busca del de Doña Costanza, é imitase á mi prima, calabaceándome!

—Yo conozco á Rosita, y sé que no pensará semejante cosa. Ni sueña en casarse con su merced, ni menos en darle calabazas.

—Pues entonces, ¿en qué sueña?

—En broma y palique. Aquí no tiene con quién hablar. No hay más novio posible para ella que el hijo del boticario, que corre ya por cuenta de su hermana. Rosita ha leído muchas novelas é historias y es muy elegantona. Conversar con su merced, sin proyecto de ninguna clase, sería para ella el colmo del contento. Dice Jacintica que ella dice que su merced sólo es capaz de entenderla{290} en Villabermeja; que para los demás patanes de por aquí está ella como si estuviera en griego. Dice también Jacintica que en todas las ferias donde ha estado Rosita ha pasado por de Sevilla ó de Granada, cuando no por de Madrid, y que nadie ha sospechado que fuese de Villabermeja. Tan bien se viste, y tan atinada y afilustrada es en cuanto habla.

—Tú acabarás por hacerme creer que Rosita es un dije—exclamó D. Faustino.

—¡Ya lo creo que lo es! Y no de similor, sino de oro. Y luego, ¡lo que sabe! ¡Dios mío, lo que sabe! ¡Y qué genio! Ya, ya... Hasta á su padre le tiene metido en un puño... El Escribano, ya sabe su merced, tiene su por qué. ¿Estamos?... La niña del secretario del Ayuntamiento: la Elvirita, viuda del capitán... Pues nada: no se lleva Elvirita sino lo que Rosita quiere que se lleve. Y en vez de ser Rosita la que adula y sirve á Elvirita, sucede lo contrario. Elvirita está con Rosita casi tan humilde como una criada.

—¡Hombre, tú me cuentas de Rosita verdaderos milagros!—dijo el Doctor.

—¡Pues á fe que es ella poco milagrosa!

—Y dime—continuó D. Faustino,—¿el Escribano está por la noche de tertulia con sus hijas?

—Casi nunca: de día está el Escribano en los negocios de su oficio, y de noche arrullando á su tórtola.{291} La tertulia de las hijas del Escribano se suele reducir al hijo del boticario, novio de Ramoncita, y á Jacintica, y nada más. ¿Quiere su merced verlo? Venga conmigo esta noche.

D. Faustino puso aún algunas dificultades; pero empezaba á sentirse tan aburrido y le había hecho tal impresión el que Respetilla le llamase, con tan certero instinto, ermitaño y penitente del diablo, que decidió al fin dejar la penitencia diabólica y salir en busca de aventuras, aunque fuese encanallándose en Villabermeja.

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{293}FIN DEL TOMO I

ÍNDICE DEL TOMO I.

 Páginas.
A mi querido amigo D. Ramón Rodríguez Correa5
Introducción. Donde se trata de Villabermeja, de D. Juan Fresco y de las ilusiones en general7
I.—La ilustre casa de los López de Mendoza49
II.—¿Para qué sirve?65
III.—Plan de Doña Ana91
IV.—Doña Costanza de Bobadilla107
V.—Primera impresión123
VI.—Carta del Doctor á su madre143
VII.—Preliminares de amor153
VIII.—Al pie de la reja173
IX.—Entrevista misteriosa185
X.—La niña Araceli201
XI.—Actividad diplomática219
XII.—El marqués de Guadalbarbo237
XIII.—Examen de conciencia245
XIV.—Penitencia para el diablo275

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Acabóse de imprimir este libro
en la Imprenta Alemana
en Madrid á XV días
de Julio de
MCMVI años


*** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK 52093 ***